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—Un amigo, sí. Somos demasiado parecidos para ser enemigos.

—Ah —dijo Enkidu, frunciendo el ceño—. ¿Somos parecidos? ¿De veras? Tú eres el rey, y yo sólo soy…, soy… —Dudó—. Un guardián de los pastores, eso es todo lo que soy.

—No. Tú eres el amigo del rey. El hermano del rey.

Nunca hubiera creído ser capaz de decirle esas palabras a nadie. Y sin embargo sabía que eran ciertas.

—¿De veras? —quiso saber—. Entonces, ¿no tenemos que volver a luchar?

—¡Por supuesto que lucharemos! —dije con una sonrisa—. Pero lucharemos como hermanos. ¿Eh, Enkidu? ¿Eh? —Y tomé su mano. La boda estaba olvidada, la doncella Ishhara estaba olvidada—. Ven conmigo, Enkidu. A Ninsun mi madre, la sacerdotisa de An. Quiero que conozca a su otro hijo. Ven, Enkidu. ¡Ven ahora! —Y fuimos al templo del Padre Cielo, y nos arrodillamos en la oscuridad delante de Ninsun; y fue algo muy extraño y maravilloso para ambos. Había creído que la soledad estaría eternamente conmigo; y ahora había desaparecido, repentinamente, había huido como un ladrón en la noche en el momento mismo de mi encuentro con Enkidu.

Ése fue el principio de esta gran amistad, distinta a cualquier otra cosa que hubiera conocido antes y a cualquier otra que haya conocido después. Era para mí mi otra mitad; llenaba en mí un lugar donde hasta entonces sólo había habido vacío.

Pero se ha murmurado que éramos amantes como lo son los hombres y las mujeres. No querría que creyerais eso. No era éste en absoluto el caso. Sé que hay algunos hombres en quienes los dioses han mezclado la masculinidad y la femineidad de modo que no necesitan o les gustan las mujeres, pero yo no soy uno de ellos, y tampoco lo era Enkidu. Para mí la unión de hombre y mujer es algo sagrado, que no es posible que un hombre experimente con otro hombre: dicen que esos hombres sí lo experimentan, pero creo que se engañan a sí mismos. Ésa no es la auténtica unión. Yo había conocido esa unión, en el Sagrado Matrimonio con la sacerdotisa Inanna, en quien reside la diosa. Inanna es también mi otra mitad, aunque una mitad oscura e inquietante. Pero un hombre puede poseer varias mitades, o así me lo parece, y puede amar a un hombre de una forma que es completamente distinta de la forma en que experimenta la unión con una mujer.

Ese tipo de amor que existe entre hombre y hombre existía entre Enkidu y yo. Brotó a la vida en el momento de nuestra lucha, y nunca desde entonces se marchitó. No hablábamos de ello entre nosotros. No lo necesitábamos. Pero éramos conscientes de su presencia. Éramos una sola alma en dos cuerpos. No teníamos necesidad de expresar nuestros pensamientos con palabras, porque podíamos oírnos el uno al otro sin hablar. Encajábamos bien. Dentro de mí moraba un dios; dentro de él moraba la tierra. Yo había descendido de los cielos; él había ascendido del suelo. Nuestro lugar de encuentro había sido un punto intermedio, que es el mundo de los mortales.

Le adjudiqué habitación en palacio, la gran serie de aposentos de paredes blamcas a lo largo de la muralla sudoeste que antiguamente había sido reservada para el uso de los gobernadores y reyes de otras ciudades que acudían de visita. Le proporcioné ropas del más fino lino blanco y la más fina lana, y le proporcioné doncellas para que le bañaran y ungieran, y le envié mis barberos y mis cirujanos para que recortaran y pulieran las últimas huellas de salvajismo en él. Desperté en él el amor a la carne asada, a los fuertes y dulces vinos y a la intensa y espumosa cerveza. Le proporcioné pieles de leopardos y leones para adornarlo a él y sus habitaciones. Compartí con él mis concubinas, sin reservarme ninguna para mí solo. Hice que le fabricaran un escudo de bronce grabado con imágenes de las campañas de Lugalbanda, y una espada que resplandecía como el ojo del sol, y un casco rojo y dorado ricamente adornado, y lanzas exquisitamente equilibradas. Yo personalmente le enseñé las artes del carro y el lanzamiento de la jabalina.

Aunque siempre quedó algo tosco y terreno en lo más profundo de él, aprendió rápido a adoptar la imagen externa y los modales de un noble de la corte, digno, consumado, apuesto. Incluso intenté que aprendiera a leer y escribir, pero renunció a ello. Bien, hay muchos grandes hombres en la corte que carecen también de esa habilidad, y muy pocos que la hayan dominado por completo.

Si hubo envidias respecto a él en la corte, supongo que no las noté. Quizá se produjeran algunas en el círculo interno de héroes y guerreros, que se sintieran amargamente rechazados y dijeran a sus espaldas y a las mías: “Es el favorito del rey, el hombre salvaje. ¿Por qué ha sido elegido él y no yo?” Pero si lo hicieron, supieron ocultar muy bien sus ceños fruncidos y sus murmuraciones. Prefiero pensar que esos sentimientos de envidia no llegaron a existir. No era como si Enkidu hubiera desplazado a algún favorito anterior. Nunca había tenido antes ningún favorito, ni siquiera con camaradas tan antiguos como Bir-hurturre o Zabardi-bunugga; nunca había permitido a nadie estar tan cerca de mí. Vieron inmediatamente que la camaradería que gozaba con Enkidu era de un tipo diferente a cualquier otra cosa que hubiera experimentado con ellos, del mismo modo que su fuerza era algo completamente distinto de la de ellos. No había nadie como él en el mundo; y no había nada como nuestra amistad.

Lo acepté por completo en el círculo de mi confianza. Me abrí absolutamente a él. Incluso le permití observar mientras me encerraba en lo más íntimo para batir el tambor hecho de la madera del árbol huluppu de aquella forma especial que me sumía en trance. Se acuclillaba a mi lado mientras yo desaparecía en ese otro reino de luz azul; y cuando salía de él me descubría tendido a su lado, con mi cabeza acunada entre sus rodillas. Él me contemplaba como si hubiera visto al dios emanar de mí: acariciaba mis mejillas, hacía signos sagrados con las puntas de los dedos. “¿Puedes mostrarme cómo ir a ese lugar?”, preguntaba. Y yo le respondía: “Lo haré, Enkidu.” Pero nunca pudo alcanzarlo, por mucho que lo intentó. Creo que era porque no había sido tocado de una forma interna por el dios como lo había sido yo; nunca había sentido el aleteo de las grandes alas en su alma, ni había oído el zumbar, ni había visto la chisporroteante aura que son los primeros signos de ser poseído. Pero a menudo le dejaba sentarse a mi lado mientras yo hacía sonar el tambor, y él me vigilaba y me cuidaba y me protegía mientras yo rodaba por el suelo y me contorsionaba y agitaba brazos y piernas en el acceso de éxtasis.

Cuando tenía trabajo que hacer la construcción de canales, el refuerzo de las murallas, cualquier otra labor decretada por los dioses—, Enkidu estaba a mi lado. En los rituales permanecía cerca de mí, y me tendía las vasijas sagradas, o alzaba las ofrendas de bueyes y ovejas hasta el altar como si fuesen simples pájaros. Cuando llegaba la estación de la caza cazábamos juntos, y en eso era superior a mí, puesto que conocía a los animales salvajes con un conocimiento de hermano. Se detenía con la cabeza echada hacia atrás y olisqueaba el aire, y decía, señalando:

—Por ahí está el león. Por ahí el elefante. —Y nunca se equivocaba, íbamos una y otra vez a las marismas o a las estepas o a los demás lugares donde moraban los grandes animales, y no había ninguno que no cayera ante nosotros. Juntos abatimos tres grandes elefantes machos en la gran curva del río, y llevamos sus pieles y sus colmillos a Uruk y los colgamos para que todo el mundo pudiera verlos en la fachada de palacio. Otra vez cavamos un pozo cubierto con ramas y capturamos un elefante vivo, y también lo llevamos a la ciudad, donde permaneció berreando y trompeteando en un cercado durante todo el invierno hasta que lo ofrecimos a Enlil. Cazamos leones de los dos tipos, los de melena negra y los que no tenían melena, desde nuestro carro: como yo, Enkidu arrojaba la jabalina con cualquiera de las dos manos y con igual certeza. Os digo que éramos una sola alma en dos cuerpos.