Ah, ¿y a quién enviará Inanna? ¿A quién sino a Dumuzi, su esposo? Permanece sentado en su espléndido trono bajo el gran manzano en Uruk, vestido con ropas refulgentes y sin emocionarse en lo más mínimo por los tormentos de Inanna. Sí, será Dumuzi. ¿Dónde está el amor de Inanna? ¡Oh, no hay amor! Es su vida o la de Dumuzi, y no vacila. Dumuzi no ha mostrado el menor pesar por la desaparición de Inanna; quizá se sienta bien tras haberse librado de su fastidiosa consorte. Y así se condena. Ella alza la vista con los ojos de la muerte, y grita a siete demonios: “¡Apoderaos de él! ¡Traedlo aquí abajo!” Los demonios lo toman por los muslos; rompen la flauta que ha estado tocando; lo acuchillan con el filo de sus hachas hasta que brota la sangre. Huye. Le siguen. Apetece a los dioses salvarle, y le ayudan en su huida, pero Inanna es implacable, y finalmente es prendido y muerto y arrastrado hacia abajo, al infierno. Es la época en que la gran muerte del verano se aposenta sobre la Tierra, esa época, cuando Dumuzi es despojado de su vida. En verano debe morir, aunque regresa con el otoño, con las lluvias, con el nuevo año, para celebrar el Sagrado Matrimonio con Inanna y dar nuevo nacimiento a todas las cosas. ¿Dónde está la piedad de Inanna en este relato? No hay piedad. Inanna es una fuerza que no será contradicha. Dumuzi debe morir, él que es el rey, él que es el dios.
Dediqué a todo esto mis más atentos pensamientos. Inanna me había hecho rey, eso era seguro: ella y Agga, actuando bajo alguna taimada alianza. Me había hecho, pero también podía deshacerme. Estaría en guardia, decidí, contra cualquier futura representación en Uruk de la historia de la diosa y del dios.
Al tercer día de mi reinado Inanna me llamó. Cuando la diosa llama, incluso el rey debe apresurarse. Nos encontramos en una pequeña estancia del templo, en absoluto majestuosa, con paredes pintadas de rosa y unas cuantas torcidas y desvencijadas sillas que un pobre escriba hubiera considerado demasiado destartaladas para su casa. Ella llevaba una túnica sencilla y su rostro estaba sin pintar. Dos días antes había sido a la vez diosa y sacerdotisa, terrible en su majestad y abrumadora en su belleza. La mujer que vi ahora no se había preocupado este día de asumir su divinidad. Su belleza estaba con ella en cualquier momento, pero su grandeza no se reflejaba hacia todos los que la rodeaban. Y estaba bien así, porque yo había dormido poco en mis dos noches de reinado, y enfrentarse a Inanna en su majestad es un asunto agotador para cualquiera, incluso aunque sea en parte un dios.
Deseaba saber por ella la verdad de la muerte de Dumuzi. ¿Pero cómo podía preguntárselo? “¿Murió a tus manos? ¿Vertiste veneno en su bol, sacerdotisa?” No. No. ¿Debía decir: “Me siento agradecido de que acabaras con mi predecesor, para que yo pudiera conseguir su reino”? No. O quizá: “Soy joven y nuevo en estos asuntos de estado. Dime, ¿es costumbre que la diosa asesine a un rey inútil, cuando la ciudad ya no puede seguir tolerando su inutilidad?” No. Ni tampoco podía suscitar el viejo asunto de haber sido obligado a huir al exilio: “¿Se asustó de pronto Dumuzi tanto de mí quizá porque tú le dijiste que el espíritu de Lugalbanda había entrado en mi cuerpo?”
No, no dije ninguna de esas cosas. Como tampoco ella, que me había mirado con aquella hambre tan feroz en años pasados, me favoreció ahora con el llamear de sus ojos, la salvaje sonrisa del triunfo, el intenso abrazo hacia el que sus planes se habían dirigido desde tanto tiempo atrás. Cuidó mucho de no dejar traslucir nada más allá de lo que se esperaba entre una sacerdotisa y un rey en su primera visita ceremoniaclass="underline" una fría formalidad, una estricta observación de los ritos. No se suponía que Inanna y el rey se besaran con pasión, excepto en la noche del Sagrado Matrimonio, y eso sólo es una vez al año.
De modo que con las frases apropiadas se congratuló de mi ascensión al trono, y me ofreció su bendición; y yo, con idéntica formalidad, me comprometí a servir a la diosa de una forma real. Compartimos el vino dulce en un solo bol, y comimos la carne ¡asada de un buey que había sido sacrificado al amanecer. Cuando todo esto estuvo hecho, hablamos, como dos viejos amigos que no se han visto desde hace mucho tiempo, del pasado, de nuestro primer encuentro en el tembló de Enmerkar, de los acontecimientos de mi temprana juventud, de lo alto y fuerte que me había vuelto en los cuatro años de mi exilio, y de todas esas cosas, pero todo de una manera informal y distante. Ella habló de la muerte de algunos príncipes y ¡grandes hombres mientras yo había estado fuera. Eso la condujo finalmente al tema de la muerte de Dumuzi: se mostró triste, suspiró, bajó los ojos, como si la muerte del rey hubiera sido un gran pesar para ella. Escruté su rostro pero no vi ningún indicio.
—Con mis propias manos lo cuidé —dijo Inanna—. Puse paños fríos en su frente. Yo misma mezclé los medicamentos: el quunabu y el kushumma, las semillas de duashbur, las raíces de nigmi y arina. Pero nada sirvió. Fue marchitándose de día en día basta apagarse. —Sentí un estremecimiento cuando habló de mezclar las medicinas de Dumuzi, y me pregunté qué cosas diabólicas habría mezclado en aquellos polvos para acelerar su paso al otro mundo. Pero no pregunté. Creo saber las verdades que yacen tras las preguntas no formuladas. Pero no pregunté.
13
Entonces todo el peso del reinado cayó sobre mí, y fue mucho más pesado de lo que jamás hubiera imaginado. De todos modos, creo que lo resistí bien.
Estaban los rituales que había que realizar, las ofrendas y sacrificios. Esperaba eso. ¡Pero tantos, tantos! La Festividad de la Comida del Centeno, la Festividad de la Comida de las Gacelas, la Festividad de la Sangre de los Leones, esta festividad y esa otra, un calendario de ceremonias que agotaba el tiempo y las fuerzas del rey. Los dioses son insaciables. Deben ser alimentados constantemente. No llevaba diez días de rey cuando descubrí que el olor de la carne asada y el denso y dulce aroma de la sangre recién derramada me producían nauseas. Debéis comprender que por aquel entonces yo apenas era algo más que un muchacho: sabía que todo este ritual era mi deber, pero hubiera preferido con mucho romper unas cuantas cabezas en la casa de luchas o arrojar jabalinas en el campo de batalla que pasar mis días y mis noches derramando la sangre de animales en aquellas encumbradas ceremonias. Sin embargo conseguí superar esa primera repugnancia y realicé las tareas como mejor supe. El rey no sólo es el líder en la guerra y el portavoz de los dioses en asuntos de estado; es el más alto de los sumos sacerdotes, lo cual es un trabajo formidable.
Así que en la noche correspondiente subí al tejado del templo de An en la primera noche de guardia, cuando la estrella de An había aparecido ya, y presidí la mesa dorada donde se había preparado un festín en honor al Padre Cielo, con comida también para la esposa de An y para las siete estrellas errantes. Ofrecí a esos grandes la carne de nuestro ganado, ovejas y aves, cerveza de la mejor calidad y el vino de dátiles, servido de una jarra de oro. Hice una ofrenda de cada tipo de fruta, y vertí miel y especias aromáticas en los siete incensarios de oro. Di la vuelta a cada uno de los cuatro cuernos del altar y los besé para renovar su santidad.
Bebí vino y cerveza y leche y miel, e incluso aceite, hasta que mi estómago estuvo insoportablemente hinchado de todo ello. En algunos ritos tenía que beber de jarras de sangre fresca, lo cual nunca había hecho de buen grado. En algunos otros rituales llevaba pesadas ropas, y en otros aún iba completamente desnudo. Nunca había una noche sin alguna observancia, a menudo había algunas también durante el día. Los dioses debían ser alimentados. Empezaba a sentirme como un cocinero y un camarero.