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Dentro de mi alegría y mi vigor, sin embargo, debo admitir que había una oculta melancolía. Todo Uruk estaba pendiente de mí, y sin embargo yo no podía olvidar que era un hombre solo, una figura encumbrada y aislada. Quizá fuera también así con todo el mundo: no lo sé. Pero me parece que los demás están íntimamente ligados a esposas, hijos, amigos, compañeros. Yo, que nunca había tenido un hermano, que había conocido escasamente a mi padre, que había sido apartado por mi estatura y mi fuerza de mis compañeros de juegos, era ahora un rey separado como por unos muros colosales del flujo normal de las relaciones humanas. No había nadie a mi alrededor que no me temiera y me envidiara y de alguna forma se apartara de mí. Y no veía ninguna forma de alterar eso; pero el trabajo durante el día y los festines durante la velada y las mujeres durante la noche eran mi consuelo por el dolor de esta separación. Especialmente las mujeres.

Mi chambelán de las concubinas reales tenía problemas para cubrir mis necesidades. Cuando las tribus nómadas del desierto venían a comerciar a Uruk, les compraba muchachas para mí, jóvenes de piel tostada y largas piernas con sombras oscuras en torno a sus ojos y grandes bocas de labios delgados. Cuando se establecían contratos de boda en la ciudad, las novias me eran traídas antes a mí que a sus esposos, a fin de que pudiera derramar en ellas la divina gracia. Si la esposa de uno de mis nobles me gustaba, ese hombre tenía que traerla por la noche a palacio sin un murmullo si yo se lo pedía. Nadie hablaba en contra mía. Nadie lo hacía; nadie podía hacerlo; yo era el rey; mi fuerza era como la fuerza del bajado de los cielos. No veía nada malo en lo que yo hacía. ¿Acaso no era mi privilegio como rey, como dios, como héroe, como pastor del pueblo? ¿Podía ser dejado en la necesidad, cuando mi hambre ardía tan ansiosamente? ¡Ah, el vino, la cerveza, la música, las canciones de esas noches! ¡Y las mujeres, las mujeres, sus dulces labios, sus suaves caderas, sus oscilantes pechos! Nunca descansaba. Nunca me detenía. El batir del tambor era incesante. Durante el día guiaba a los hombres en la construcción de las murallas o el simulacro de los juegos de guerra, hasta que sus ojos se ponían turbios y se derrumbaban de fatiga, y por la noche abría camino entre sus mujeres como un furioso fuego se abre camino entre la hierba seca del verano.

Nunca me cansaba. Hacía que Uruk se cansara de mí, pero yo aún no conocía el cansancio.

Llegó la estación del nuevo año, y de nuevo el momento del Sagrado Matrimonio. Hacía un año y algunos meses que era rey de Uruk. Esta noche la diosa se abriría ante mí por segunda vez. Realicé los rituales de purificación, medité en la oscuridad y el silencio en la casa de Dumuzi, y cuando llegó el anochecer me llevaron por el camino tradicional, en bote, hacia mi unión con Inanna.

Y mientras desembarcaba en el mismo muelle donde había diezmado las fuerzas de Agga y penetraba en la ciudad a través de una puerta en la muralla que había construido con mis propias manos, sentí una gran oleada de orgullo por todo lo que había conseguido. De hecho, me sentí como un dios: no como alguien que simplemente posee un poco de sangre divina en sus venas, sino como un auténtico dios, el portador de la corona cornuda, que camina por entre el esplendor de los resplandecientes cielos. ¿Estaba equivocado al sentir ese orgullo? Había venido del exilio para recibir la corona; había reparado los canales; había aplastado al más poderoso de los enemigos; había construido las murallas de Uruk, y todo esto antes de alcanzar mis veinte años. ¿No era propio de dioses el haber conseguido todo esto? ¿No tenía razones para sentirme orgulloso?

Y ahora la diosa me aguardaba.

En esos meses había tenido muy pocos contactos con ella, sólo los sacrificios y rituales imprescindibles que requerían nuestra presencia conjunta. Excepto esto, apenas habíamos hablado. Se habían producido momentos en los que yo hubiera podido acudir a ella en busca de consejo o bendiciones, pero no lo había hecho. Se habían producido momentos en los que ella hubiera podido acudir a mí, pero tampoco lo había hecho. Creo que incluso entonces comprendí los motivos por los que manteníamos esa distancia entre nosotros. En Uruk éramos como reyes rivales; ella tenía su zona de poder, yo tenía la mía. Pero yo estaba extendiendo ya los alcances de mi zona. No lo hacía con la intención de provocar su enemistad, sino simplemente porque no conocía otra forma de ser rey que el ejercer mi poder al máximo. Cuando había iniciado la guerra contra Agga, no le había pedido su consentimiento: me pareció demasiado arriesgado, teniendo en cuenta que ya me había topado con la oposición de la casa de los ancianos a la guerra. Había que librar aquella guerra; y con Inanna en contra mía no hubiera podido poner en pie el ejército que necesitaba; en consecuencia, no consulté con Inanna. Temía la interferencia que pudiera crear su poder. Incluso entonces estaba preocupado por situarme fuera del alcance de ese poder. Y ella, viendo la creciente fuerza de mi autoridad, había retrocedido, insegura de mis intenciones, no deseosa de desafiarme antes de comprender más completamente mis propósitos.

Pero en la noche del Sagrado Matrimonio todas esas mezquinas consideraciones de estado eran puestas de lado. Acudí a ella en la larga estancia del templo y la encontré resplandeciendo con sus ungüentos y sus adornos. La saludé como mi sagrada joya, y ella me recibió como su real esposo, fuente de vida; y realizamos el rito de la presentación al público; y una vez hecho eso volvimos dentro, a la habitación de los olorosos juncos verdes, y las doncellas de la diosa retiraron sus cuentas de alabastro y sus placas de oro y la dejaron desnuda ante mí.

Cuando estuvimos solos apoyé mis manos en sus esbeltos hombros y miré profundamente a los resplandecientes misterios de sus ojos, y ella me sonrió como había sonreído aquella primera vez cuando éramos niños, una sonrisa que era en parte cálida y amorosa y en parte fiera, intensa, desafiante. Sabía que me devoraría si pudiera. Pero esta noche era mía. Los doce meses transcurridos no habían disminuido en nada su belleza. Sus caderas eran anchas, su cintura estrecha, su trasero amplio; sus uñas eran largas como dagas, y pintadas del color de la luna en eclipse. Me condujo a la cama con un solo y ligero gesto de su mano.

Nos tendimos en ella y nos abrazamos. Su piel era como las telas que tejen en los cielos. Mi cuerpo la dominó. Su espalda se arqueó bajo mi peso. Sus dedos se clavaron profundamente en los músculos y los tendones de mis hombros, y atrajo sus rodillas hacia sus pechos y las abrió, y los labios se entreabrieron y su lengua apareció vibrante, convirtiendo su aliento en un fuerte y pesado silbido. Mantuvo los ojos abiertos durante todo el tiempo, cosa que las mujeres suelen hacer raras veces. Me di cuenta de ello. Porque yo también mantuve los ojos abiertos durante cada momento de aquella noche.

Al amanecer oí la llegada de la primera lluvia del nuevo año, un tamborilear débil y ahogado contra los antiguos ladrillos blancos de la plataforma del templo. Me deslicé fuera de la cama y busqué mis ropas, para poder irme. Ella siguió tendida, mirándome; me observaba como una serpiente observa a su presa.