A mis espaldas oí a los hombres murmurar inquietos.
—¿Cómo es ese demonio? —preguntó uno. Y otro dijo—: Colmillos de dragón, rostro de león. —Y otro dijo—: Ruge como el torbellino. —Y otro aún dijo—: Garras en los pies, ojos de muerte.
Volví la vista hacia ellos y me reí estentóreamente y exclamé:
—¡Adelante, asustaos vosotros mismos! ¡Hacedlo realmente poderoso! ¡Tres cabezas, diez brazos! —Y puse mi mano haciendo trompeta ante los labios y grité al brumoso bosque—: ¡Huwawa! ¡Ven! ¡Ven, Huwawa!
El suelo tembló de nuevo, de forma más vehemente.
Aceleré el paso, con Enkidu a mi lado y los demás pegados a mis talones. Había un gran cedro aislado que se erguía como un mástil delante de nosotros, más alto que todos los demás, y pensé: ésta es la forma de llamar a Huwawa. Y solté mi hacha y me puse a trabajar con todas mis fuerzas, y Enkidu hizo lo mismo al otro lado, cortando la muesca inferior para guiarlo en su caída. Sentí que un gran calor se apoderaba del aire, lo cual era extraño, puesto que aún nos hallábamos en la parte más fría de la mañana. Por tercera vez se produjeron temblores bajo mis pies. Algo estaba despertando, no había la menor duda al respecto, algo enorme y feroz, ardiente y furioso. Vi las copas de los árboles agitarse en la distancia. Oí el crujir y el chasquear de ramas al romperse. Seguimos dando golpe tras golpe al gran cedro, hasta que estuvo ya a punto de caer.
Entonces, para mi horror, me di cuenta del zumbido que me advertía de que la presencia del dios brotaba dentro de mí. El acceso iba a apoderarse de mi cuerpo con tanta seguridad como si hubiera estado batiendo el tambor para despertarlo. No ahora, supliqué desesperado. ¡No ahora! Pero hubiera sido más fácil refrenar los ocho vientos. Las venas de mi cuello se hincharon y latieron con una dura pulsación. Parecía como si los globos oculares quisieran salírseme de sus órbitas. Me hormigueaban las manos. Cada golpe del hacha contra la madera enviaba fuego a través de mis venas.
—¡Corta, hermano, corta! —exclamó Enkidu desde el otro lado del cedro. No comprendía lo que me estaba ocurriendo—. Ya lo tenemos. Otros cuatro golpes…, tres…
Sentí éxtasis y terror a la vez. El aire a mi alrededor era azul y chisporroteante. Un río de negra agua brotaba del suelo. Un aura dorada rodeaba todo lo que podía ver. El dios estaba apoderándose de mi mente.
El suelo se agitó sacudió y osciló locamente. Llamé tres veces a Lugalbanda a voz en grito.
Entonces oí la voz de Enkidu rugiendo por encima de toda la confusión:
—¡Huwawa! ¡Huwawa! ¡Huwawa!
Apareció el demonio, pero yo no lo vi en aquel momento. La oscuridad me abrumó; fui engullido por el dios.
22
Cuando volví a captar algo que tuviera sentido me encontré tendido en el suelo con la cabeza en el regazo de Enkidu. Estaba frotando mi frente y mis hombros, y aquello era muy relajante. Sentía dolor en todas partes, pero en especial en mi rostro y cuello. El gran cedro había caído; de hecho, la mayor parte de los árboles a nuestro alrededor estaban derribados o parcialmente derribados, como si medio bosque hubiera sido barrido por un terremoto. Oscuras fisuras cebraban el suelo en una docena de lugares. Directamente frente a nosotros la tierra se había hendido por completo y una horrenda columna de humo, negra con feroces lenguas ígneas, ascendía directa hacia el cielo, produciendo un ruido como el bramar del Toro de los Cielos en el último día del mundo.
—¿Qué es esa cosa? —pregunté a Enkidu, señalando la rugiente columna de humo.
—Es Huwawa —dijo.
—¿Qué? ¿Acaso Huwawa no es más que humo y llamas?
—Ésa es la forma que ha adoptado hoy.
—¿Tenía otra forma, esa otra vez que estuviste aquí?
—Es un demonio —dijo Enkidu con un alzarse de hombros—. Los demonios toman cualquier apariencia que les plazca. Tiene miedo de atacar, porque siente al dios que hay en ti. Flota ahí, surgiendo a borbotones. Este es el momento de terminar con él. —Ayúdame a ponerme en pie. Me levantó como si yo fuera un niño y me mantuvo erguido. Sentí un mareo y me tambaleé, pero me sostuvo, y luego el mareo pasó. Planté mis pies en el suelo. La tierra debajo de mí estaba vibrando por la fuerza de la exhalación de Huwawa en su cubil subterráneo, pero aparte eso parecía firme de nuevo. Quien fuera el que se había agitado en ella antes del temblor, ya hubiera sido el cornudo Enlil o sólo su secuaz Huwawa, ya no estaba sacudiendo las columnas y los cimientos que sostenían el mundo. Avancé y miré a Huwawa.
Era difícil acercársele. El aire en las inmediaciones de aquella humeante columna era hediondo y aceitoso, y se aferraba a mis pulmones como algo viscoso. Mi cabeza pulsaba, y no sólo por las secuelas de mi acceso. Recordé la historia de la ocasión en que Lugal-banda, viajando por aquellas regiones orientales, fue atacado por un demonio de humo muy parecido a éste en las laderas del monte Hurum, y fue dejado por muerto por sus camaradas.
—Debemos ir con cuidado —dije a los demás— e impedir que la materia del demonio penetre en nosotros por la nariz. —Cortamos el doblez de nuestras ropas y lo envolvimos sobre nuestros rostros, y cuidamos de respirar lo más ligeramente posible mientras observábamos aquel nocivo humo.
La grieta que se había abierto en la tierra para dejar salir a Huwawa no era grande: podía medir su anchura con mis dos manos extendidas. Sin embargo, el demonio brotaba hirviendo de ella con enorme fuerza. Miré, intentando ver el rostro y los ojos, pero no vi nada excepto humo. Exclamé:
—¡Te conjuro, Huwawa, a que te muestres tal como eres! —Pero seguí sin ver nada más que humo. —¿Cómo podemos acabar con él, si sólo es humo? —dijo Enkidu.
—Ahogándole —respondí—. Y asfixiándole.
Señalé hacia un lado, donde el temblor había liberado un manantial subterráneo. Ahora un pequeño riachuelo avanzaba hacia el fondo del valle: el agua era caliente a causa de la respiración del dios que había debajo de la tierra, supongo, y de ella brotaban nubéculas de vapor. Nos reunimos a su alrededor y elaboramos un plan. Puse a treinta de mis hombres a trabajar cavando un canal para guiar el arroyo hacia un lado, hacia la boca a través de la que Huwawa rugía al aire; y asigné a los otros la tarea de desbastar el tronco del gran cedro, cortando de él un largo de aproximadamente dos veces la altura de un hombre y dándole la forma de una puntiaguda estaca. Trabajamos rápidamente, temiendo que el demonio pudiera tomar su forma sólida y atacarnos; pero la presencia del dios en mí parecía mantenerlo aún a raya. Para asegurarnos puse a tres hombres a entonar cánticos y hacer signos sin pausa.
Cuando estuvimos preparados llamé:
—¿Huwawa? ¿Oyes mi voz, demonio? ¡Es Gilgamesh, rey de Uruk, quien acaba contigo! —Miré a Enkidu, y por un instante, digo la verdad, sentí miedo y duda. No es pequeña empresa acabar con un demonio que está al servicio de Enlil. De modo que me pregunté después de todo si había necesidad de acabar con él…, si no sería suficiente sellar su agujero y dejarlo encerrado allí. Os digo que mi corazón sintió compasión hacia el demonio. ¿Suena eso extraño? Pero es lo que sentí.
Enkidu, que conocía mi alma como si fuera la suya propia, me vio vacilar. Exclamó:
—¡Apresúrate, Gilgamesh, ahora! No es momento de dudar. El demonio tiene que morir, hermano, si tienes alguna esperanza de abandonar este lugar. No hay otra alternativa. Perdónale, y nunca volverás a tu ciudad y a la madre que te trajo al mundo. Bloqueará el camino de la montaña contra ti. Hará los senderos infranqueables.
Vi la sabiduría de aquello. Alcé la mano y di la señal.