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A menudo permanecía a solas en las horas más oscuras de la noche en la proa de mi barco y hablaba con los dioses. Pedía consuelo a Enki el sabio, y a Enlil el poderoso, y al Padre Cielo An, que asciende como el arco de los cielos por encima de todas las cosas. Me concedieron gran favor entrando en mi espíritu; porque sé que los granes dioses tienen muchas cosas que atender, y el mundo de los hombres mortales puede ocupar muy poco de su tiempo, del mismo modo que los gobernantes mortales no pueden dedicarse intensamente a las necesidades de los niños o de los mendigos. Pero esos poderosos príncipes de los cielos se inclinaron hacia mí. Sentí su presencia y fue reconfortante para mí. Supe por eso que yo era realmente Gilgamesh, es decir, El Que Es Elegido; porque no es asunto de los dioses conceder mucho aliento, y sin embargo me lo concedieron a mí mientras navegaba hacia la ciudad de Uruk.

En la mañana del noveno día del mes de ululu llegué a Uruk bajo un cielo claro y un enorme y brillante sol. Los corredores se me habían anticipado, anunciando la noticia de mi llegada, y media ciudad, o así lo parecía, estaba aguardándome cuando mi barco atracó en el Muelle Blanco. Oí el sonido de tambores y trompetas, y luego el canto de mi nombre, mi antiguo nombre, mi nombre de nacimiento, que pronto iba a ser desechado por mí. Habría unas diez mil personas, creo, apiñadas a lo largo del borde del Dique de la Nave de An, y desde allí hasta las grandes puertas incrustadas con metal de la Puerta Real.

Salté ligero de mi barco, y me arrodillé y besé los ladrillos del antiguo dique. Cuando me alcé, mi madre Ninsun estaba de pie ante mí. Estaba maravillosamente hermosa a la brillante luz, casi como una diosa. Sus ropas eran de color carmesí entrelazadas con franjas de plata finamente trenzada, y una larga y curvada aguja de oro le sujetaba la capa a su hombro. Llevaba al pelo la corona de plata de la suma sacerdotisa de An, incrustada con cornalina y lapislázuli, y brillando con realces de oro. No parecía ni un día más vieja que cuando la vi por última vez. Sus ojos brillaban: vi en ellos el calor que emana no simplemente de la madre de uno sino de la gran Ninhursag, la fuente de reposo, la madre de todos nosotros.

Me estudió durante un largo momento, y supe que estaba contemplándome tanto como sacerdotisa que como madre. La vi evaluando la altura y la fortaleza de mi cuerpo, y la prestancia que había venido a mí con la edad adulta. No podía haber más fuerte confirmación de la divinidad de Lugalbanda que el divino cuerpo del hijo de Lugalbanda. Al cabo de un rato tendió sus manos hacia mí y me llamó por mi nombre de nacimiento, y dijo:

—Ven conmigo al templo del Padre Cielo, para que pueda darle las gracias por tu regreso.

Caminamos a la cabeza de una gran procesión cruzando la Puerta Real y a lo largo del Sendero de los Dioses. A cada lugar sagrado había un rito que realizar. En el pequeño templo conocido como el Kizzalaga, un sacerdote que llevaba un cinturón púrpura prendió una antorcha en la que habían sido insertadas especias, y la roció con dorado aceite, y realizó el rito del lavado de la boca. En el lugar sagrado llamado el Ubshukkinakku fue prendida otra antorcha y rotas varias vasijas de cerámica. Cerca del Santuario de los Destinos fue sacrificado un toro, y separadas y ofrecidas su anca y su piel. Luego ascendimos al templo de An, donde la vieja suma sacerdotisa Gungunum mezcló vino y aceite e hizo una libación en la puerta, untando con ellos los quicios y parte de la propia puerta. Cuando estuvimos dentro, sacrificó un toro y un carnero, y yo llené los incensarios de oro e hice la oferta al Padre Cielo y a todas las demás deidades por turno.

A través de todo ello no hice ninguna pregunta ni pronuncié palabra fuera del ritual. Era como moverse a través de un sueño. Podía oír en la distancia el rítmico batir del tambor lilissu, que sólo es golpeado en la hora de un eclipse, y en el momento de la muerte de los reyes; y supe que Dumuzi el rey había muerto, y que iban a ofrecerme a mí el reino.

Todavía no había sentido la presencia de la diosa. Ni había puesto mis ojos sobre la sacerdotisa Inanna. Hasta entonces Uruk había mantenido a la diosa alejada de mí, y yo sólo me había dirigido a la presencia del Padre Cielo, a quien mi madre está dedicada. Pero sabía que Inanna se me manifestaría muy pronto. —Ven —dijo Ninsun, y cruzamos del recinto de An al recinto de Inanna, y subimos los escalones de la Plataforma Blanca hacia el templo de Enmerkar. Inanna me aguardaba allí.

Su visión hizo brotar en mí un jadeo de asombro. En los cuatro años de mi ausencia, el tiempo había hecho arder todo lo que de muchacha quedaba en ella. Había entrado en la más profunda madurez de la mujer, y su belleza se había vuelto abrumadora. Sus oscuros ojos resplandecían con el antiguo destello perverso, pero también con un extraño poder allí donde antes había estado la malicia. Parecía más alta, y más esbelta, con los huesos de sus pómulos claramente resaltados; pero sus pechos estaban más llenos de lo que recordaba. Su piel profundamente morena brillaba aceitada. El único atuendo que llevaba era los ornamentos de la diosa, los pendientes y las cuentas, el triángulo de oro en las ingles, las joyas en las caderas y las joyas en la nariz y las joyas en el ombligo.

Capté al mismo tiempo la intensa aura almizcleña de la presencia de la diosa y la zumbante aura de la presencia del dios. El lento y rítmico batir del tambor penetraba en mi alma y la invadía por completo, de tal modo que el tambor era yo y yo era el tambor. Me sentí como el cuero tenso del parche mientras las baquetas recubiertas de fieltro descendían una y otra y otra vez. Mis ojos se encontraron con los de Inanna, y fui atraído hacia aquellas profundas inmensidades del mismo modo que hacía tanto tiempo había sido atraído hacia los ojos de mi padre Lugalbanda, y me rendí por un momento y me dejé derivar en aquel pozo de oscuridad.

Ella sonrió, y era una sonrisa terrible, la sonrisa de la serpiente Inanna.

Dijo con voz baja y ronca:

—El rey Dumuzi se ha convertido en un dios. La ciudad está sin rey. La diosa requiere este servicio de ti.

—La serviré —dije, como había sabido durante toda mi vida que estaba destinado a decir.

Aunque sabía que eran Agga e Inanna quienes habían conspirado para entregarme aquel trono, por razones propias, eso no me importaba en absoluto. Cuando fuera rey, sería rey: nadie iba a gobernarme, nadie me usaría. Eso me prometí a mí mismo: cuando fuera rey, sería mi propio rey. ¡Y que temblara quien pensase de otro modo!

Lo tenían todo preparado. A una señal de Inanna fui llevado a un lado, a un pequeño edificio de tres lados anexo al templo, donde se realizaban los preparativos para los altos servicios. Allí fui despojado de mis ropas y bañado por media docena de jóvenes sacerdotisas, y luego todas las partes de mi cuerpo fueron untadas con aceites de dulces aromas, y mi pelo fue peinado y cepillado y aplastado y recogido detrás de mi cabeza, y me dieron un faldellín de lana de volantes para que me cubriera de cintura para abajo. Finalmente recogí en mis brazos los regalos que un nuevo rey debe ofrecer a Inanna, y salí lentamente de la habitación vestidor al terrible resplandor de la luz del sol de verano, y al vestíbulo del templo de Emerkar. Entré en él para reclamar mi reino.

Allí estaban los tres tronos, uno con el signo de Enlil, el otro con el signo de An, y el tercero flanqueado por los haces de cañas de Inanna. Allí estaba el cetro. Allí estaba la corona. Y allí, en el trono central, se sentaba Inanna, sacerdotisa y diosa, radiante ahora en toda su terrible majestad.