—Échate a un lado, amigo —dije con suavidad.
—No pienso hacerlo. Me sorprendió oír esas palabras. No diré que sintiera miedo, pero me puse en guardia, porque sabía que aquél no era un ciudadano normal. Mis criados se agitaron inquietos y echaron mano a sus armas. Les hice un gesto para que se detuvieran. Me acerqué más al desconocido y dije:
—¿Me conoces?
—Creo que eres el rey.
—Lo soy. No es prudente cortarme de este modo el camino.
—¿Me conoces tú a mil —preguntó. Su voz era profunda y áspera, su acento tosco. —En absoluto —dije. —Soy Enkidu.
—¡Ah, el hombre salvaje! Hubiera debido sospecharlo. ¿Así que has venido a Uruk? Bien, ¿qué quieres de mí, hombre salvaje? Ésta no es hora de presentarle peticiones al rey.
—¿Adonde vas, Gilgamesh? —dijo osadamente. —¿Acaso crees que tengo obligación de responderte?
—Dime adonde vas.
Mis criados se agitaron de nuevo. Creo que lo hubieran traspasado de buena gana con sus armas, pero los contuve.
Respondí con cierta irritación, agitando una mano hacia la casa de reuniones.
—Allí. A asistir a una boda. De cuyo cometido me estás retrasando, hombre salvaje.
—Será mejor que no vayas —dijo—. ¿Tienes intención de llevarte contigo a la novia? ¡No debes hacerlo!
—¿No debo? ¿Realmente crees que no debo? ¡Esas son extrañas palabras para pronunciarlas a un rey, hombre salvaje! —Me encogí de hombros—. Esto ha dejado de divertirme. Te digo de nuevo: échate a un lado, amigo.
Avancé. Pero en vez de cederme el paso, adelantó un pie para impedirme seguir avanzando, y luego me sujetó con sus manos. Tocar a un rey de este modo significa la muerte Sin embargo, no di oportunidad a mis hombres para que lo abatieran; porque apenas me tocó, una terrible y repentina rabia brotó en mí, y lo sujeté como si tuviera intención de ¡arrojarlo al otro extremo de la plaza del mercado. Al momento nos hallamos enzarzados en un fuerte abrazo, y los lanceros no podían alcanzarle sin herirme a mí también; así que retrocedieron y nos dejaron solos, sin saber qué otra cosa hacer.
Ya desde un primer momento vi que era mi igual en fuerza, o casi. Aquello era algo nuevo para mí. En mi juventud, en mis días de entrenamiento militar en Kish, en los combates de prácticas con los jóvenes héroes de mi corte después de haberme convertido en rey, había luchado individualmente con otros por simple deporte, y siempre había notado al primer contacto de las manos que el hombre con quien contendía estaba a mi merced: podía derribarlo en cualquier momento que quisiera. Eso resultó satisfactorio solamente cuando era un niño. Cuando crecí empecé a lamentarlo, puesto que el saber que la victoria era mía desde el principio me negaba gozar del deporte de la lucha. Esto era diferente. No tenía ninguna segundad. Cuando intenté hacerle retroceder, no se movió ni un ápice. Cuando él intentó hacerme retroceder a mí, tuve que utilizar toda mi fuerza para resistirme. Tuve la sensación comió si hubiera cruzado a algún mundo extraño donde Gilgamesh ya no era Gilgamesh Note un sabor extraño, que no era miedo —no creo que fuera miedo—, sino algo casi tan poco familiar como el miedo. ¿Duda? ¿Inseguridad? ¿Inquietud? Luchamos como toros enloquecidos, resoplando forcejeando arriba y abajo, sin soltarnos en ningún momento el uno del otro. Rompimos quicios de puertas e hicimos estremecer paredes de edificios. Ninguno de los dos conseguía dominar al otro. Puesto que éramos de la misma altura, o casi, nos mirábamos directamente a los ojos mientras contendíamos; sus ojos eran profundos y estaban enrojecidos por el esfuerzo, y resplandecían con un sorprendente salvajismo. Gruñíamos; gritábamos; rugíamos. Aullé mi desafío en el lenguaje de Uruk y en el lenguaje de los pueblos del desierto y en todos los demás lenguajes que pude recordar; y él murmuró y me gritó en el lenguaje de las bestias, el áspero gruñido del león de las llanuras.
Sentí deseos de matarle. Rogué para que se me diera la oportunidad de quebrarle la espalda, de oír el seco restallido de su espina dorsal, de arrojarlo como una capa desechada al montón de la basura. Fue un odio que me atravesó de parte a parte y me causó vértigo. Tenéis que comprender que nadie se había plantado nunca delante de mí de aquella forma. Era como una montaña que hubiera brotado en mi camino en medio de la noche. ¿Cómo os hubierais sentido si no furiosos? ¿Yo el rey, yo el héroe invencible? Pero no podía derrotarle, ni él a mí. No puedo decir durante cuánto tiempo luchamos y forcejeamos, y mi fuerza y la suya se medían con la misma medida.
Pero hay divinidad en mí, y Enkidu era mortal. Al fin fue inevitable que yo dominara. Sentí que mi fuerza se mantenía, mientras la suya empezaba a desvanecerse. Clavé firmemente mi pie en el suelo y doblé la rodilla, y conseguí hacer presa en él y empujarle hacia atrás, de modo que sus pies cedieron su presa en el suelo y perdió el equilibrio.
En aquel momento todo vestigio de odio hacia él desapareció. ¿Por qué debía odiarle? Era espléndido en su fuerza. Estaba muy cerca de ser mi igual. Del mismo modo que un río golpea contra la presa que lo retiene y finalmente termina venciéndola, mi amor hacia él barrió toda ira anterior. Fue un amor repentino, tan profundo que me inundó como el más crecido de los torrentes en primavera y me conquistó por completo. Me hizo recordar mi sueño, aquel trozo de materia estelar que había caído de los cielos y que había sido incapaz de mover. En el sueño había reunido todas mis fuerzas y con el mayor de los esfuerzos la había alzado y se la había llevado a mi madre, que me había dicho: “Es tu hermano, es tu gran camarada.” Sí. Nunca había conocido a un hombre que fuera mi igual en tantos aspectos, de modo que encajaba conmigo como si hubiera sido tallado por el más hábil de los maestros carpinteros. En aquel momento me aferré a él como si fuéramos una sola carne en dos cuerpos, largo tiempo ansiada y ahora unida. Eso fue lo que sentí, mientras mi fuerza era puesta a prueba por la suya. Eso fue lo que pasó entre nosotros mientras luchábamos. Me incliné sobre Enkidu y lo alcé del suelo y lo abracé por segunda vez, pero ahora no para luchar, sino en prueba de amor. Grandes sollozos me agitaron, y a él también; porque los dos supimos en aquel mismo momento lo que había pasado entre nosotros.
—¡Ah, Gilgamesh —exclamó—. ¡No hay nadie como tú en todo el mundo! ¡Gloria a la madre que te engendró!
—Hay otro que es como yo —dije—. Pero sólo uno. —No: porque Enlil te ha dado el reino. —Pero tú eres mi hermano —dije. Me miró, desconcertado como aquel que es despertado demasiado pronto de un sueño.
—Vine aquí con la intención de hacerte daño. —Y yo lo mismo contigo. Cuando vi que bloqueabas mi camino, me imaginé a mí mismo partiéndote en dos y arrojando los trozos a un lado como huesos roídos.
Se echó a reír.
—¡No hubieras podido hacerlo, Gilgamesh! —No. No hubiera podido. Pero quise intentarlo. —Y yo pensaba arrojarte de tu alto lugar. Hubiera podido conseguirlo, si la suerte hubiera estado conmigo.
—Sí —dije—. Creo que hubieras podido. Inténtalo de nuevo, si quieres. Estoy dispuesto para ti. Agitó negativamente la cabeza. —No. Si te venciera, si te causara algún daño, te perdería. Estaría solo de nuevo. No, prefiero tenerte corno amigo que como enemigo. Eso es lo que quiero decir. Amigo. Amigo. ¿No es ésa la palabra?