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Sus ojos se encontraron con los míos. Me examinó atentamente, como diciendo: Eres mío, me pertenecerás. Pero yo le devolví la mirada firme y resueltamente, como respondiendo: Me juzgas muy mal, mi dama, si eso es lo que piensas.

Luego la gran ceremonia empezó, la plegaria y las libaciones. En torno mío estaban de pie los funcionarios del reinado de Dumuzi, los chambelanes y mayordomos y supervisores y recaudadores de impuestos y virreyes y gobernadores, que pronto dependerían todos de mí. Sonaron las flautas, tocaron las trompetas. Prendí una bola de incienso negro; deposité mis regalos ante cada uno de los tronos; toqué con mi frente al suelo ante Inanna, y besé el suelo, y le di los regalos correspondientes. Me pareció como si hubiera hecho aquello un millar de veces. Me sentía inundado por una nueva fuerza, como si mi sangre hubiera doblado de volumen, como si mi respiración fuera la respiración de dos hombres, y ambos gigantes.

Inanna se alzó del trono. Vi la belleza de sus largos brazos y su gracioso cuello; vi sus pechos oscilar bajo los azules collares de cuentas.

—Soy Ninpa, la Dama del Cetro —me dijo, y tomó el cetro del trono de Enlil y me lo tendió—. Soy Ninmenna, la Dama de la Corona —dijo, y alzó la corona del templo de An y la dejó descansar sobre mi cabeza. Sus ojos se encontraron con los míos; su mirada ardía, ardía.

Pronunció mi nombre de nacimiento, que nunca más volvería a ser oído en el mundo de los mortales.

Luego dijo:

—Tú eres Gilgamesh, el gran hombre de Uruk. Así lo decretan los dioses. —Y oí el nombre pronunciado por un centenar de voces a la vez, como el rumor del río en la época de las crecidas—: ¡Gilgamesh! ¡Gilgamesh! ¡Gilgamesh!

12

Esa noche dormí en el palacio del rey, en 1a. gran cama de ébano y oro que había sido de mi padre, y de Enmerkar antes que de él. La familia de Dumuzi ya había abandonado el lugar, todas sus esposas, sus gordezuelas y fofas hijas; los dioses no le habían concedido hijos. Antes de irme a la cama confirmé en sus puestos a todos los funcionarios del reino, según la tradición, aunque sabía que iba a retirar a la mayor parte de ellos en los meses siguientes. Y celebré con ellos la ocasión de la forma más real, hasta que la cerveza derramada corrió en espumosos torrentes a lo largo de los canales del salón de festejos.

Al final de la velada el chambelán de las concubinas reales me preguntó si deseaba conmigo una mujer aquella noche. Le dije que sí, tantas como me pudiera proporcionar; y me las proporcionó durante toda la noche, siete, ocho, una docena de ellas. Por sus ansias y sus entusiasmos supongo que Dumuzi había hecho poco uso de ellas. Abracé a cada una de ellas una sola vez, y la envié fuera y llamé a la siguiente. Por un momento, en sus brazos, pareció casi como si fuera capaz de llenar ese lugar vacío en mi alma que tanto tormento me producía. De hecho, así era…, por un momento, media hora, y luego el dolor volvía de nuevo a mí como una nube de tormenta. Sólo una mujer hubiera podido liberarme de esas inquietudes, pensé. Pero esa mujer, la mujer que hubiera elegido para mí aquella noche si hubiera tenido la libertad de elegir, no estaba por supuesto a mi disposición…, no entonces, no hasta que llegaran el nuevo año y el rito del Sagrado Matrimonio. Pero me permití imaginar que estaba con ella mientras apretaba mi cuerpo contra el de cada concubina.

Al amanecer descubrí que aún quedaba vigor en mí. Me levanté y fui a pie, desdeñando todos los portadores, al claustro de las sagradas sacerdotisas. Allí pedí la sacerdotisa Abisimti, que me había iniciado en la virilidad. Creí descubrir terror en sus ojos, tanto quizá por el hecho de mi gran altura y fuerza como por el hecho de que ahora era el rey. Sonreí y tomé su mano en la mía y dije:

—Piensa en mí corno en aquel muchacho de doce años con el que fuiste tan gentil.

Sospecho que yo no fui gentil con ella aquella mañana. Una gran fuerza había descendido sobre mí, mayor que la que nunca antes había tenido, simplemente por el hecho de haber asumido el reinado. Y también estaba la divinidad en mí. Tres veces la poseí, hasta que se recostó jadeante, algo aturdida y esperando claramente que yo hubiera quedado saciado. Nada podía saciarme aquel día; pero en su beneficio le ahorré más fatigas. Abisimti era tan hermosa como la recordaba, con la piel como agua fresca y pechos redondos como granadas; pero su belleza era a la de Inanna lo que la luna es al sol.

Así transcurrió mi primer día de reinado. Hora tras hora sentía el poder y la grandeza fluir dentro de mí. En mi segundo día recibí el homenaje de la asamblea de la ciudad.

Si un extranjero preguntara cómo es elegido el rey de Uruk, bien, cualquier ciudadano respondería que es elegido por la asamblea. Y en verdad ése es el caso; pero no es enteramente el caso. La asamblea elige, pero los dioses dirigen, y en particular es Inanna, hablando a través de sus sacerdotisas, quien da a saber quién tiene que ser el rey. Y el reino no pasa tampoco automáticamente, como ocurre en Kish y he oído que ocurre en otras ciudades, al hijo del rey. Nosotros entendemos estas cosas de modo distinto. Creemos que hay una naturaleza divina intrínseca que algunos hombres poseen, una especie de gracia, que los hace aptos para ser reyes. Si esta gracia pasa de padre a hijo, como ocurrió de Enmerkar a Lugalbanda, y de Lugalbanda a mí, eso ocurre sólo porque el padre pasa a menudo sus rasgo.'S a su hijo: su estatura, su anchura de hombros, la forma de su nariz, y quizá su realeza. Pero no ocurre necesariamente de ese modo. Ni todos nuestros reyes han sido hijos de reyes.

Una vez la asamblea ha elegido al rey, la asamblea sólo puede aconsejar, no ordenar. Si hay un desacuerdo entre la asamblea y el rey, los deseos del rey prevalecen. Esto no es tiranía; esto es el resultado inherente de la correcta elección del rey. Porque, observadlo bien, en tiempos de crisis y dudas es vital que una ciudad hable con una sola voz. ¿Y acaso no han indicado los dioses qué voz debe ser ésa, eligiéndole rey? La asamblea, en sus conversaciones con el rey, afina esa voz como un arpista afina sus cuerdas; pero cuando la voz habla, es la voz del rey, lo cual es lo mismo que decir, es la voz de la ciudad, es la voz de los cielos. Y si el rey en sus discursos no habla con lia voz de los cielos, todo el mundo lo sabrá, y los cielos lo arrojarán de su lugar.

Esos asuntos estaban muy vivos en mi mente cuando los hombres de la asamblea efectuaron su visita ceremonial en la sala de audiencias de palacio. Primero vinieron los ciudadanos libres, lo que siempre hemos llamado la casa de los hombres: aquellos que hablan por los barqueros y los pescadores, los granjeros y los pastores, los escribas y los joyeros y carpinteros y albañiles. Todos ellos pasaron, y depositaron sus regalos delante de mí, y tocaron mis tobillos con sus manos del modo que lo hacían siempre. Cuando terminó esto, vinieron los ancianos de la asamblea, aquellos que hablan por las grandes propiedades, las familias principescas, los clanes sacerdotales. Sus regalos eran más valiosos, su escrutinio de mi persona más intenso. Devolví sus miradas con seguridad y aplomo. Era consciente de ser el hombre más joven de la sala, mucho más joven que cualquiera de los ancianos, más joven que cualquiera de la casa de los hombres. Pero era el rey.

Sentí la sagrada fuerza que es una especie de gloria, y me recreé en ella. Pero incluso entonces una oscura sombra gravitaba sobre mi alegría, porque recordaba a Lugalbanda tendido sobre su losa de alabastro, y recordaba el día que me detuve junto a las murallas de la ciudad y observé los cadáveres de los ríos descender flotando por el río. Era consciente en todo momento de la amarga burla de los dioses para con nosotros, incluso para con aquellos cuya grandeza se aproxima a la suya: No olvides nunca que eres mortal, no olvides nunca que no tienes más que un breve momento de grandeza antes de ser arrastrado a la Casa del Polvo y la Oscuridad. Esos asuntos helaban mis más cálidos momentos. Y sin embargo era joven; y sin embargo era fuerte; aparté de mí el pensamiento de la muerte apenas brotó en mi interior, y me dije, como había hecho cuando niño: ¡Muerte, te derrotaré! ¡Muerte, te devoraré!