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Agga estaba lleno de polvo y sudor y con las mejillas encendidas, y sus ojos estaban enrojecidos por el cansancio y la decepción. Tenía una pequeña herida en su hombro izquierdo, sólo una rozadura, pero me avergonzó ver que había sido tocado. Hice un gesto a uno de mis cirujanos de campaña.

—Limpia y venda la herida del rey de reyes —dije. Luego me dirigí a Agga y, con gran sorpresa por su parte, me arrodillé ante él—. Padre —dije—. Real dueño de la Tierra.

—No te burles de mí, Gilgamesh —murmuró. Agité negativamente la cabeza. Me levanté, puse la jarra de cerveza en su mano y dije: —Toma esto. Aliviará tu sed, padre. Me miró desolado. Lentamente, se llevó las manos al vientre y se sobó los gruesos rollos de grasa. Pequeños ríos de sudor resbalaban por todo su cuerpo, abriéndose camino por entre el polvo que cubría su piel. No lo negaré: yo saboreaba mi triunfo, gozaba con su derrota. Era vino dulce para mí.

—¿Qué vas a hacer conmigo? —preguntó.

—Serás mi huésped en palacio esta noche, y durante dos días más. Luego celebraremos el rito de entierro de los muertos; y luego te enviaré de vuelta a Kish. ¿Porque acaso no eres tú mi señor, el rey de reyes, al que juré lealtad?

Entonces me comprendió, y la ira ardió en sus ojos; pero luego se echó a reír, y miró tristemente a sus guerreros y a sus hijos amontonados en el polvo empapado de sangre, y a sus mutiladas barcazas, y asintió.

—Ah, así que es eso —dijo al cabo de un momento—. No pensé que fueras tan astuto.

—Mi deuda está pagada ahora, ¿no es así?

—Oh, así es —dijo—. Tu deuda está pagada, Gilgamesh.

17

Y así se hizo. Di una gran fiesta en honor de Agga, y le envié de vuelta a Kish con lo que quedaba de su ejército.

Pero antes de que se fuera recibí de él malas noticias: mi esposa Ama-sukkul, su hija, había muerto, y también los dos hijos que me había dado. Esas noticias me atravesaron como puñales. ¡Muerte, no hay lugar donde esconderse de ti! Pensé en cómo la había abrazado en mi último día en Kish y había palmeado tan amorosamente su hinchado vientre. El hijo que debía nacer había sido la muerte para ella, y con ella había muerto; y luego nuestro primogénito había languidecido por falta de su madre y se había marchado rápidamente del mundo. Sin duda los dioses no habían querido que plantara mi semilla en Kish. He tenido otros hijos desde entonces, muchos, pero a menudo me pregunto cómo hubieran sido aquellos cuando hubieran alcanzado la madurez. Y la pequeña y dulce Ama-sukkuclass="underline" era gentil, y no la menos querida de mis esposas.

En el momento de la partida de Agga insistí en jurarle una vez más mi fidelidad. Esto lo hice por mi propia voluntad, como todo el mundo pudo ver. Ese juramento, efectuado libremente, es un signo no de sumisión sino de fuerza: es un don, es una espléndida ofrenda, que me liberó antes que atarme. Era mi forma de reconocer lo que Agga había hecho por mí en los pasados años, cuando me ayudó a conseguir mi reinado a la muerte de Dumuzi, y me liberó para siempre de cualquier tipo de vasallaje real. Al fin era rey por derecho propio, a través de las proezas en la batalla y la grandeza de alma. No sería equivocado decir que el auténtico comienzo de mi reinado puede fecharse en la época de la guerra con Kish.

Pero si bien ese fue el auténtico comienzo de mi reinado, fue el fin del de Agga, aunque vivió un tiempo después de eso. Se retiró dentro de las murallas de Kish y no volvió a saberse más de él fuera de ellas. Cuando murió, fue el fin de la dinastía de Kish después de miles de años, porque Mesannepadda, rey de Ur, avanzó hacia el norte y se apoderó de la ciudad. Pronto recibimos informes de que Mesannepadda había matado al último de los hijos de Agga y tomado el trono para sí; y luego se nombró rey de Kish en vez de rey de Ur. Permití que pasara eso porque por aquel tiempo estaba ocupado en otros asuntos, como contaré en su momento; y más tarde tuve que ajustar mis propias cuentas con el rey de Ur y Kish.

Lo primero que hice, cuando la excitación de la guerra empezó a disminuir un poco en mi memoria, fue reconstruir las murallas de Uruk. En verdad lo que hice no fue reconstruirlas, sino volver a construirlas de nuevo, porque las viejas murallas de Uruk ni siquiera eran murallas, comparadas con las que hice erigir para la ciudad. Quizá fueran lo bastante buenas en tiempos de Enmerkar; pero yo había visto las murallas de Kish. Sabía lo que tenían que ser las murallas de una ciudad.

Una muralla tiene que ser alta, de modo que el enemigo no pueda escalarla con sus escalas de cuerda. Debe ser gruesa, de modo que no pueda ser abierta fácilmente una brecha. Debe tener unos cimientos anchos y profundos, para que no pueda ser minada ni excavados túneles por debajo. Todo eso es bastante evidente; pero las murallas de Uruk eran muy poco adecuadas a todos esos respectos. Necesitábamos también más torres desde las cuales pudiéramos observar quién se acercaba a la ciudad, y un parapeto más amplio a lo largo de la parte superior de la muralla donde los defensores pudieran ocupar posiciones y apuntar su fuego sobre las cabezas de los invasores. En particular debía haber torres de guardia y parapetos flanqueando cada una de las puertas de la ciudad, puesto que las puertas son los puntos débiles de cualquier muralla.

Durante todo el resto del verano se hizo poca cosa más en Uruk que fabricar ladrillos y construir la muralla que creo será conocida hasta el fin de los días como la Muralla de Gilgamesh. Como en la reparación de los canales, trabajé junto a los artesanos, y creo que nadie trabajó más duro que yo: construí esa muralla con mis propias manos, y ésa es la verdad. Como tampoco existe ningún artesano más hábil que yo en colocar los ladrillos allá donde deben ser colocados, de canto, apoyados de lado los unos contra los otros en cuidadosas hileras, cada hilera de través con respecto a la de abajo. Esta es la única forma correcta de construir. Arrancamos la antigua muralla de Enmerkar de modo que la ciudad quedó desnuda, y entonces, tan rápidamente como pudimos, erigimos la nueva muralla, o más bien las murallas, puesto que hay dos. Los propios siete sabios no hubieran diseñado un plan mejor. Usé solamente ladrillos cocidos al horno, porque, ¿qué utilidad tiene construir con barro, y tener que realizar de nuevo todo el trabajo cinco años después? Y eran los mejores ladrillos de todo el mundo. La pared exterior resplandece con el brillo del cobre, y la pared interior, de un blanco deslumbrante, es una pared sin igual en ninguna parte. Los cimientos, creo, son los más fuertes que jamás se han construido. La muralla de Uruk es famosa en todo el mundo, durará doce mil miles de años, o no soy el hijo de Lugalbanda. No creeréis que terminamos toda la muralla en un solo verano. En verdad, no ha transcurrido un año de mi reinado en el que no hayamos seguido trabajando en ella, reforzándola, aumentando su altura, añadiendo nuevos parapetos y torres de observación. Pero en aquel primer verano construimos la mayor parte de ella, lo suficiente para defendernos contra cualquier enemigo que pudiéramos imaginar.

Aquellos primeros meses fueron los más intensos y remunerativos de mi reinado. Apenas tenía tiempo para dormir. Trabajaba todo el día en las cosas que tenía que hacer, y hacía que mis hombres trabajaran también. Supongo que les hice trabajar demasiado; de hecho, los conduje al agotamiento, y empezaron a llamarme tirano a mis espaldas. Pero yo no me di cuenta de ello. Mis energías eran inmensas, y no comprendía que las suyas no. Cuando terminaban su jornada, no deseaban otra cosa más que dormir. Pero yo celebraba magníficas fiestas con mi corte cada velada, y luego por la noche estaban las mujeres. Quizá me excediera con las mujeres, aunque no lo pensaba así entonces. Mis apetitos por ellas eran como la incesante hambre de los dioses hacia la comida y la bebida. Tenía mis concubinas, tenía a las sacerdotisas del sagrado claustro, tenía a las mujeres casuales de la ciudad, y no eran suficientes. No debéis olvidar nunca que soy en parte dios, por mi descendencia de Lugalbanda, y también de Enmerkar que se llamaba a sí mismo el hijo del sol; y la fuerza divina llamea en mi interior. ¿Cómo puedo negar esa fuerza? ¿Cómo puedo prescindir de ella? La presencia del dios pulsaba en mí como el batir de un tambor, y yo avanzaba a su ritmo.