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Así pues —al fin, al fin—, la noche del Sagrado Matrimonio estaba al alcance de la mano. La luna se había desvanecido en su lugar de sueño. Aquélla mañana me había bañado en agua pura de la fuente del templo de An, y luego las doncellas habían aceitado mi cuerpo, sin omitir ninguna parte de él, utilizando el dorado aceite exprimido de los más jugosos dátiles. Me puse mi corona y mi ropa, dejando desnuda la parte superior de mi cuerpo. Me llevaron a la oscura casa de Dumuzi, carente de ventanas, al extremo de la ciudad, donde pasé medio día en silencio, vaciando mi mente de todo excepto de la diosa. Os digo que era como un hombre en un sueño, vacío de todo yo, poseído enteramente por Dumuzi. Y a la caída de la noche fui con un bote —el trayecto debía hacerse por agua, de modo que el rey se deslice dentro de la ciudad como la semilla lo hace dentro del seno— hasta el muelle cercano al recinto de Eanna, y desde allí a pie hasta la Plataforma Blanca y el templo donde me aguardaba la diosa.

Ascendí la Plataforma en su extremo occidental, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Conducía una oveja de negros rizos tirando de una correa de cuero, y sujetaba a un niño pequeño descansando sobre mi brazo, como ofrendas a Inanna. Supongo que el aire era cálido o frío aquella noche, y las estrellas eran brillantes o tal vez estaban veladas por la bruma, y posiblemente la brisa arrastrara el perfume de los brotes jóvenes, o quizá no. No sabría decirlo. No veía ni sentía nada, excepto el resplandeciente templo delante de mí, y los lisos ladrillos de la Plataforma bajo mis pies desnudos.

Entré en el templo y entregué el niño a una sacerdotisa y la oveja a un sacerdote, y me dirigí a la gran estancia. Inanna estaba allí. Si vivo doce mil años nunca contemplaré una visión más gloriosa.

Resplandecía como un escudo pulimentado. Brillaba en todo su esplendor. La habían bañado, le habían aplicado ungüentos, habían envuelto su desnudez con marfil y oro y lapislázuli y plata. Tiras de alabastro rodeaban sus muslos, y un triángulo de oro ocultaba sus ingles. Bloques de lapislázuli claro descansaban sobre sus pechos. Hilos de oro trenzado se enredaban por entre su pelo. Había visto todo aquello antes, llevado por ella misma en la noche de su primer Sagrado Matrimonio con Dumuzi, y llevado por su predecesora en tiempos de Lugalbanda. Lo que me maravillaba no era la magnificencia de sus joyas sino la magnificencia de la diosa que parecía resplandecer bajo todo aquello. Del mismo modo que yo me había convertido en la encarnación del poder viril —ahí estaba ese insistente pulsar entre mis piernas para recordármelo—, ella también se había transformado ahora en la deslumbrante esencia de la feminidad. De aquel triángulo dorado en la base de su vientre brotaban ola tras ola de intenso poder, como el resplandor del sol. Extendió sonriente las manos hacia mí, con los dedos abiertos. Sus ojos se encontraron con los míos. Retrocedí a través del abismo de los años hasta aquel otro momento, en aquel mismo templo, cuando la muchachita Inanna me había encontrado vagabundeando, y me había abrazado y había pronunciado mi nombre, y me había mirado directamente a los ojos y me había dicho que yo sería rey, y que ella yacería un día en mis brazos: con mi mejilla apoyada contra los pequeños brotes de sus pechos y su intenso perfume invadiendo mi olfato. Ahora todo lo que había sido profetizado se había cumplido, y estábamos de pie el uno frente al otro en el templo y aquella era la noche del Sagrado Matrimonio, y sus oscuros ojos, resplandecientes como ónice a la luz de las antorchas, ardían con el fuego de la diosa.

—Saludos, Inanna —susurré.

—Saludos, real esposo, fuente de la vida.

—Mi sagrada joya.

—Mi esposo. Mi auténtico amor destinado.

Luego se echó a reír con una risa muy humana.

—¿Lo ves? Todo ha ocurrido como tenía que ocurrir. ¿No es así? ¿No es así?

Oí la música de la celebración. Mis dedos tocaron los de ella —sólo las puntas, pero eran fuego, ¡fuego!—, y caminamos juntos corredor abajo y salimos al porche del templo. La puerta se abrió de par en par delante de nosotros. El luminoso creciente de la luna nueva surgió sobre el templo. Un millar de paires de ojos me devolvieron la mirada allá fuera en la noche. Pronunciamos las palabras de los ritos. Bebimos del cuenco de miel, y derramamos el recipiente de cebada al suelo. Permanecimos allí de pie con las manos unidas mientras se cantaba el himno de la celebración. Tres sacerdotes desnudos pronunciaron bendiciones. La sangre del niño, mi ofrenda, fue untada en mi antebrazo y en su cuello. La carne asada de mi otra ofrenda, la oveja, nos fue ofrecida en bandejas de oro, y tomamos cada uno un bocado. Necesité mil doscientos años para tragar aquel pequeño trozo de carne.

Entramos de nuevo en el templo, precedidos y rodeados por sacerdotisas y sacerdotes, músicos, danzarines, todos saltando y cantando en torno nuestro mientras nos encaminábamos al dormitorio de la diosa. Era una habitación pequeña de alto techo abovedado, donde habían sido esparcidos suaves y tiernos juncos perfumados con aceite de cedro. El lecho que había en su centro era del más negro ébano, incrustado con marfil y oro. Estaba cubierto por una sábana del más fino lino, que llevaba el emblema de Inanna. En torno al lecho había montones de dátiles recién recolectados, formando aún racimos, como estaban en el árboclass="underline" el auténtico tesoro de la Tierra, más precioso que cualquier gema. Inanna arrancó un dátil de un racimo y lo puso tiernamente en mi boca, y luego yo hice la misma ofrenda a ella.

Pensaréis que en este punto yo estaba enloquecido por el deseo y la impaciencia. Pero no, no, el dios estaba en mí y me inundaba con su divina calma. ¿Cuántos años llevaba celebrándose aquel Matrimonio? ¿Qué importaban ahora unos cuantos minutos más? Permanecí tranquilo mientras las sacerdotisas de Inanna la despojaban de sus joyas, sus cuentas, las tiras de alabastro, los anillos, los ornamentos de sus orejas, de sus ojos, de sus labios, de su ombligo. Le quitaron las cuentas que cubrían sus nalgas, y dejaron desnudos sus pechos, que eran altos y redondos y se erguían firmes como los de una muchacha, aunque ya había pasado los veinte años. Y luego alzaron el triángulo que cubría sus ingles y revelaron para mí la zona más íntima de su femineidad, oscura y profundamente cubierta de vello e intensamente perfumada. Y luego las mismas mujeres me despojaron de mis ropas y descubrieron mi cuerpo; y cuando ambos estuvimos desnudos se retiraron de la estancia y nos dejaron solos el uno con el otro. Me acerqué a ella. Me detuve frente a ella. Observé el subir y bajar de sus pechos al ritmo de su respiración. Asomó la lengua entre sus labios, lentamente, haciéndolos resplandecer. Sus ojos recorrieron desvergonzadamente mi cuerpo; y los míos viajaron por todo el suyo, deteniéndose en la plenitud de sus pechos, en la anchura de sus caderas, en el denso triángulo negro que ocultaba el pozo de su femineidad. La tomé ligeramente de la mano y la conduje hacia el lecho.

Por un momento, mientras mi cuerpo flotaba encima del suyo, mi yo-dios parpadeó y desapareció de mí y mi yo mortal regresó. Y pensé en todos los vericuetos de mis tratos con aquella mujer, cómo me había engañado y desconcertado. Pensé en su perversidad, en su oscuro juego, su misterio, su poder. Pensé también en aquel otro Dumuzi, el mortal, al que ella había abrazado año tras año en este mismo rito, y luego, cuando ya no le era útil, había asesinado con absoluta frialdad. Luego el dios se reafirmó de nuevo en mí y todos aquellos pensamientos desaparecieron, y dije, como debe decir el dios a la diosa en este momento:

—Soy el pastor, soy el labrador, soy el rey: soy el desposado. ¡Que la diosa goce!

Ño os contaré qué otras palabras nos dijimos aquella noche. Las cosas que la diosa debe decirle al dios, y el dios debe decirle a la diosa, ya las sabéis, porque esas palabras son las mismas cada año; y las cosas que la sacerdotisa dijo al rey, y el rey a la sacerdotisa, pueden ser fácilmente adivinadas, y carecen de interés. Aparte de dios y diosa y rey y sacerdotisa, también éramos un hombre y una mujer en aquella estancia; y en cuanto a las palabras que fueron dichas por la mujer al hombre y por el hombre a la mujer, bien, creo que son secretas entre esa mujer y ese hombre, y no debo decirlas, pese a que he dicho ya tantas cosas. Dejemos que estas palabras sigan siendo nuestro misterio. El mayor misterio que realizamos aquella noche ya podéis imaginarlo. Sabéis qué ritos de labios y pezones, de nalgas y manos, de bocas e ingles, deben ser efectuados por la pareja sagrada. Su piel era cálida, ardiente como el hielo de las montañas del norte. Sus pezones eran duros como alabastro en mis manos. Hicimos todo lo que había que hacer, antes del acto final, y cuando llegó el momento de éste, lo supimos sin necesidad de decirlo. Penetrarla fue como deslizarse en miel. Cuando nos unimos, ella se rió, y yo supe que era tanto la risa de la muchacha en el corredor como la de la suma sacerdotisa. Yo también me eché a reír, gozando de la realización de mi deseo tanto tiempo aguardado; y luego nuestras risas se perdieron en un sonido más profundo y pesado. Mientras nos movíamos al unísono, ella empezó a hablar con frases balbuceantes que yo no comprendí; el lenguaje de la mujer, el lenguaje de la diosa de la Antigua Manera. Sus ojos giraron hacia arriba de modo que sólo pude ver el blanco. Luego mis ojos también se cerraron, y la abracé fuertemente con ambos brazos. El poder del dios fluyó de mí como fuego líquido, llevó el poder de la diosa que había dentro de ella a su fructificación. Con el derramar de mi semilla nació el nuevo año. Un grito de regocijo brotó de mis labios, y de los de ella, y oímos la respuesta de las melodías de los músicos que aguardaban fuera de la estancia. Fue entonces cuando nos hablamos el uno al otro, primero con nuestros ojos y nuestras sonrisas, luego con palabras. Al cabo de poco empezamos de nuevo el rito, y luego otra vez, y otra y otra vez, hasta que el amanecer trajo sobre nosotros la bendición del nuevo año, y salimos pausadamente del templo para erguirnos desnudos en medio de la suave lluvia que nuestro acoplamiento habría atraído sobre la Tierra.