—Durante todo el tiempo de Dumuzi —estaba diciendo el gran terrateniente Enlil-ennam— aguardamos tu regreso. Porque Lugalbanda está en ti.
Le miré, sorprendido. ¿Era tan conocido ese hecho en Uruk? Pero entonces me di cuenta de que tan sólo se trataba de un modo de hablar. Era simplemente como si hubiera dicho: La sangre de Lugalbanda fluye por tus venas. Y todo el mundo sabía eso.
—Fue una época oscura para nosotros —dijo el canoso Ali-ellati, cuyos rasgos de nobleza podían ser rastreados hasta noventa mil años más atrás—. Signos y presagios se volvieron confusos. Los dioses no dieron respuestas claras. Los portentos eran siniestros. Vivíamos entre temores y presagios. Y era debido al rey. Sí: debido al rey.
—¿Y qué tipo de rey era Dumuzi? —pregunté.
—Bueno, no era Lugalbanda —dijo Enlil-ennam, con una amplia sonrisa presuntuosa—. No era Enmerkar.
—Ni siquiera era Dumuzi —dijo Lu-Meshlam, cuyas propiedades eran como un pequeño reino dentro del reino—. Hubiera bastado con ser Dumuzi, si uno no podía ser Enmerkar. ¡Pero él ni siquiera era Dumuzi! —Y todos se echaron a reír ante aquello.
—¿Qué es lo que estáis queriendo decirme? —pregunté.
Poco a poco, desplegaron ante mí el relato de un reinado débil y lastimoso, éste hablando un poquito, luego ese otro prosiguiendo la historia con más detalles. Un hombre estúpido, hinchado por el orgullo: proyectos mal elaborados, aventuras militares abortadas, la elevación al poder de arribistas y nulidades, estúpidas peleas con los grandes hombres de la ciudad, negligencia de los rituales, fondos públicos consumidos en absurdos mientras las necesidades no eran reparadas…, el triste relato siguió y siguió. Una vez roto el dique, el flujo de sus acusaciones era interminable. Me sentí algo embarazado por ellos mismos ante todo lo que escuchaba: porque, ¿quién había puesto a Dumuzi en el trono, en el momento de la muerte de mi padre, sino ellos? La vieja sacerdotisa Inanna debió tener alguna razón para proponerle, y ellos pared aceptarlo, y creo que esa razón debió ser que era doblegable y maleable, como un metal muy blando. Pero al parecer los nueve años de su reinado no les habían reportado los beneficios que habían esperado sacar de todo ello. Lo cual no era una sorpresa muy grande, si habían elegido a sabiendas a un hombre débil. Así que ahora se volvían ansiosamente, alegremente, esperanzadamente, hacia uno fuerte, en cuyas venas fluía la sangre de la grandeza. No podía impedir el sentir un cierto desprecio hacia su locura. Pero fui rápido en perdonarles. Habían visto su error; se estaban redimiendo por sí mismos de él; y, si no habían sabido comportarse de acuerdo con las normas divinas cuando habían elegido a Dumuzi, tampoco podía reprochárselo. La culpa no había sido suya. La culpa era de los dioses.
—Habladme de la muerte de Dumuzi —dije.
Se volvieron evasivos.
—Los cielos le retiraron el reinado —dijo Lu-Meshlam, y los otros asintieron juiciosamente.
—Comprendo eso —dije con impaciencia—. ¿Pero cómo murió?
Se miraron los unos a los otros. Nadie habló. Tuve que sonsacárselo. Una muerte horrible y larga, dijeron. Una lenta degradación, en medio de grandes dolores. Los dioses lo abandonaron y varios demonios entraron en éclass="underline" Ashakku, Namtaru, Utukku, Alu el creador de fiebre, el enfermador, el espíritu maligno, el diabólico. Ninguna puerta podía aislarles de su cuerpo. Ningún cerrojo podía hacerles retroceder. Se deslizaban como serpientes a través de todas las aberturas de Dumuzi. Soplaban como el viento a través de los goznes de su espíritu. Los adivinos lucharon poderosamente, pero no había ninguna forma de curarle, nadie comprendía siquiera la enfermedad que lo consumía.
El viejo sacerdote Arad-Nanna, cuando los ancianos acudieron a él con su lúgubre exposición, dijo:
—El error residió en la elección de su nombre. Hay una maldición sobre Dumuzi que fue proclamada ya en el primer día del tiempo. ¿Cómo podía esperar escapar de ella con tal nombre, en esta ciudad entre todas las ciudades?
En esos momentos yo estaba preocupado por otros pensamientos, y supongo que no presté demasiada atención a esas palabras de Arad-Nanna. Sólo después, cuando me senté a solas para pensar profundamente en todas aquellas cosas, capté su posible significado: En esta ciudad entre todas las ciudades. Se refería a la ciudad de Inanna. ¿Quién es el gobernante último de Uruk, más allá de la asamblea, más allá del rey? ¡Bien, la diosa, nadie más! Y en la propia naturaleza de la diosa está el que su destino es destruir al dios Dumuzi, el sagrado pastor: es un relato que aprendernos en nuestra infancia. ¿Había restablecido la sacerdotisa Inanna, con el rey Dumuzi, la caída que la diosa Inanna restablece cada año en los cielos sobre el dios Dumuzi? Todo parecía gritar sí a eso. Me había enviado aquel sello cilíndrico, cuando yo aún estaba en Kish, mostrándome la muerte de Dumuzi y el triunfo de Inanna, y yo había dado por sentado que ella estaba arrojando sobre él algún conjuro que lo llevaría a su fin. ¿Pero se había limitado a los conjuros, o había recurrido a pociones? Repasé de nuevo todo lo que había oído acerca de los sufrimientos del rey, sus fiebres, su agonía, su consunción. Y empecé a sentirme intranquilo. Si Inanna podía eliminar a un rey, podía eliminar igualmente a otro cuando lo creyera conveniente. Y en Uruk, cada rey representa el papel de Dumuzi ante la diosa, se llame realmente Dumuzi, o Lugalbanda, o Enmerkar…, o Gilgamesh.
Medité profundamente en eso: Inanna y Dumuzi, Dumuzi e Inanna. Mi mente retrocedió, como lo había hecho a menudo desde mi infancia, a esa historia de su descenso a los infiernos, en aquellos tiempos en que ella codiciaba conquistas más allá del reino que le correspondía.
Gobernar sobre cielos y tierra no era suficiente para ella. También tenía que conseguir el mundo inferior, el reino donde gobierna su hermana mayor, Ereskigal. Así que se reviste con su gran atuendo escarlata del poder, su corona, su doble tira de cuentas de lapislázuli, sus cubrepechos, su anillo, la vara medidora de lapislázuli y la cuerda de su autoridad; y se encamina a ese lugar de Uruk que es la puerta del infierno, e inicia su camino hacia abajo. “Si no regreso en tres días”, le dice a la diosa Ninshubur, su visir, su mano derecha, “ve a Padre Enlil, suplícale que me deje libre.”
En la primera puerta del mundo inferior el guardián de la puerta le bloquea el camino y quiere saber por qué ha venido. Ella le ofrece una falsa respuesta, pero el cuidador de la puerta no se deja engañar; tiene instrucciones de su reina Ereshkigal de privar a Inanna de su poder y conducirla a la humildad. Así que en la primera puerta el guardián toma la corona de la diosa; y en la segunda puerta le pide las cuentas de lapislázuli; y así en cada una de las siete puertas, hasta que el propio atuendo escarlata real es retirado de ella, y entra en la habitación del trono de Ereshkigal desnuda, inclinada sobre sí misma. Porque cualquiera que se presente ante la reina del mundo inferior debe hacerlo desnuda, aunque sea la reina de los cielos. ¡Qué humillación para la orgullosa Inanna! Ni siquiera se le concede la oportunidad de asaltar el trono de su hermana: los jueces del mundo inferior la rodean de inmediato, emiten su juicio, y Ereshkigal fija el ojo de la muerte sobre ella. De esta sencilla manera, Inanna es asesinada. Su cadáver, como un trozo de carne putrefacta, es colgado de un garfio de la pared. Y allá permanece, durante un día y un segundo día y un tercer día, y en el mundo es invierno, porque Inanna ha desaparecido de él.
Entonces Ninshubur se presenta al Padre Enlil y le suplica piedad por la muerta Inanna; pero Enlil no alza una mano para salvarla. Como tampoco lo hace Nanna de la luna, a quien se dirige Ninshubur a continuación. Pero el sabio y compasivo Enki, que conoce el agua de la vida, está dispuesto a acudir en su ayuda. Enki envía dos mensajeros al mundo inferior, y hallan a Ereshkigal en los dolores del parto. “Podemos aliviarte de este dolor”, le dicen, pero deben obtener un regalo a cambio, y el regalo que piden es el cadáver de Inanna. Ereshkigal cede; los enviados alivian su dolor; y luego toman a la muerta Inanna de la pared y la devuelven a la vida. Pero no debe abandonar el mundo inferior, insiste Ereshkigal, a menos que proporcione a alguien que la sustituya.