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La sangre cantó en mis oídos cuando contemplé el mar de invasores.

Las barcazas de Agga atestaban nuestros muelles. Las tropas de Kish hormigueaban en los desembarcaderos. Vi los estandartes de Kish, esmeraldas y carmesíes. Vi rostros muy bronceados, hombres a los que conocía, los guerreros con Los que había barrido las fuerzas de Elam como si fueran meros flecos nubosos. Bajo el feroz sol de pleno verano, llevaban sus chalecos de grueso fieltro negro sin muestras de incomodidad; la luz brillaba como fuego en sus resplandecientes casos de cobre. Vi a dos de los hijos de Agga; vi a seis altos oficiales de la campaña de Elam; vi a Nam-hani, mi viejo auriga, y él me vio y agitó una mano y señaló y sonrió mostrando los tocones de los pocos dientes que le quedaban, y me llamó por el nombre por el que había sido conocido en Kish.

—¡No! —rugí—. ¡Gilgamesh! ¡Soy Gilgamesh! —Gilgamesh —me respondieron—. Mirad, es Gilgamesh, ¡Gilgamesh el rey!

Yo no llevaba escudo y permanecía allí expuesto contra el cielo, pero no sentía miedo. No se atreverían a apuntar un arma contra el rey de Uruk. Los estudié de sur a norte, los cientos de ellos, quizá los miles. Habían levantado tiendas; estaban allí para un largo asedio.

—¿Dónde está Agga? —llamé—. Traed a vuestro rey. ¿O acaso tiene miedo de mostrarse?

Apareció Agga. Si yo no temía mostrarme sobre la muralla, él no podía hacer menos. Salió de una de las tiendas más alejadas, avanzando lentamente, más gordo que nunca, una montaña de carne, piel rosada, recién afeitado de cráneo a barbilla. No llevaba ningún arma; se apoyaba en un bastón de madera negra tallado en curvas y ángulos que turbó mi mirada. Cuando estuvo cerca debajo de mí le hice una graciosa reverencia y dije con voz calmada:

—Te doy la bienvenida a mi ciudad, padre Agga. Si me hubieras enviado noticia de tu visita, hubiera estado mejor preparado para agasajarte.

—Tienes buen aspecto, Gilgamesh. Te doy las gracias por el abrazo que me enviaste.

—Era mi obligación.

—Había esperado más.

—Sí, naturalmente. ¿Dónde está mi emisario Bir-hurturre, padre Agga?

—Estarnos discutiendo algunas cosas con él, en una de nuestras tiendas.

—Me han dicho que fue golpeado y pateado y derribado al suelo, y llevado a ser torturado, padre Agga. Creo que yo traté con más amabilidad a tus enviados.

—Se mostró poco amable. Le faltó educación. Le estamos enseñando cortesía, hijo mío.

—En Uruk soy yo quien enseña tales lecciones, nadie más —dije—. Devuélvemelo, y entonces te invitaré a entrar para la fiesta que es mi obligación ofrecer a un huésped tan noble como tú.

—Ah —dijo Agga—. Creo que me invitaré a entrar yo mismo. Y traeré conmigo a tu lacayo, cuando haya terminado con él. Abre tus puertas, Gilgamesh. El rey de reyes así lo decreta. El señor de la Tierra así lo decreta.

—Que así sea —respondí. Me di la vuelta, y arrojé la bandera hacia un lado por la parte de dentro de la muralla. Era la señaclass="underline" abrimos todas las puertas a la vez, y salimos en tromba contra los hombres de Kish.

Cuando un enemigo llega a las puerta de una ciudad amurallada menudo lo mejor es aguardar dentro, especialmente si el enemigo ha sido tan temerario como para llegar en pleno verano. En ese tiempo seco no hay comida fuera de las murallas, excepto lo que se halle almacenado en los graneros exteriores, y cuando esto se ha agotado, a los asediadores no les queda nada. Dentro, teníamos reservas suficientes para resistir hasta el invierno, y cantidades ilimitadas de agua fresca. Sufrirían más ellos que nosotros, y finalmente tendrían que retirarse: ésa es la táctica habitual.

Pero generalmente no se aplica la táctica habitual. Agga comprendía esas cosas tan bien como yo; de hecho, mucho mejor. Si había elegido establecer el asedio en verano, era evidente que no tenía intención de que el asedio fuera largo. Y así sospeché que pretendía efectuar un ataque directo. Las murallas de Uruk —construidas por Enmerkar— no eran muy altas, como suelen serlo las murallas de las grandes ciudades. Sin duda en aquellas barcazas de Agga había gran cantidad de escaleras de cuerda, y en poco tiempo los guerreros de Kish estarían trepando por nuestras murallas en un centenar de sitios a la vez. Mientras tanto, sus hacheos intentarían abrir una brecha en las murallas por abajo: conocía aquellas hachas de Kish, que podían cortar fácilmente los viejos ladrillos de nuestras murallas. Así que era inútil sentarse en el interior de la ciudad aguardando a que ellos atacaran. Yo tenía más hombres a mi mando que los que Agga había traído consigo: una vez estuvieran dentro de las murallas, arrojando antorchas hacia todos lados, estaríamos a su merced, pero si podíamos derrotarles en los muelles estaríamos salvados. Teníamos que ser nosotros quienes lanzásemos el ataque.

Salimos con nuestros carros por cinco puertas a la vez. Creo que no esperaban que emergiéramos tan pronto, o quizá ni siquiera que emergiéramos. Eran confiados y arrogantes, y pensaban que yo iba a arrodillarme ante Agga sin la menor resistencia. Pero caímos sobre ellos con las hachas alzadas y las lanzas llameando. El carro de Zabardi-bunugga iba en vanguardia, con otros diez justo detrás, manejados por los más espléndidos héroes de la ciudad. Los hombres de Kish se enfrentaron a aquella primera oleada con valor y energía. Sabía lo bien que podían luchar; de hecho, los conocía mejor que a mis propios soldados. Pero mientras se producían las primeras escaramuzas bajé de la muralla y subí a mi propio carro, y conduje yo mismo la segunda oleada de asalto.

Seré claro al respecto: cuando los hombres de Kish me vieron, el terror golpeó sus cuerpos e inmovilizó sus almas. Todos ellos me conocían de las guerras de Elam, pero aunque me recordaban no me recordaban tan bien como hubieran debido hasta que me vieron conduciendo rni carro en medio de todos ellos, arrojando igual mis jabalinas con la derecha que con la izquierda. Sólo entonces recordaron.

—¡Es el hijo de Lugalbanda! —exclamaron, y el pánico se apoderó de ellos.

No es que pretenda otra cosa: no conozco una música más espléndida que la música que canta en el aire del campo de batalla. La alegría brotó en mí, y me lancé contra el enemigo como el emisario de la muerte. Mi auriga aquel día era el valiente Enkimansi, un hombre de treinta años y estrecho rostro que no sabía lo que era el miedo. Conducía los asnos directamente al frente, y yo permanecía erguido de pie tras él, lanzando mis armas como si derramara la ira de Enlil sobre Kish. Mi primer lanzamiento acabó con la vida de uno de los hijos de Agga; el segundo y el tercero acabaron con dos de sus generales; el cuarto atravesó la garganta de uno de los enviados que me habían traído el mensaje de Agga.

—¡Lugalbanda! —grité—. ¡Padre cielo! ¡Inanna! ¡Inanna! ¡Inanna! —Era un grito que aquellos hombres de Kish habían oído antes. Sabían que un dios cabalgaba entre ellos aquel día, o al menos una deidad, con una exactitud divina en su puntería y una fuerza divina en su brazo.

Seguimos la brecha abierta por Zabardi-bunugga y el resto de la vanguardia, creando con nuestros carros un profundo agujero en las fuerzas de Kish. Tras de mí salieron los soldados de a pie, aullando a voz en grito: —¡Gilgamesh! ¡Inanna! ¡Gilgamesh! ¡Inanna! Concedo a los hombres de Kish el crédito del valor. Intentaron todo lo que pudieron para abatirme, y sólo la rapidez con que manejé mi escudo y la destreza del hábil Enkimansi en las maniobras impidieron que sufriera algún daño. Pero eso no me detuvo. El terror los abrumó pese a sí mismos, y dieron la vuelta y corrieron hacia el agua; pero les cortamos la retirada desde todos lados y empezamos a diezmarlos.

La batalla terminó mucho más rápido de lo que hubiera esperado. Enviamos a multitudes de ellos a morder el polvo. Alcanzamos sus barcazas y nos apoderamos de ellas, y cortamos sus proas y nos llevamos las imágenes de Enlil como trofeos. Liberamos a Bir-hurturre y lo encontramos aún bien, aunque estaba vergonzosamente ensangrentado y lleno de arañazos. En cuanto a Agga, nos abrimos camino hasta él —no era un luchador, no a su edad, pero estaba rodeado por un anillo de un centenar de guardias escogidos, que perecieron hasta el último hombre— y lo tomamos prisionero. Zabardi-bunugga lo condujo hasta mí mientras yo, reclinado contra mi carro, bebía una jarra de cerveza de Kish que había tomado de uno de sus mayordomos.