Выбрать главу

—Entonces, ¿por qué ir…?

—Porque debemos hacerlo.

—Ah. ¿Por qué debemos hacerlo? ¡Podemos ir al norte! ¡Podemos ir al sur! ¡Podemos ir…!

—No —dije. El fuego estaba ahora en mí. Me apenaba ver a Enkidu languidecer bajo aquel temor. Su alma se había ablandado en Uruk; moriría si no lo sacaba de allí. Por su propio bien debíamos emprender aquella aventura, no importaban los riesgos—. Sólo hay un lugar donde podamos ir, y es la Tierra de los Cedros. —Donde seguro que moriremos. —No estoy tan seguro de ello. Pero considera esto, amigo: sólo los dioses viven eternamente bajo el sol, e incluso ellos prueban el sabor de la muerte de tanto en tanto. En cuanto a los mortales como nosotros, todo lo que intentamos no es más que aire vacío, el soplo del viento. Sin embargo creo que debemos intentarlo, incluso así.

—Y morir. Nunca te he visto tan ansioso hacia la muerte, Gilgamesh. No importa lo que digas, eso es lo que pareces.

—¡No! ¡No! Mi intención es eludir la muerte durante tanto tiempo como pueda. Pero no viviré en el temor. ¿Cómo es posible, Enkidu, que sientas miedo? Esta vez no desperté su ira. Apartó la vista, el ceño fruncido, el rostro pálido.

—He visto a Huwawa —dijo hoscamente. Entonces fui yo quien se puso furioso. Aquél no era el Enkidu que conocía.

—Está bien —exclamé—. ¡Témele, entonces! Pero yo no. Quédate donde estés seguro si quieres. Ven conmigo a la Tierra de los Cedros, sí. El viaje te animará; el nuevo aire despertará tu alma. Pero cuando estemos en el bosque, te dejaré que camines detrás de mí. ¿Qué ocurrirá si me mata? Si caigo ante él, bueno, al menos habrá dejado tras de mí un nombre que perdurará por siempre. Dirán de mí: “Gilgamesh ha caído ante el feroz Huwawa.” Eso no es ninguna deshonra, ¿verdad? ¿Qué deshonra hay en caer ante un demonio tan terrible que incluso aterra al héroe Enkidu?

Sus ojos se cruzaron con los míos. Sonrió ferozmente, y las aletas de su nariz temblaron. —¡Eres hábil, Gilgamesh! —¿Lo soy? ¿Por qué? —Por decirme que caminaré detrás de ti. —Será más seguro para ti, Enkidu. —¿Eso crees? Y así todo el mundo en Uruk podrá decir después: “¡Éste es Enkidu, el que caminó detrás de su hermano en el bosque del demonio!” —Pero si el demonio te asusta… —Tú sabes que caminaré a tu lado cuando penetremos en los dominios de Huwawa.

—Oh, no te pido eso…, tú has visto al terrible Huwawa.

—Ahórrame tus burlas —dijo Enkidu con voz cansada—. Iré a tu lado. Tú lo sabes, Gilgamesh. Me conoces desde el principio.

—Si no estás dispuesto a ir…

—¡Te lo repito, iré a tu lado! —gritó. Y nos echamos los dos a reír y nos dimos un fuerte abrazo, y así terminamos aquella charla; y dejamos que se divulgara la noticia de que pronto partiríamos de Uruk en dirección a la Tierra de los Cedros.

No puedo decir cuántas veces, mientras efectuábamos nuestros preparativos para el viaje, le pedí a Enkidu que me describiera el demonio. Cada vez me ofreció las mismas palabras. Habló del rugir, de la boca como fuego, de la enorme fuente de tormentosa fuerza. Bien, no podía creer que mintiera: no había artificio en Enkidu, no sabía nada del engaño ni del disimulo. Evidentemente había visto el demonio, y evidentemente también el demonio no era un enemigo que se pudiera tomar a la ligera. De tanto en tanto todos vemos demonios, porque están por todas partes, acechando detrás de las puerta, en el aire, en los tejados, bajo los arbustos; yo mismo había visto demonios muy a menudo; pero nunca había visto ninguno que pudiera compararse a Huwawa. Sin embargo, seguía sin sentir miedo. El mismo miedo que había expresado Enkidu no hacía más que acentuar mi resolución de traer de vuelta cedros del bosque de Huwawa. Elegí cincuenta hombres para que nos acompañaran, entre ellos Bir-hurturre, pero no Zabardi-bunug-ga, porque le dije que tenía que quedarse para mandar el ejército de la ciudad mientras yo estaba fuera. Hice preparar grandes azuelas para desbastar los árboles que íbamos a cortar, de un peso de tres talentos cada una, con mangos de madera de sauce y boj; y mis artesanos nos fabricaron espadas propias de héroes, con hojas de dos talentos de peso cada una, y vainas de oro, y empuñaduras que sólo la mano de un gran hombre podía aferrar. Reunimos nuestras más espléndidas hachas, nuestros arcos de caza, nuestras lanzas. Incluso antes del día de la partida oí la canción de batalla zumbar en mis oídos, algo que hacía mucho tiempo que no había oído, y me sentí de nuevo como un muchacho, sentí la sangre fresca circular ardiente por mis venas.

Por supuesto, los ancianos se mostraron taciturnos. Formaron una delegación en el muelle y se dirigieron a la ciudad a través de la Puerta de los Siete Cerrojos, cantando plegarias a su manera lánguida y grave. La gente se reunió en torno a ellos en el Mercado de la Tierra y todo el mundo empezó a cantar y a sollozar también, y vi que iba a haber problemas; así que me dirigí a la plaza del mercado y me presenté en persona ante los ancianos. No era difícil predecir lo que dirían:

—Todavía eres joven, Gilgamesh, tu coraje es más grande que tu prudencia, tu corazón te empuja a algo temerario. Emprendes un camino que nunca has recorrido, y te perderás. Eres fuerte, pero nunca vencerás a Huwawa. Es un ser monstruoso; su rugir es como el de la tormenta desatada, su boca es el mismo fuego, su aliento el aliento de la muerte. —Y así seguirían y seguirían.

Eso fue exactamente lo que dijeron. Les escuché; y luego respondí, sonriendo, que buscaría la protección de los dioses y que confiaba que los dioses me protegerían, como siempre lo habían hecho en el pasado. —Es un camino que nunca he recorrido, lo admito —dije—, pero voy a él sin miedo. Voy con el corazón alegre.

Cuando vieron que no iba a cambiar de opinión, alteraron su enfoque. Ahora se limitaron a advertirme que no confiara demasiado en mis propias fuerzas. Deja que Enkidu vaya primero, dijeron. Deja que él abra camino, deja que proteja al rey. Escuché calmadamente este consejo, aún sonriendo, sin entrar en ninguna disputa con ellos. También me dijeron que me colocara bajo la misericordia de Utu del sol, que es el dios que guarda a aquellos que están en peligro, y juré ir cada día al templo de Utu y ofrecerle dos niños, uno blanco sin mancha y otro moreno. Rogaría la ayuda de Utu, y le prometería una gloriosa ofrenda de alabanza y muchos regalos si me concedía un regreso seguro. Y en mi viaje a la Tierra de los Cedros efectuaría este rito y ese otro, esta observancia y aquella, para protegerme de todo mal. Prometí esas cosas con sinceridad. Después de todo, no ignoraba los peligros.

Cuando los ancianos dejaron de incordiarme, fue el turno de la sacerdotisa Inanna, que me llamó al templo que yo había construido para ella y me dijo furiosa:

—¿Qué es esta locura, Gilgamesh? ¿Adonde vas?

—¿Acaso eres mi madre, para hablarme de este modo?

—Por supuesto que no. Pero eres el rey de Uruk, y si mueres en esta aventura, ¿quién será rey después de ti?

Me encogí de hombros y dije:

—Eso es la diosa quien debe determinarlo, no yo. Pero no temas, Inanna. No moriré en este viaje.

—¿Y si mueres?

—No moriré —dije de nuevo.

—¿Es tan importante intentar esa aventura?

—Necesitamos el cedro.

—Envía tus tropas, entonces, y deja que sean ellas quienes luchen con los demonios.

—Ah, ¿quieres que digan que le tengo miedo a Huwawa y que envío a mis hombres en mi lugar, mientras me quedo sentado cómodamente en casa durante todo el resto de mis días? Iré, Inanna. Eso está decidido.

Me miró furiosa. Sentí, como sentía siempre, el poder de su belleza, que se hallaba ahora en toda su madurez; y sentí también la fuerza de su amor hacia mí, que había ardido dentro de ella como el fuego de los cielos desde que éramos niños; y sentí, más allá de eso, la furia que ella sentía hacia mí porque era incapaz de llenar en ningún sentido ese amor que existe normalmente entre los hombres y las mujeres.