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Y también como un matarife, a veces. Para uno de los ritos me trajeron un buey sacrificial demasiado gordo para poder mantenerse en pie: parecía como un gran cilindro de grasa. Me miró con unos grandes y tristes ojos castaños como si supiera que yo era su muerte que se aproximaba, pero era demasiado plácido para protestar. Alzaron su cabeza y pusieron el cuchillo en mi mano.

—Los dioses te crearon para este momento —le dije—. Ahora te devuelvo a ellos. —Lo degollé de un solo tajo. El buey, jadeando, suspirando, se derrumbó sobre sus patas delanteras, pero necesitó mucho tiempo para morir; creí oírle llorar. Dejé que su cálida sangre bañara mi desnuda piel hasta que me sentí pringoso de cabeza a pies. Eso significaba ser rey en Uruk.

Había restricciones y obligaciones sobre mí. En un día determinado del mes no podía comer ternera, y en una noche determinada no podía comer cerdo, y en otra tenía prohibido cualquier tipo de carne cocida. En un cierto día era peligroso para mí comer ajo; en otro día, en bien de la seguridad de la comunidad, se me exigía que me abstuviera de cualquier tipo de relación carnal con mujeres; el día en que se delimitaban los campos con piedras no podía ver el río; y así sucesivamente. Muchas de esas cosas me parecían absurdas, pero las observaba todas. Algunas de ellas sigo observándolas todavía. Pero algunas otras las he ido desechando con los años, y nunca he visto que haya caído ningún castigo sobre mí o sobre Uruk por haberlo hecho.

Esas obligaciones y cargas del reinado se fueron haciendo menos opresivas a medida que me acostumbraba a ellas. De tanto en tanto me descubría anhelando la vida más libre y vital que había llevado como guerrero en Kish; pero esos sentimientos pasaban con rapidez, como los pájaros del invierno que llamean plateados en el cielo azul. Hacía lo que se me requería que hiciera, y lo hacía sin protestar. Un rey que protesta acerca de sus propios deberes no es un rey, es un mero impostor.

Había un rito que hubiera realizado no solo sin protestar sino muy ansiosamente. Pero había empezado mi reinado en pleno verano; ese rito había que esperar hasta el nuevo año. Me refiero al Sagrado Matrimonio, cuando Inanna yacería finalmente en mis brazos.

Finalmente cedió el calor y empezó a soplar del sur ese dulce y suave viento, el Tramposo. En ese viento viaja el aroma del cálido mar; permanecí largo tiempo a solas en la terraza de mi palacio, respirándolo profundamente, dejándolo penetrar en mis pulmones. Es el heraldo, pensé. Pronto cambiará la estación; volverán las lluvias; llegará el tiempo de arar y sembrar. Y antes de que los campos puedan ser sembrados, tiene que serlo la diosa. Temblé con anticipación.

Esa mañana el chambelán a cargo de tales cosas me dijo que tenía que dejar de acostarme con las concubinas de palacio, porque el festival ya estaba cerca. Los días de purificación habían llegado, cuando la semilla del rey debe ser dedicada enteramente a Inanna. Me eché a reír y le dije que haría de buen grado el sacrificio, aunque al cabo de uno o dos días mis pensamientos al respecto eran distintos. Siempre he sentido el empuje del deseo como la orilla siente el empuje del mar, es decir, algo que se produce de una forma rítmica, insistente, incesante. Nada puede contener el empuje del mar; y cuando intenté contener ese otro empuje dentro de mí, lo descubrí casi tan difícil como hubiera sido impedir que las olas se estrellaran contra la playa. Creo que no había estado sin el abrazo de una mujer mucho más de medio día desde que alcanzara la virilidad. Ahora decretaba para mí un gran ahogo de las pasiones, y eso agostaba mi sangre de la forma más sorprendente. Fue un tiempo realmente duro para mí. Lo resistí, pero sólo porque sabía que mi recompensa iba a ser Inanna, acudiendo a mí como las frías lluvias del invierno después de un verano infernal.

Todos los asuntos normales de la ciudad se detuvieron. Se iniciaron los preparativos del festivaclass="underline" la reparación y limpieza de los edificios, los sacrificios, las fumigaciones, los desfiles. Los exorcistas no dejaban de trabajar en todos los rincones de Uruk, arrojando a los demonios más allá de las murallas de la ciudad. Los sacerdotes salían a los secos campos y los rociaban con el agua sagrada de jarras de oro. Los que pertenecían a las castas impuras regresaban a sus poblados temporales fuera de la ciudad, y cualquiera que fuese extranjero a Uruk era invitado también a marcharse.

Yo permanecí encerrado en el palacio, ayunando, purificándome, no comiendo carne, no tocando a ninguna mujer. Durante todo el día inhalaba los humos del sagrado incienso real, que ardía en braseros de largos pies. Apenas dormía, sino que pasaba mis noches entre la plegaria y el canto. Los dioses iban y venían por mi habitación, grandes figuras sombrías que se erguían de pie a mi lado unos momentos y luego se iban. Una noche sentí la presencia de Enlil; otra, desperté de un sueño ligero para ver la encapuchada figura de Enki ante mí, con los ojos reluciendo como carbones encendidos. Las visitas de esos dioses y otros me dejaban helado de terror. Nadie, ni siquiera un rey, puede aceptar fácilmente tales presencias. Si hubiera tenido algún buen amigo a quien quisiera a mi lado me hubiera resultado menos difícil enfrentarme a esos espíritus. Pero por aquel entonces estaba solo. Caminaban por toda mi habitación y pasaban a través de mí como si yo no estuviera allí, y cada vez que lo hacían sentía soplar sobre mí el cortante viento gris del mundo inferior. En aquella estación del año, cuando la sequía mortal que es el verano aferra todavía la Tierra, el mundo inferior está muy cerca: su boca se abre justo debajo del portal que da acceso a Uruk.

Gungunum, el sumo sacerdote de An, acudió a mí la tercera mañana. Mis sirvientes me vistieron con todas mis galas reales, y fui con él a la capilla de palacio. Allá me arrodillé delante del Padre Cielo. Entonces Gungunum me despojó de todos mis ornamentos de rango, y abofeteó mi rostro, y me tiró de las orejas, y me humilló de otras maneras delante del dios, y me hizo jurar que no había nada en mí que fuera indigno a la vista de los dioses; y cuando hubo terminado, me alzó y me vistió con sus propias manos, y me devolvió mi realeza.

Después me tendió un bol que contenía tiernas rodajas del corazón de la palmera, el cogollo joven de la palmera datilera. Consideramos ese árbol sagrado, porque tiene tantos usos como días hay en el año, y nos proporciona comida y bebida, y fibras para cuerdas y redes, y madera para nuestros muebles, y todo lo demás: es un árbol divino. Así que tomé el bol del sacerdote y comí las rodajas del corazón de la palmera, e inmediatamente Dumuzi entró en mí.

Quiero decir el dios Dumuzi, por supuesto, no ese estúpido y superficial rey que había tomado su nombre. El corazón de la palma es la energía que posee el árbol para producir nuevos frutos, y cuando Lo comí, esa energía, que es Dumuzi el dios, pasó a mi interior. Ahora toda la fertilidad estaba encarnada en mí. Yo era la lluvia; yo era la savia que asciende por el tallo; yo era la flor; yo era la semilla. Yo era la fuerza que podía engendrar dátiles y cebada, trigo e higos. De mí brotarían los ríos. De mí fluirían el vino y la cerveza, la leche y la crema. El dios pulsaba dentro de mí, y me sentía estallar con la nueva vida del nuevo año. Cuando contemplé mi cuerpo desnudo vi el rígido cetro de mi masculinidad tendido delante de mí como un tercer brazo, y había una pulsación dentro de él.

Pero Dumuzi sin Inanna no sirve para nada. Había llegado el momento de que liberara la energía del dios en sus receptivas ingles.