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Así pues transcurrió la noche del Sagrado Matrimonio, cuando Inanna y yo nos unimos finalmente. Pero fueron la diosa y el dios quienes se desposaron, no la sacerdotisa y el rey; y una vez terminado el festival, seguimos con nuestras vidas separadas, ella en el aislamiento de su templo, yo en medio de mis concubinas en palacio. No volví a verla en las siguientes semanas. Cuando al fin lo hice, en el rito de la siembra del trigo, me trató de una forma fría y formal. Eso era lo correcto y lógico: pero lo odié. Su sabor estaba aún en mi lengua. Sin embargo sabía que no podría volver a abrazarla una segunda vez hasta que la estación del nuevo año hubiera dado otra vuelta, dentro de doce meses. Aquel conocimiento me dolía.

Las ataduras rituales y las responsabilidades nos mantenían de todo modo en constante comunicación. En Uruk el rey es el brazo derecho de la diosa, y su espada; y ella es el sagrado bastón en que él se reclina. Sin la diosa, no habría rey; sin el rey, la diosa no podría llegar a las almas de la gente. Así que ambos estaban unidos para siempre, centros gemelos de la ciudad, el uno girando en torno al otro y todo lo demás girando a su alrededor.

La suave lluvia de Tashritu dejó paso, a principios del mes de arahsamna, a lluvias que no eran en absoluto suaves: torrenciales aguaceros que avanzaban casi cada día desde el cielo septentrional. El reseco suelo la bebió primero ávidamente, pero pronto su sed estuvo saciada, y las tormentas siguieron vertiéndose sobre toda la Tierra. En este tiempo empecé a dedicar toda mi atención al estado de los canales. No se habían efectuado las reparaciones necesarias durante el último año del reinado de Dumuzi. Si las lluvias continuaban con aquella fuerza y no era retirado el lodo de los canales, era probable que sufriéramos más de una inundación a principios de la primavera.

Estaba profundamente ocupado en estos asuntos, conferenciando con mi chambelán de las aguas y mi supervisor de los canales y otros tres o cuatro altos funcionarios, cuando mi virrey de palacio entró en la cámara real. Un sacerdote del templo de Enmerkar, dijo, había traído un mensaje de Inanna. Me necesitaba con urgencia. Al parecer, un demonio había tomado residencia en su árbol huluppu, y yo debía arrojarlo de allí.

Mi mente estaba ocupada enteramente con las necesidades de los canales, de modo que supongo que no hice ningún intento por velar mi impaciencia. Miré sorprendido al virrey y dije bruscamente:

—¿Acaso no puede encontrar a ningún otro exorcista?

Hubo algunos murmullos por parte de los funcionarios que estaban a la mesa conmigo. Oí su tono desaprobador, y al principio pensé que estaban tan irritados como yo por aquella interrupción de nuestro trabajo; pero no, lo que les turbaba era mi hosco rechazo, no la inoportuna petición de Inanna. Me miraron inquietos. Por un momento nadie habló.

Luego el supervisor de los canales murmuró, sin mirarme directamente:

—Corresponde al rey efectuar esas tareas, mi señor, cuando se le solicita. —Un repentino sudor hizo brillar su rostro. Extendí las manos ante él.

—Tenemos un importante trabajo…

—Las peticiones de Inanna no pueden ser ignoradas, oh majestad —dijo suavemente mi virrey, tocándose la frente con el mayor de los tactos.

—Los canales… —dije.

—La diosa —dijo el chambelán de las aguas.

—¿Todos vosotros pensáis lo mismo? —pregunté, mirando a todos a mi alrededor.

Esta vez nadie habló. Pero no había confusión en su insistencia. Cedí, y cedí con una sonrisa. No sabía ninguna otra forma de ceder, excepto con una sonrisa. ¿Qué podía hacer? No había otra salida: por atareado que estuviera, debía acudir al templo inmediatamente, y librar el árbol de Inanna de su demonio.

Aquel árbol huluppu era, y de hecho aún es, una enorme masa vegetal de graciosas ramas caídas, que fue plantada por la diosa en el jardín de su templo hacía cinco mil años. El suelo donde crece es tan sagrado que un puñado de la negra tierra junto a sus raíces es suficiente para curar muchas dolencias del espíritu; en primavera las mujeres estériles acuden a él y abrazan su tronco, y muchas se vuelven fértiles por el gotear de su savia; y con sus hojas se hace un té verde que es usado a veces para adivinar el futuro. Es un árbol noble y sagrado, y no me gustaría oque sufriera ningún daño. Pero tenía la impresión de que Inanna hubiera podido cuidarse ella misma de su árbol, y dejarme a mí libre para ocuparme de los canales.

En la segunda guardia de la mañana —la lluvia había parado por un tiempo; el cielo estaba brillante y claro, el aire tenía ese aroma a limpio de principios de verano— acudí al jardín del templo en compañía de un grupo de los hombres más jóvenes de palacio. El árbol huluppu, amplio y enorme, se erguía en la esquina nordeste del recinto, dominando todo lo demás. Media docena de quejumbrosas sacerdotisas permanecían de pie a su lado, y una docena de viejas mujeres de la ciudad giraban lentamente arrastrando los pies en un amplio círculo a su alrededor, cantando una átona letanía.

No se necesitaba ser un experto jardinero para comprender que algo le ocurría al árbol. La lluvia había barrido casi todas sus largas y estrechas hojas, que ahora permanecían apiladas en grandes montones en el suelo. Aquellas que aún no habían caído estaban mustias y amarillentas, y las propias ramas parecían fláccidas y laxas. Me acerqué a él y puse mis manos contra su gruesa y arrugada corteza, como intentando captar al demonio que había tomado residencia en él. Pero todo lo que sentí fue la gruesa y arrugada corteza. Había traído conmigo a un tal Lugal-amarku, un hombre bajo y jorobado con unas cejas negras que se juntaban sobre su nariz, y que sabía de encantamientos y exorcismos. Puso también sus manos sobre el tronco, y las retiró corno si se las hubiera quemado. —¿Y bien! —dije—. ¿Qué has descubierto? —No un demonio, mi señor. ¡Tres! —Ah —dije—. ¿Tres, dices? Aquello era fastidioso. Pensé en el limo acumulándose en el fondo de los canales, y en la lluvia que a buen seguro volvería dentro de pocos días. ¿Entonces, tres demonios? ¿Tres? Oí a mis espaldas el susurrar de las sacerdotisas y las viejas mujeres. Miré a mi alrededor, y vi a Inanna avanzando a largos pasos hacia mí, sin preocuparse del enfangado suelo que manchaba el borde de su blanca túnica a cada paso. Era la segunda vez que la veía desde el amanecer siguiente al Sagrado Matrimonio. Al instante llameó en mi mente la visión de aquella noche, Inanna ante mí, su rostro encendido y enrojecido, sus pechos oscilando. Pero la visión pasó. Me hizo con brusquedad el signo con que la suma sacerdotisa saluda al rey, y yo le hice de vuelta el signo de la diosa.