Y me incliné hacia delante, acercándome a ella, y le dije algo que nunca antes había revelado a nadie: que sentía una terrible necesidad, que me sentía asaltado por una enorme y deprimente soledad en medio de todo mi poder y plenitud. Aquellas no eran unas palabras fáciles de pronunciar. Dos veces se me trabó la lengua, pero me obligué a decirlo. Mi madre Ninsun sonrió y asintió. Lo sabía. Creo que fue ella quien indujo a los dioses a modelar un compañero para mí. Cuando abandoné el templo aquella mañana sentí mi alma más ligera, como cuando se alzan las nubes de tormenta después de haber permanecido pesadas en el cielo durante muchos días.
En la misma época en que esos extraños sueños llegaban a mí —según supe más tarde—, algo extraño le ocurría a un hombre al que yo ni siquiera conocía, un cierto cazador llamado Ku-ninda. Este Ku-ninda habitaba de uno de los poblados exteriores, y se ganaba la vida cazando con trampas; pero en aquella época, cuando salió al campo al otro lado del río para inspeccionar las trampas que había colocado, las encontró todas destrozadas. Cualesquiera que fuesen los animales que habían caído en ellas, habían conseguido liberarse. Y cuando fue a mirar a los pozos que había cavado, descubrió que todos habían sido vueltos a llenar.
Aquello era un gran misterio para Ku-ninda. Ninguna persona civilizada rompería las trampas de un cazador o llenaría sus pozos: es una descortesía, y un acto innoble. Así pues, Ku-ninda buscó al hombre que le había hecho aquellas cosas; y pronto supo quién era. Pero era distinto a cualquier otro hombre que Ku-ninda hubiera visto nunca. Era de enorme tamaño, desnudo, de piel áspera y con vello en todo el cuerpo, un pelo oscuro y recio que lo cubría de la cabeza a los pies, más un animal que un hombre, una criatura salvaje de las colinas. Caminaba como un animal, semiagachado, gruñendo, bufando, corriendo rápidamente sobre las yemas de los dedos de los pies. Los animales salvajes no parecían tenerle miedo, sino que corrían libremente a su lado: Ku-ninda vio al hombre salvaje entre las gacelas en las altas cornisas montañosas, pastando con ellas, acariciándolas, comiendo hierba del mismo modo que lo hacían ellas. Ku-ninda se sintió inquieto por lo extraño de todo aquello que veía. Hizo más trampas. El hombre salvaje las buscó y las destruyó, hasta la última. Un día Ku-ninda se encontró con el hombre salvaje en la charca: se detuvieron frente a frente.
—Tú, salvaje: ¿por qué destruyes mis trampas? —preguntó Ku-ninda. El hombre salvaje no respondió, sino que se limitó a olisquear el aire. Gruñó, bufó, enseñó los dientes, lo miró con fieros ojos. Una ligera espuma de baba asomó a su boca y resbaló por su hirsuta barba. Ku-ninda no era un cobarde, pero retrocedió: su rostro se petrificó por el miedo, y el terror embotó sus miembros. Volvieron a encontrarse de nuevo al día siguiente junto a la charca, y al día siguiente de ése, y cada vez, cuando el hombre salvaje vio a Ku-ninda, gruñó y bufó, y Ku-ninda no se atrevió a acercársele. Y finalmente, viendo que el peludo desconocido estaba haciendo imposible la caza para él, Ku-ninda renunció, y regresó con las manos vacías a su poblado, enormemente abatido.
Le contó la historia a su padre, que le dijo:
—Ve a Uruk, y preséntate a Gilgamesh el rey. No hay nadie más poderoso que éclass="underline" hallará una forma de ayudarte.
En mi siguiente día de audiencia para el pueblo llano, allí estaba Ku-ninda aguardando en la sala de audiencias, un hombre fuerte y recio de mayor altura que la media, con un rostro enjuto y duro y firmes y penetrantes ojos. Iba vestido de piel negra, y en él había olor a tendones y sangre. Depositó una ofrenda de carne ante mí y dijo:
—Hay un ser salvaje en los campos que destroza mis trampas y libera mis presas. Es tan fuerte como el huésped de los cielos y no me atrevo a acercarme.
Me pareció extraño que aquel robusto Ku-ninda pudiera sentir miedo hacia algo o alguien. Le pedí que me contara más, y me habló de los gruñidos, los bufidos y el enseñar los dientes; me habló de cómo el hombre salvaje corría con las gacelas por los altos riscos, y pastaba la hierba con ellas. Algo en todo aquello me conturbó profundamente y me fascinó. Sentí que se me erizaba la piel de sorpresa y maravilla, y el pelo de la nuca se puso de punta.
—Qué maravilla —dije—. ¡Qué misterio!
—¿Matarás a esa criatura por mí, oh rey?
—¿Matarla? Creo que no; sería una lástima matar a un ser así por la única razón de que es salvaje. Pero no podemos permitir que merodee libre por los campos, supongo. Lo atraparemos.
—¡Imposible, majestad! —exclamó Ku-ninda—. ¡Tú no lo has visto! ¡Su fuerza es tan grande como la tuya! ¡No hay ninguna trampa que pueda retenerle!
—Creo que sí hay una —dije con una sonrisa.
Se me había ocurrido una idea mientras Ku-ninda hablaba: algo extraído de los antiguos relatos que el arpista Ur-kununna había cantado en la corte de palacio cuando yo era un niño. Creo que era la historia de la diosa Nawirtum y el monstruo-demonio Zababa-shum, o quizá la diosa fuera Ninshubury el monstruo Lahamu: no lo recuerdo, y supongo que los nombres no son importantes. Lo importante del relato era el poder de la belleza femenina sobre las fuerzas de la violencia y el salvajismo. Envié a buscar al claustro del templo a la sagrada cortesana Abisimti, la de los redondos pechos y largo y reluciente pelo que me había iniciado en los ritos del amor carnal cuando era joven, y le dije lo que quería que hiciera. No vaciló ni un momento. Había una cualidad auténticamente sagrada en Abisimti. Era en todos los sentidos una servidora de los cielos, y su forma de ofrecer sus servicios era ejecutarlos sin ninguna pregunta, lo cual es la única forma auténtica.
De modo que Ku-ninda se llevó a Abisimti con él a la estepa, a las tierras de caza, a la charca donde Ku-ninda había tenido sus encuentros con el hombre salvaje, a tres días de viaje de Uruk. Allá aguardaron un día y un segundo día, y el hombre salvaje estuvo con ellos.
—Ése es —dijo Ku-ninda—. Ve a él, utiliza tus artes con él.
Abisinti, sin temor ni vergüenza, avanzó hacia el hombre salvaje y se detuvo frente a él. El hombre salvaje gruñó y frunció el ceño, al desconocer del tipo de criatura que ella podía ser; pero no adoptó una actitud amenazadora, no mostró los dientes. Ella soltó su túnica y desnudó sus pechos para él. Supongo que él no debía haber visto nunca antes a una mujer, pero el poder de la diosa es grande, y la diosa hizo que la belleza de la sagrada prostituta Abisimti se manifestara al entendimiento del hombre. Se despojó por completo de sus ropas y le mostró su suave y madura desnudez, y dejó que él llenara su olfato con el intenso perfume de ella, y se tendió al lado de él y lo acarició, y lo condujo hasta situarlo encima de ella a fin de que pudiera poseerla.
Fue su iniciación. Había sido como un animal; abrazándola, se convirtió en un hombre. O también se podría decir que abrazándola se convirtió en un dios. Porque ésa es la forma en que la esencia divina entra en nosotros, a través del rito del acto de dar vida. Seis días y siete noches pasaron juntos, copulando. Testificaré personalmente de las habilidades de Abisimti: no hubiera podido enviarle a nadie más sabio en las artes de la carne. Cuando se acostó con Enkidu —porque ése era el nombre del hombre salvaje, Enkidu—, seguro que utilizó toda su sabiduría con él, y después de eso él nunca volvió a ser el mismo. En esos ardientes días y noches todo lo salvaje que había en él ardió en la forja de la pasión de Abisimti. Se ablandó, se hizo más suave, abandonó su salvaje gruñir. El poder del habla penetró en él; se convirtió en un hombre.
Pero no supo todavía lo que le había acontecido. Cuando hubo terminado con ella, se levantó para regresar con sus animales. Pero las gacelas huyeron asustadas cuando se les acercó. El olor de la humanidad estaba ahora con él, el olor de la civilización. Las criaturas salvajes de la estepa ya no le reconocían, y huían de él. Cuando huyeron sintió deseos de seguirlas, pero su cuerpo estaba retenido por algo invisible, como si atado por una cuerda, sus rodillas no le obedecían y toda su rapidez había desaparecido. Lentamente, desconcertado, volvió junto a Abisimti, que le sonrió tiernamente y lo atrajo a su lado.