Dije con suavidad, mirando por entre las ramas de la copa: —Soy el hijo de Lugalbanda, oh Imduguid. Pero este árbol es de Inanna; y te pido en nombre de Lugalbanda que construyas tu hogar en otro sitio. ¿Harás eso por mí, Imdugud? En recuerdo de Lugalbanda, que te quiso bien, ¿lo harás?
No oí respuesta; y no hubo ningún movimiento en las ramas casi desprovistas de hojas. Aguardé en silencio, casi sin atreverme a respirar. Ya no pude sentir la presencia del pájaro de las tormentas. Tuve la impresión de que Imdugud, si realmente había anidado allí, me había escuchado, y había obedecido, y había abandonado el árbol con sus crías y se hallaba ahora flotando muy alto encima de la Tierra. En cualquier caso, le di las gracias.
—Tres —indiqué a los que aguardaban abajo. Antes de abandonar el árbol trepé hasta el extremo de la copa, apoyando con cuidado mis pies en cada una de las ramas. La sexta o séptima a la que llegué parecía contener algo de muerte en ella. Estaba rígida y no cedía a la presión, y su tacto era seco y extraño. Esa rama debía ser cortada, o difundiría su magia mortal al resto del árbol. Así que indiqué a los que miraban abajo que se apartaran, y alcé mi hacha y golpeé la rama hasta que la corté por completo. Era de enorme tamaño, de un grosor tan grande como el tronco de algunos árboles, y no fue sencillo seccionarla, pero finalmente cayó. La empujé hacia fuera para que cayera por encima de las otras ramas de abajo a un terreno despejado en el jardín. Luego bajé, saltando el último trecho del camino y cayendo de pie con un grito de alegría. Inanna, pálida y silenciosa, me miró de una forma que nunca antes había vasto en ella: había maravilla en sus ojos.
—Los demonios se han marchado de tu árbol, mi dama —dije.
Sentí el calor del trabajo bien hecho. Si había arrojado realmente fuera de allí a Lilitu y el Imdugud, o incluso si habían ocupado en primer lugar el árbol, ¿quién podía decirlo? Pero respecto a la serpiente no había ninguna duda; y un poco más tarde, aquel mismo invierno, el árbol huluppu de Inanna empezó a hacer brotar nuevas ramas, de tal modo que en primavera parecía tan sano corno siempre. Quizá el feroz aliento de la serpiente en sus raíces había ocasionado todo el daño, o quizá los otros dos demonios también habían estado atormentándolo. No sabría decirlo. Sólo diré que el árbol se recuperó, después que yo hube terminado mi trabajo con él.
De la rama muerta que corté, Inanna se hizo hacer un trono y una cama para ella. Con la madera restante quiso que se hiciera un regalo para mí, un tambor y una baqueta, tallados del modo más elegante por el artesano Ur-nangar, cuya mano debió ser guiada por el propio Enki. La baqueta estaba tan perfectamente equilibrada que casi parecía volar a mi mano cuando la cogía, y me bastaba el más pequeño movimiento de la muñeca para arrancar del tambor los más intrincados sones. El propio tambor estaba tan pulido que su superficie parecía la piel de las nalgas de una doncella; y como parche Ur-nangar utilizó la piel de una gacela nonata, tensada y mantenida en su lugar con cuerdas hechas con la tripa de su madre. Nunca hubo un tambor, ni una baqueta, en todo el mundo, que igualara el que Ur-nangar hizo para mí a petición de Inanna. Ahora está perdido para mí, y creo que no pasa un día en el que no desee tenerlo de nuevo a mi lado.
Durante los años que estuvo conmigo, utilicé el tambor de Ur-nangar de dos maneras particulares. Una, que fue la más conocida por los ciudadanos de Uruk, como llamada de guerra: cuando llegaba el momento de reunir las tropas, salía a la plaza fuera del palacio y lo tocaba en un ritmo rápido, y todo el mundo sabía lo que quería decir con él. “Escuchad”, exclamaban, “¡Gilgamesh llama a guerra!” Y a este sonido la ciudad empezaba a agitarse, sabiendo que pronto habría nuevos héroes, y también nuevas viudas.
El otro uso que tenía para el tambor era mucho más íntimo. Para mí era la puerta al mundo de los dioses. Quizá hubiera un poder divino en el tambor, procediendo como procedía del sagrado árbol huluppu de Inanna, o quizá quedara aún algún remanente de la magia del pájaro Imdugud en él. No lo sé.
Este era su don: cuando me retiraba a mis habitaciones más privadas y empezaba a golpearlo suavemente de una cierta manera, me arrastraba hacia arriba y fuera de mí mismo al reino donde mora Lugal-banda. Con él podía apelar a voluntad a todas aquellas cosas que surgían en mí cuando el aura del dios estaba sobre mí. Sentía el zumbido, veo un luminoso resplandor en tonos dorados y bermellones y profundamente azules, podía hallar una entrada a otro lugar, donde había una escalera que ascendía al cielo o una columna de negra agua en la que sumergirme o un túnel, que se curvaba hacia abajo y se alejaba de mí, invitándome a correr a lo largo de sus resplandecientes paredes cilíndricas. Y aquel lugar era el lugar de los dioses. Cuando estaba allí, cambiaba de forma, flotaba, volaba. Chillaba como un águila, rugía como un león. Viajaba por el submundo hasta la región de los monstruos. Cenaba con los dioses y los semidioses. Danzaba con los espíritus. Hablaba el lenguaje de los sueños. Me convertía en el compañero del Pájaro del Trueno; veía todas las cosas, toda la sabiduría se abría ante mí. Creo que Etana de Kish debió tener un tambor así, y lo utilizó para saltar al cielo, en vez de ser alzado por las alas de un águila como nos hace creer la vieja historia.
No usaba a menudo el tambor de esa forma. Era demasiado extraño y aterrador, y un drenaje demasiado profundo de mis energías, que necesitaba para las tareas diarias del reino. Cuando volvía de uno de esos vuelos, me dolían las mandíbulas y a veces mi lengua estaba hinchada como si me la hubiera mordido en mi éxtasis, y me sentía desconcertado y débil durante horas e incluso días después. De modo que se trataba de algo secreto, a lo que me dedicaba sólo cuando la necesidad era muy grande en mí, ya fuera, por razones cerca de ser un dios.
15
Volvieron las lluvias, más intensas que nunca, y el problema de los canales se hizo urgente.
En los días anteriores a que mi nación llegara a la Tierra, cuando el pueblo de la Antigua Manera vivía aquí, aquellos que usaban hoces de arcilla y vivían en cabañas de barro, no había canales. Cada primavera, cuando las nieves de las montañas del norte se fundían, los Dos Ríos crecían y estallaban fuera de sus orillas y las aguas se derramaban por todos los campos, inundando las cosechas y los poblados. Algunos años la inundación era grande, y el trabajo de años resultaba destruido. Otros años las aguas se retiraban rápidamente bajo el cálido sol de la estación seca, y no quedaba humedad suficiente para mantener con vida las cosechas. Incluso en los años de inundaciones, cuando el agua cubría los valles durante todo el verano, gran parte de la Tierra permanecía desierta, demasiado seca para cualquier uso, y no había forma de transportar el agua de los lugares inundados a los lugares secos. Era una terrible forma de vivir.
Cuando conquistamos al pueblo de la diosa y les arrebatamos la Tierra, encontramos otra manera. Fue el hijo de Enlil quien nos la mostró, Ninurta, el dios guerrero, dios del tormentoso viento del sur. Ocurrió que Ninurta se enzarzó en una pelea con el demonio Asag, que moraba en el mundo inferior; y Ninurta bajó al mundo inferior y mató al demonio tras una terrible batalla. Pero la muerte de Asag desencadenó una gran calamidad sobre la Tierra: porque era Asag quien mantenía a raya al dragón Kur, que es el río que fluye a través del mundo inferior. Cuando Asag murió, el Kur quedó libre y brotó a la superficie de la tierra, y las hediondas aguas del río subterráneo se derramaron en las tierras a la luz del día y todo se vio inundado.