—¡Vamos, amigo, arriba, los dioses requieren nuestros servicios!
Y, por débiles que se sintieran, volvían a alzarse y se ponían a trabajar de nuevo. Los empujé duramente —los empujé sin piedad—, pero me empujé a mí mismo más duramente aún. Grandes piras de madera aromática purificaban el lugar donde trabajábamos, y Enlil estaba complacido, y el trabajo adelantó rápidamente y bien. Todo fue bien en Uruk aquel invierno. Cuando llegaron las crecidas en la primavera, los canales recibieron y almacenaron el agua extra, y no hubo inundaciones. Me regocijé en mi reinado.
16
Luego, el primer día de verano, aparecieron los mensajeros de Agga de Kish y exigieron que le pagara tributo.
Eran tres, funcionarios de su corte, hombres a los que conocía de mi estancia en Kish. No me di cuenta, cuando llegaron, que venían como enemigos. Les recibí cálidamente y les ofrecí una gran fiesta en su honor, y estuvimos hasta muy entrada la noche, hablando de tiempos pasados, de las fiestas en el palacio de Agga, de las guerras contra los elamitas, de los cambios del destino que habían sufrido éste y aquél a los que había conocido en Kish. Abrí el vino del barril de Enki en su honor, y sacrifiqué tres de los bueyes de los campos de Enlil.
—Decidme —quise saber—, ¿cómo sigue mi señor Agga, mi padre, mi benefactor? —Y me contaron que Agga seguía bien, que su amor por mí era grande, que cuando hablaba con sus dioses nunca dejaba de pedirles que velaran por mi constante bienestar. Di a cada uno de los enviados una concubina seleccionada de entre las mejores y los envié a las mejores habitaciones de que disponía el palacio para que pasaran la noche. Al día siguiente me dijeron que traían un mensaje de Agga el rey, y depositaron ante mí una tablilla de gran tamaño, sellada en una funda costosa de arcilla blanca que llevaba el sello real de Kish. Sus ojos, cuando depositaron la tablilla delante de mí, se apartaron rápidamente; hubiera debido tomar aquello por una señal.
—Pedirnos permiso para retirarnos —dijeron entonces, y les despedí.
Cuando se hubieron marchado, rompí la envoltura de arcilla blanca y extraje la tablilla, y empecé a leerla. Y mis ojos se fueron abriendo más y más a cada línea que leía.
Empezaba de una forma rutinaria, las fórmulas habituales, Agga hijo de Enmebarragesi, rey de Kish, rey de reyes, señor de la Tierra por méritos de Enlil y An, a su amado hijo Gilgamesh hijo de Lugalbanda, señor de Kullab, señor de Eanna, rey de Uruk por méritos de Inanna, y así, seguida por piadosas expresiones de deseo de que siguiera en buena salud y prosperidad, y así, seguida por expresiones de pesar de que Agga no hubiera sabido últimamente ni una palabra de su amado hijo Gilgamesh, ni noticias del reino que Agga había colocado en manos de su amado hijo. Ése fue mi primer indicio de próximos problemas, ese recordatorio de que Agga había ayudado a hacerme rey de Uruk; era cierto, sí, pero quizá era un poco carente de tacto por su parte llamar mi atención hacia ese punto. No era como si me hubiera alzado desde la más completa oscuridad para concederme la corona; yo era hijo de un rey, y el elegido de la diosa.
Pero rápidamente vi hacia dónde iba. Estaba implícito en su fórmula de saludo: “rey de reyes, señor de la Tierra”. Ése era el antiguo título del rey de Kish, que nadie se había molestado nunca en cuestionar. Pero el uso que Agga hacía de él ahora parecía decir claramente que me consideraba como un vasallo. Y, de hecho, yo había jurado fidelidad a él cuando llegué como un joven fugitivo a su ciudad. Seguí leyendo, presa de una creciente inquietud.
Ahora empezaban las peticiones de tributo. No lo llamaba tributo, por supuesto. Hablaba de ello como de un “regalo”, una “ofrenda”, la “donativos de mi amor”. Pero de todos modos era un tributo. Tantas ovejas, tantas cabras, tantos barriles de aceite, tantas jarras de miel; estos gur de vino de dátiles, estas mana de plata, estos gu de lana, estos gin de lino fino; tal cantidad de esclavos, tal cantidad de esclavas, de estas y estas edades. La petición iba acolchada entre los términos más suaves y agradables, sin el menor indicio de ultimátum. Parecía estar diciendo que era innecesario utilizar un lenguaje amenazador, puesto que esos regalos y (donativos eran algo que con toda evidencia le debía, algo que debía pasar del leal hijo al benigno padre, del vasallo al sereno señor.
Me vi hundido en la confusión. Esta misiva de Agga me robaba no sólo mi reinado sino también mi hombría. Pero le había jurado fidelidad, ¿no? Se la había jurado por la red de Enlil. Y ahora me veía atrapado en esa red. Mis mejillas ardían; lágrimas de rabia brotaron de mis ojos. Leí el mensaje cuatro veces consecutivas, y cada vez las palabras eran las mismas, y eran palabras de condenación. Hubiera debido prever eso, pero no lo había hecho. Agga me había recogido cuando estaba sin hogar; Agga me había dado rango y. privilegios en su ciudad; Agga había conspirado con Inanna para hacerme rey. Y ahora me presentaba la factura. ¿Pero cómo podía pagar su precio, y seguir manteniendo la cabeza alta entre los reyes de la Tierra, y entre la gente de Uruk?
Cuando se hizo oscuro acudí solo al santuario de Lugalbanda y me arrodillé: y susurré:
—Padre, ¿qué debo hacer?
El aura del dios descendió sobre mí, y oí a Lugalbanda decir calmadamente dentro de mí:
—Le debes a Agga amor y respeto, y nada más que eso.
—¡Pero mi juramento, padre! ¡Mi juramento!
—No decía nada de tributo. Si le pagas esas cosas, te estarás vendiendo, a ti y a tu ciudad, para siempre. Te está probando. Desea saber hasta qué punto te posee. ¿Te posee?
—Nadie me posee excepto los dioses. —Entonces ya sabes lo que tienes que hacer —dijo Lugalbanda dentro de mí.
Pasé la noche rezando, ante este y ese otro dios, yendo incansable de un lado para otro de la ciudad, de templo en templo. A la única deidad a la que no consulté fue a Inanna, aunque era la diosa de la ciudad. Porque hacer eso hubiera sido confesarme ante la sacerdotisa Inanna, y no quería que ella supiera mi vergüenza en este asunto.
Por la mañana, mientras los enviados de Agga eran entretenidos entre mujeres y canciones, envié mensajeros a todos los ancianos de la asamblea, diciéndoles que acudieran inmediatamente a palacio. Sumido en rabia y ansiedad, paseé arriba y abajo ante ellos, con las venas sobresaliendo de mi cuello, el sudor de mi frente, hasta que finalmente pude conseguir hablar. Entonces dije:
—Se nos ha pedido que nos sometamos a la casa de Kish. Se nos exige que paguemos tributo. —Empezaron a murmurar, todos. Yo alcé la tablilla de Agga y la agité furioso y leí en voz alta la lista de demandas. Cuando terminé miré a mi alrededor en torno a la habitación y vi sus rostros: pálidos, tensos, crispados por el temor—. ¿Cómo podemos someternos a esto? —pregunté—. ¿Somos vasallos? ¿Somos siervos?
—Kish es muy poderosa —dijo el terrateniente Enlil-ennam.
—El rey de Kish es el señor de la Tierra —dijo el anciano Ali-ellati, de noble y venerable linaje.
—No es un tributo excesivo —dijo blandamente el rico Lu-Meshlam.
Y todos ellos asintieron y agitaron las cabezas y murmuraron, y vi que se oponían completamente a cualquier desafío contra Kish.
—¡Somos una ciudad libre! —exclamé—. ¿Tenemos que rendirnos? —Hay pozos que perforar y canales que abrir —señaló Ali-ellati—. Paguemos lo que pide Agga, y dediquémonos a nuestros asuntos en paz. La guerra resulta muy cara.