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Pensé también en esas veces, una noche al año, en que ella y yo nos habíamos acostado juntos en el lecho de la diosa, cuando ella había yacido desnuda en mis brazos, con los pechos enhiestos y las piernas abiertas y los dedos clavados en mi espalda, y me pregunté si viviría para volver a abrazarla de nuevo de esa forma. Porque a mi manera yo la amaba también, aunque mi amor estaba siempre mezclado con una cierta desconfianza y algo más que un cierto temor hacia sus ardides. Guardamos silencio durante un tiempo. Luego ella dijo:

—Haré ofrendas por tu seguridad. Y ve a tu madre la vieja reina, y pídele que haga lo mismo.

—Eso es lo que pensaba hacer ahora —respondí. Era cierto. Enkidu y yo cruzamos la ciudad hasta la sabia y gran Ninsun, y me arrodillé ante ella y le dije que iba a partir hacia un sendero desconocido, con una extraña batalla que tendría que luchar al final. Ella suspiró y preguntó por qué los dioses, tras haberle dado a Gilgamesh por hijo, lo habían dotado con un corazón tan inquieto; pero no hizo ningún intento de disuadirme de mis planes. En vez de ello se levantó y se envolvió en su sagrada capa carmesí, se puso sus cubrepechos de oro y sus collares de lapislázuli y cornalina, y la tiara sobre su cabeza, y se dirigió al altar de Utu en el techo de su morada. Prendió incienso ante él y habló con el dios durante un tiempo; y cuando regresó a nosotros, se volvió hacia Enkidu y dijo:

—Tú no eres el hijo de mi carne, fuerte Enkidu, pero te adopto como hijo mío. Te adopto ante todas mis sacerdotisas y devotos. —Colgó un amuleto en torno al cuello de Enkidu, y lo abrazó, y dijo—: Te lo confío. Guárdalo. Protégelo. Tráelo sano y salvo de vuelta. Es el rey, Enkidu. Y es mi hijo.

Las plegarias y las conversaciones terminaron por fin; y conduje a mis hombres fuera de la ciudad de Uruk, en dirección a la Tierra de los Cedros.

21

Avanzamos rápidamente alejándonos de las cálidas tierras bajas, dejando a nuestras espaldas los bosquecillos de palmeras datileras y el dorado seno del desierto, y ascendimos hacia la fría y verde región alta del este. Viajamos a marchas forzadas desde el amanecer hasta el anochecer, cruzando siete montañas una tras otra sin pausa, hasta que finalmente los bosques de cedros se irguieron ante nosotros, incontables legiones de árboles que se alineaban en las laderas de la escabrosa tierra que se abría ante nosotros. Nos resultaba extraño ver tantos árboles, puesto que la Tierra tenía muy pocos. Hacían que las escarpadas colinas parecieran casi negras. Parecían como un ejército hostil, aguardando tranquilamente para masacrarnos.

Había otra cosa sumamente extraña en aquellas escarpaduras como colmillos y rocosas barrancas: los fuegos de los dioses desterrados y de los demonios que brotaban de las piedras aquí y allá, y su densa efusión, negra y oleosa, que avanzaba deslizándose hacia nosotros como las lentas serpientes del mundo inferior. Porque estábamos entrando en la región que es conocida como la Tierra de los Rebeldes, donde fueron exiliados los dioses que se alzaron contra Enlil. Aquí arrojaron los victoriosos guerreros Enlil y Ninurta y Ningirsu a sus derrotados enemigos en esa gran batalla que libraron los dioses hace mucho tiempo; y aquí moran todavía, gruñendo y murmurando y agitando la tierra, lanzando aún sus grandes estallidos de humo y fuego y dejando que sus oleosas serpientes supuren de las profundidades del suelo. A cada paso que dábamos penetrábamos más profundamente en aquel oscuro reino, sabiendo durante todo el tiempo que una serie de siniestras deidades de furiosos ojos rojos bufaban y escupían bajo nuestros pies.

Sin embargo, no podíamos permitirnos tener miedo. Nos deteníamos en los momentos adecuados y efectuábamos los ritos adecuados a Utu, a An, a Enlil, a Inanna. Cuando acampábamos por la noche cavábamos pozos y dejábamos que las sagradas aguas brotaran a la superficie como ofrendas. Finalmente, antes de dormirme, invocaba a Lugalbanda y tomaba consejo de él, porque él había estado personalmente en aquellas tierras, y había sufrido grandemente a causa de los humos nocivos y los estallidos de los dioses rebeldes. Su presencia era un gran consuelo en mi interior.

Enkidu conocía bien aquella región. Como la criatura salvaje que antes había sido, nos guió a través de las interminables leguas sin señalizar, sin ningún error. Nos llevó rodeando lugares que habían resultado quemados y ennegrecidos por el ardiente aliento de peligrosos espíritus. Nos condujo más allá de regiones donde el terreno se había deslizado y roto y alzado y resultaba infranqueable. Nos llevó pasadas profundas extensiones de oleosa materia que se extendían como negros lagos sobre el seno de la tierra. Nos acercábamos más y más al propio corazón del bosque, al dominio del demonio Huwawa.

Ahora estábamos entre los primeros cedros. Si hubiéramos venido sólo por madera, supongo que hubiéramos podido talar veinte o sesenta árboles y regresar felizmente con ellos a Uruk, proclamando nuestro triunfo. Pero no habíamos venido sólo por madera. —Hay una gran puerta ahí, que sella el interior del sagrado bosque —dijo Enkidu—. Ya estamos muy cerca de ella.

—¿Y Huwawa? —pregunté.

—Al otro lado de la puerta, no muy lejos.

Le miré de cerca. Su voz era fuerte y firme, pero todavía no me sentía completamente seguro de él. No deseaba herir su orgullo; pero al cabo de un momento pregunté:

—¿Va todo bien hasta ahora, Enkidu?

Sonrió y dijo:

—¿Te parezco pálido? ¿Me ves temblar de miedo, Gilgamesh?

—En Uruk te oí hablar con gran respeto de Huwawa. No hay forma de escapar de él, dijiste. Es un monstruo más allá de todo lo imaginable, dijiste. Cuando rugió, creíste que ibas a morir de terror. Eso fue lo que dijiste.

Enkidu se encogió de hombros.

—Quizá dije todas esas cosas en Uruk. En las ciudades los hombres se vuelven blandos. Aquí siento que vuelven mis fuerzas. No hay nada a lo que temer, amigo mío. Sígueme: sé dónde mora Huwawa, y los caminos que recorre. —Y apoyó una mano en mi brazo y le dio un apretón, y pasó fuertemente un brazo en torno al mío.

Un día más tarde llegamos al muro del bosque, y a la gran puerta.

Me había estado preguntando acerca de aquel muro desde que Enkidu me hablara por primera vez de ella. La Tierra de los Cedros se halla en la línea fronteriza entre la Tierra y el país de los elamitas, y su propiedad se hallaba en disputa al menos desde los días de Meskiaggasher, el primer rey de Uruk. Puesto que se trata de un territorio no cultivable, nunca hemos intentado tomar posesión formal de él, pero siempre que hemos necesitado madera de cedro hemos entrado libremente en él y tomado toda la que precisábamos. El asunto empezaba a ser serio si alguien estaba erigiendo muros en el bosque. Una cosa es que Enlil decida apostar algún terrible demonio ígneo allí para que proteja los árboles en su nombre: no tengo nada que decir a lo que Enlil haga. Pero no toleraría que cualquier rey de la montaña elamita de negra barba empiece a erigir muros con la intención de reclamar todo el bosque para sus sucias y harapientas tribus. En el momento en que vi el muro supe que eran los elamitas y no Huwawa o cualquier otro espíritu quienes lo habían erigido. Tenía en él la marca de los hombres, y no de unos hombres excesivamente hábiles en asuntos de construcción. Troncos de cedro, torpemente ajustados entre sí e indiferentemente atados con juncos, se apilaban de forma confusa a lo largo de un sinuoso sendero que se extendía en ambas direcciones hasta donde el ojo podía alcanzar: la rosada madera de los árboles quedaba tristemente expuesta, como si los troncos hubieran sido desollados en vez de cepillados. Sentí que la furia crecía dentro de mí a la vista de aquel torpe muro. Miré a mis hombres y dije: —Bien, ¿derribamos esta mezquina construcción y entramos en el bosque?