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—Vamos —dije—. Preparémonos. Huwawa nos aguarda. El calor del combate calentará nuestra sangre y fortalecerá nuestra resolución. Creo que no hay ningún demonio que pueda hacernos daño, si permanecemos codo con codo. Pero si caemos en la lucha, bien, dejaremos un nombre que permanecerá para siempre.

Escuchó sin responder. Al cabo de un momento asintió y se puso en pie, y tocó mi mano con la suya, y pisoteó el fuego para apagarlo, y fue a aceitar sus armas. Por la mañana cruzamos la puerta y penetramos en el bosque de cedros, no temerariamente, pero sí con valentía y determinación.

Era un sorprendente lugar. Era casi como un templo: sentí la presencia de dioses a todo mi alrededor, aunque no sabía qué dioses eran. Los cedros eran los árboles más altivos que jamás hubiera visto, y se alzaban como lanzas hacia los cielos, dejando espacio—, sos claros entre ellos; pero sus copas eran tan densas que la luz del sol apenas penetraba en el manto que tejían sobre nuestras cabezas. Era un mundo verde y silencioso, frío, lleno de deleite. Ante nosotros se alzaba una montaña aislada, sin duda una morada de los dioses, un trono adecuado para los más altos de ellos. Pero a nuestro alrededor flotaba también la presencia de Huwawa: lo sentíamos, y veíamos sus huellas, porque había algunas zonas del bosque donde los gases y los fuegos subterráneos se habían abierto camino, y aquella era la marca del demonio.

Sin embargo no había ningún signo inmediato de él. Penetramos más, hasta que la oscuridad nos detuvo. Cuando el sol empezó a descender cavé un pozo e hice una ofrenda de agua, y esparcí tres puñados de harina fina ante la montaña, y pedí a los dioses de la montaña que me enviaran un sueño favorable. Luego me tendí al lado de Enkidu y me dispuse a dormir. En la hora media de la noche desperté de repente, y me senté erguido, completamente alerta. A la menguante luz de las brasas de nuestro fuego vi los brillantes ojos de Enkidu. —¿Qué te preocupa, hermano? —¿Has sido tú quien me ha despertado? —No —dijo—. Debes haber tenido un sueño. —Un sueño, sí. Sí. —Cuéntamelo.

Miré dentro de mí y vi la bruma llenar densa mi mente, como espesos flecos blancos; pero tras ellos capté un atisbo de mi sueño, o de alguna parte de él. Cruzábamos una profunda garganta de la montaña de cedros, Enkidu y yo, en aquel sueño; contra la gran masa de la montaña no parecíamos más grandes que las pequeñas moscas negras que zumban entre las cañas de los pantanos; y entonces la montaña se inclinó como una nave agitada por el seno del mar y empezó a caer. Eso fue todo lo que pude recordar. Le conté el sueño a Enkidu, con la esperanza de que pudiera leerlo por mí; pero se encogió de hombros y dijo que era una visión inconclusa, y me animó a que volviera a ella. Dudaba de poderme dormir de nuevo aquella noche, pero estaba equivocado, porque tan pronto como cerré los ojos estaba soñando otra vez. Y era el mismo sueño: la montaña estaba derrumbándose sobre mí. Un retumbante desprendimiento de rocas barrió mis pies del suelo, y una terrible luz me cegó intolerablemente. Pero entonces apareció un hombre, o un dios, creo, revestido de una gracia y belleza como nunca he hallado en este mundo. Me extrajo de debajo de la montaña y me dio a beber agua, y mi corazón se confortó; me alzó y puso mis pies de nuevo en el suelo. Desperté a Enkidu y le conté mi segundo sueño. Dijo de inmediato:

—Es un sueño favorable; es un excelente sueño. La montaña que viste, amigo mío, es Huwawa. Aunque caiga sobre nosotros, lo derrotaremos, ¿entiendes? Los dioses están contigo: mañana lo atraparemos. Lo mataremos. Arrojaremos su cuerpo sobre la llanura.

—Pareces muy seguro de eso.

—Estoy seguro —dijo—. Ahora duerme de nuevo, hermano. Duerme. Seguimos durmiendo. Esta vez la montaña de los cedros ofreció un sueño a Enkidu, y no un sueño reconfortante: torrentes de fría lluvia cayeron sobre él, y se acurrucó y se estremeció como la cebada en una tormenta invernal. Le oí gritar, y despertó, y me contó su sueño. No buscamos su significado. Hay veces en que es mejor no sondear demasiado profundamente un sueño. Una vez más en aquella noche atormentada por los sueños descansé la mejilla sobre mis rodillas y me dispuse a dormir; y de nuevo soñé, y de nuevo desperté desconcertado por él, asombrado, temblando.

—¿Otro? —preguntó Enkidu.

—¡Mira como tiemblo! —susurré—. ¿qué me ha despertado? ¿Ha pasado algún dios? ¿Por qué noto la carne tan entumecida?

—Dime, ¿soñaste de nuevo?

—Sí. Soñé un tercer sueño, más estremecedor aún que los otros.

—Cuéntamelo.

—¿Qué hemos comido, que nos proporciona estos sueños por la noche?

—Hasta que lo cuentes, será como una losa en tu alma.

—Sí. Sí —dije. Pero lo rechacé de nuevo, aunque sus horrendas imágenes llameaban todavía en mi mente. Enkidu tenía razón: uno tiene que contar sus sueños, tiene que ponerlos a la luz, o atormentarán tu alma como quimeras. Al cabo de un momento inspiré profundamente y dije, con voz baja y entrecortada—: Esto es lo que he soñado: el día era tranquilo, el aire estaba inmóvil. Y luego, de pronto, los cielos chillaron, la tierra lanzó retumbantes rugidos. La luz del día falló; vino la oscuridad. Llamearon relámpagos, y ardieron fuegos en el horizonte. Las nubes gravitaron pesadas y la muerte llovió desde ellas. Luego el resplandor desapareció. El fuego se apagó, y todo a nuestro alrededor se vio reducido a cenizas.

Enkidu se estremeció.

—Creo que no deberíamos volver a dormirnos esta noche —dijo. —¿Pero y el sueño? ¿Qué hay del sueño?

—Vamos, levántate, camina conmigo, hermano. Olvida el sueño.

—¿Olvidarlo? ¿Cómo?

—Sólo es un sueño, Gilgamesh.

Le miré, desconcertado. Luego sonreí.

—Cuando los presagios son favorables, dices que el sueño es excelente. Cuando los presagios son lúgubres, dices que sólo es un sueño. ¿Acaso no ves…?

—Veo que se acerca la mañana —dijo Enkidu—. Vamos, camina conmigo por el bosque. Tenemos mucho que hacer cuando amanezca.

Sí, pensé. Quizá tuviera razón. Quizá el sueño no mereciera ser examinado más detenidamente. La mañana podía traer grandes desafíos: necesitábamos con nosotros todo nuestro valor.

Levanté a los hombres con la primera luz. Nos colocamos nuestros petos y nuestras espadas y aferramos nuestras hachas, y empezamos a bajar la ladera que conducía al valle que se extendía delante de la montaña cubierta de cedros. Aquél era el lugar, decía Enkidu, donde había encontrado a Huwawa la otra vez que había estado allí. El demonio había brotado bruscamente del suelo, dijo: había tenido suerte de poder escapar.

—Hoy —dijo— será Huwawa quien tenga suerte de escapar. Y cuando hayamos terminado con él, nos encargaremos de esos elamitas que construyen muros en torno al bosque, ¿eh, hermano? —Y se echó a reír. Hacía sentirse bien el ir de nuevo a la guerra. No importaba que nuestro enemigo fuese un demonio. No importaba que mi último sueño y el de Enkidu estuvieran llenos de tenebrosos presagios. Siempre es una alegría ir a la guerra: hay poesía en ella, hay música. Eso es lo que se suponía que teníamos que hacer en el mundo, aquellos que éramos guerreros. Tal vez no comprendáis eso, vosotros que os sentáis en vuestros hogares en las ciudades y acumuláis grasas. Pero la auténtica guerra no es ciega destrucción: es poner en orden aquellas cosas que deben ser puestas en orden, y ésa es una tarea sagrada.

Mientras avanzábamos sentí retumbar el suelo, de una forma distante pero inconfundible. Parecía quizá como si uno de los dioses cornudos estuviera agitándose y yendo de un lado para otro por ahí abajo. Eso hizo que me detuviera por unos momentos. Lucharé contra los demonios con el corazón alegre, pero, ¿qué esperanzas tengo de luchar contra los dioses? Recé a Lugalbanda para que estuviera equivocado, que aquel lejano resonar subterráneo que sentía no presagiara la ira de Enlil. Que sólo fuera el despertar de Huwawa, rogué. Que sólo fuera el demonio, y no el dios.