Выбрать главу

Era distinto de mí, por supuesto, en muchos aspectos. Era más estridente y mucho más jactancioso, en especial cuando había bebido demasiado vino, y carecía en absoluto de sutileza, riendo interminablemente en grandes carcajadas ante chistes que hubieran hecho fruncir de tedio la nariz de cualquier niño. Bien, era un hombre que había sido criado entre animales. Poseía una dignidad natural, pero no era la dignidad de alguien que ha sido criado en palacio con un rey como padre. Y era bueno para mí tener a Enkidu rugiendo y alardeando a mi lado, porque yo soy un hombre demasiado serio para mi propio bien, y él iluminaba mis horas, no como hace un bufón de la corte con sus bromas cuidadosamente elaboradas, sino de una forma sencilla y natural, como una fresca brisa soplando en medio de un tórrido día.

Hablaba con absoluta honestidad. Cuando lo llevé al templo de Enmerkar, pensando que iba a sentirse abrumado por su belleza y majestad, dijo de inmediato:

—Es muy pequeño y feo, ¿no?

No me esperaba aquello. A partir de entonces empecé a ver el gran templo de mi abuelo a través de los ojos de Enkidu, y lo vi efectivamente como algo pequeño y feo, y viejo, y necesitado de urgentes reparaciones. En vez de repararlo lo derribé por completo y construí uno nuevo, espléndido, de cinco veces su tamaño, en la parte más alta de la Plataforma Blanca: ése es el templo que existe ahora, y que creo me dará fama en los próximos miles de años. Tuve algunos problemas con la sacerdotisa Inanna cuando derribé el templo de Enmerkar. Le dije lo que pensaba hacer, y me miró como si hubiera escupido encima de los altares, y dijo:

—¡Pero es el más grande de los templos!

—El que había antes que él, el que construyó Meskiaggasher, era también el más grande de los templos, en su día. Ahora nadie lo recuerda. Pertenece a la naturaleza de los dioses el reemplazar los templos por otros templos aún mayores. Enmerkar construyó bien, pero yo construiré mejor.

Me miró con ojos agrios y llameantes.

—¿Y dónde vivirá la diosa, mientras construyes su templo?

—La diosa vive en todo Uruk. Vivirá en cada casa y en cada calle y en el aire que nos rodea, como hace ahora.

Inanna estaba furiosa. Convocó la asamblea de ancianos y la casa de los hombres para declarar su protesta; pero nadie pudo impedirme que construyera el templo. Pertecene a las facultades del rey realzar la grandeza de la diosa ofreciéndole nuevos templos. Así que derribamos el templo de Enmerkar, hasta sus mismos cimientos, aunque dejamos intactos esos antiguos pasadizos subterráneos poblados de demonios que tiene debajo: no deseaba tener nada que ver con ellos. Hice traer bloques de piedra caliza de la región donde se encuentran en abundancia para los nuevos cimientos del templo, y los señalé a una escala que nadie en Uruk había imaginado nunca. Los ciudadanos jadeaban sorprendidos cuando acudían a observar los trabajos y veían la longitud y la anchura de lo que pretendía construir.

Para la construcción del nuevo templo utilicé todo lo que había aprendido del oficio. Elevé la altura de la Plataforma Blanca hasta que dominó todo lo demás a medio camino de los cielos, y puse mi templo en alto sobre ella, del mismo modo que están los templos en Kish. Hice los muros más gruesos de lo que nunca nadie haya soñado hacer unos muros, y los sostuve con enormes columnas, tan recias como los muslos de los dioses. Como adornos para los muros y las columnas diseñé algo tan sorprendente que sólo por ello merecería ser recordado, aunque todos mis demás logros llegaran a olvidarse. Consistía en embutir centenares de largos y puntiagudos conos de arcilla cocida en la argamasa que cubría las paredes y columnas antes de que se endureciera. Sólo las puntas de esos conos quedaban visibles, y eran pintadas de rojo o amarillo o negro, y colocados los unos junto a los otros de modo que formaran sorprendentes y coloreados dibujos en diagonales y en zigzags y en rombos y en cambios y en triángulos. El resultado es que, allá donde dirija uno los ojos en el interior de mi templo, se siente deleitado por la vividez y la complejidad; es como contemplar un enorme tapiz, tejido no con lanas de colores sino con un número incontable de pequeños y brillantes redondeles de arcilla pintada.

Enkidu creía también que el pequeño santuario dedicado a Lugalbanda que Dumuzi había hecho erigir hacía años junto a los acuartelamientos en el distrito del León era indigno de mi padre. Tuve que estar de acuerdo con él; y también lo derribé, y construí en su lugar otro mucho más apropiado, con arcos y pilastras de gran tamaño, todas ellas cubiertas con mis decoraciones de mosaico de conos en brillantes colores. En su centro puse la vieja imagen de Lugalbanda de piedra negra que había erigido Dumuzi, porque era una representación lo bastante noble, y no quería desechar a la ligera algo hecho con un material tan raro como la piedra negra; pero la rodeé con lámparas montadas sobre trípodes colocadas contra espejos de brillante cobre, de modo que una luz deslumbrante llenaba el santuario a cualquier hora del día. Pintamos las paredes con imágenes y leopardos y toros, como ofrendas a Enlil de las tormentas, al que Lugalbanda amaba. En la consagración derramé la sangre de leones y elefantes sobre las losas del suelo. ¿Puede alguien decir que Lugalbanda merecía algo menos que eso?

No hubo guerras durante esos años. Los elamitas permanecían tranquilos, las tribus del desierto de Mar-tu merodeaban por otros lados, el colapso de la dinastía de Agga de Kish había extirpado una poderosa amenaza a nuestro norte. El hecho que el rey de Ur se hubiera nombrado rey de Kish no me preocupaba; Ur y Kish se hallan muy separadas la una de la otra, y no veía forma alguna de que pudiera combinar el poder de las dos ciudades en alianza contra nosotros. De modo que en Uruk llevábamos una vida tranquila y próspera, aumentando nuestras riquezas en paz, creciendo gracias al comercio en vez de tener que salir en busca del botín de guerra.

Durante esos años los mercaderes y emisarios de Uruk fueron a todas partes siguiendo mis instrucciones, con gran progreso de la ciudad. De las montañas del este traían vigas de madera de cedro de cincuenta e incluso sesenta codos de longitud, y troncos de urka-rinnu de veinticinco codos de largo, que utilizamos para las vigas del nuevo templo. De la ciudad de Ursu, en la montaña de Ibla, llegaba madera de zabalu, grandes troncos de ashukhu, y tablones de plátanos. De Umanu, una montaña en la región de Menua, y de Basalla, una montaña de la región de Amurru, mis enviados regresaban con grandes bloques de la rara piedra negra, a partir de los cuales los artesanos tallaban nuevas imágenes de los dioses para todos los antiguos templos. Importé cobre de Kagalad, una montaña de Kimash, y con mis propias manos fabriqué con él una gran cabeza de maza. De Gubin, la montaña de los árboles huluppu, hice traer madera de hu-luppu, y de Madga llegaba asfalto para ser utilizado en la plataforma del templo, y de la montaña de Bars-hib hice traer por barco bloques de la suntuosa piedra nalua. Mis planes incluían enviar expediciones a más lejos aún, a Magan, a Meluhha, a Dilmun.

La ciudad prosperaba. Ganaba cada día en esplendor. Tomé una esposa, y me dio un hijo; y tomé una segunda esposa, como era mi derecho. Había paz. La noche del nuevo año fui al templo que había construido, y yací con la anhelante Inanna en el rito del Sagrado Matrimonio: cada año se aferraba más ansiosamente a mí, y su cuerpo se movía con mayor abandono, mientras recibía en una sola noche la satisfacción de su hambre de todo un año. Yo tenía el amor de Enkidu para llenar todo el resto de mis días. El vino fluía libremente; el humo de la carne asándose se alzaba cada día hacia los dioses, y eso era bueno. Así pensé que iba a ser mi reinado para siempre. Pero los dioses no garantizan nada para siempre: es un milagro cuando garantizan alguna cosa.