En aquel momento mis hombres practicaron una abertura en el dique de tierra que habían construido cortando el paso al riachuelo, y dejaron que sus aguas se derramaran en el nuevo canal que habían practicado hasta el orificio abierto por Huwawa. Contemplé la cascada de humeante agua fluir rápidamente de vuelta a su hogar: y cuando alcanzó la grieta y cayó dentro, de sus profundidades brotó un gemido y un aullido tan estremecedores que apenas pude creerlo. Un blanco chorro de humo ardiente surgió en el corazón de la nube negra, y oí el tronar y el rugir. El suelo tembló como si se preparara para oscilar y abrirse de nuevo. Pero me mantuve firme. La grieta engulló el riachuelo, y el riachuelo siguió manando, devolviendo a las profundidades todo lo que éstas podían beber. Las chispas rojas dentro de la negra columna disminuyeron; el hediondo humo osciló y brotó en estranguladas bocanadas.
—Ahora —dije, y alzamos la estaca de cedro.
Yo cargué con la mayor parte del peso, aunque Enkidu con su mano buena me ofreció más fuerza que cualquier otro hombre sano y en plenas condiciones, y siete u ocho de mis otros hombres corrieron a nuestro lado y nos dieron apoyo. Llevamos aquella tremenda estaca al trote hasta que la tuvimos apuntada sobre el humeante agujero, tan cerca de él como podíamos, con los ojos llenos de lágrimas y los rostros enrojecidos por contener el aliento; y entonces nos alzamos sobre la punta de nuestros pies y arrojamos la estaca hacia delante y hacia abajo y la introdujimos por la abertura.
Retrocedimos rápidamente, pensando que la tierra iba a entrar en erupción. Pero no: el demonio estaba debilitado o ahogado por el agua, y no podía resistir el empuje de la madera. Vi algunos retorcidos jirones de humo brotar de la tierra a una cierta distancia; pero al cabo de-poco desaparecieron, y no oímos nada más.
Todo permanecía mortalmente quieto y en silencio. El brillo y la gloria que habían sido Huwawa se habían apagado. No había humo, no había fuego, sólo el hedor residual que manchaba el aire y asaltaba nuestros olfatos, e incluso eso estaba empezando a disiparse rápidamente en el fresco y suave bosque de cedros. Supongo que cuando el relato de esta hazaña, tras ser contado una y otra y otra vez, empiece a cambiar como suelen hacerlo todas esas historias con el tiempo, dirá que Enkidu y yo corrimos contra Huwawa y le cortamos la cabeza; porque los arpistas de los tiempos por venir no comprenderán cómo pudimos matar a un demonio sin nada más que un pequeño riachuelo y una estaca afilada. Que así sea; pero esto es lo que hicimos, digan lo que digan cuando yo ya no esté aquí para testificar la verdad.
—Está muerto —dije—. Vamos, purifiquemos el lugar y sigamos adelante.
Cortamos ramas de cedro y las depositamos sobre la tumba del demonio, e hicimos las ofrendas, y dijimos las palabras. Después elegimos cincuenta espléndidos troncos de cedro para llevarnos con nosotros a Uruk, y los desbastamos y los cargamos; y cuando hubimos terminado con todo esto, regresamos al muro que los elamitas habían construido y lo destruimos como hubiéramos hecho con uno de paja, aunque en beneficio de la belleza dejamos intacta la esplendorosa puerta que el traidor Utu-ragaba había erigido para el rey de la montaña.
Cuando abandonamos el lugar, un centenar de guerreros elamitas acudieron a nosotros, y nos preguntaron en nombre de su rey por qué habíamos violado sus dominios. A lo que respondí que no estábamos violando ningún dominio, sino que habíamos venido simplemente a recoger un poco de madera para nuestro templo, lo cual había exigido de nosotros que matásemos al demonio del lugar. Consideraron que aquello era una insolencia por mi parte.
—¿Quién eres tú, hombre? —preguntó su líder.
—¿Que quién soy yo? —Miré a Enkidu—. Díselo.
—Bueno, eres Gilgamesh, rey de Uruk, el más grande de los héroes, el toro salvaje que saquea las montañas a su antojo: Gilgamesh el rey, Gilgamesh el dios. Y yo soy Enkidu, tu hermano. —Se dio una palmada en el vientre y rió, y le dijo al elamita—: ¿Conoces el nombre de Gilgamesh, amigo? —Pero los elamitas huían ya. Seguimos tras ellos y acabamos más o menos con la mitad, y dejamos irse a los otros, de modo que pudieran llevarle a su rey la noticia de que no era prudente construir muros en torno al bosque de los cedros. Creo que comprendió sin problemas el buen juicio de esa decisión, porque no volví a oír hablar de tales muros, ni de Huwawa el terrible, y en los siguientes años dispusimos sin problemas de todo el cedro que necesitamos de aquel bosque.
23
Fue un momento de triunfo. Entramos en Uruk tan victoriosos como si hubiéramos conquistado seis reinos. Creo que había una especie de locura en nuestro orgullo, pero creo también que era un orgullo perdonable. Después de todo, uno no mata a un demonio cada día.
Así que celebramos nuestros éxitos en la Tierra de los Cedros y nuestro regreso sanos y salvos con grandes fiestas y risas. Pero hubo un toque de discordia al inicio de aquella noche de gloriosa diversión, y hubo otro antes de que terminara.
Cuando nos acercamos a las murallas de la ciudad a última hora de la tarde con nuestro botín, la Puerta Real se abrió de par en par y por ella surgió un grupo de bienvenida compuesto por muchos carros y dirigido por Zabardi-bunugga. Sonaron trompetas, se agitaron banderas; oí gritar mi nombre una y otra vez. Nos detuvimos y aguardamos. Zabardi-bunugga avanzó hacia mí, me saludó con las manos alzadas y me presentó el haz de gavillas de cebada que es el saludo acostumbrado a un rey que regresa. Hizo su ofrenda de acción de gracias por mi seguridad, y luego derramamos juntos una libación a los divinos. El bueno y leal Zabardi-bunugga, con su chato rostro: ¡un gran príncipe! Cuando hubieron terminado esas ceremonias nos abrazamos de un modo menos formal. Saludó también graciosamente a Enkidu, y sonrió su bienvenida a Bir-hurturre. Si había alguna envidia en Zabardi-bunug-ga porque no había tomado parte en nuestra gran aventura, no supe verla. Le conté cómo había ido el viaje; pero ya lo sabía, porque habíamos enviado heraldos con la noticia de nuestra victoria. Luego le pregunté cómo habían ido las cosas en Uruk durante mi ausencia, y una sombra cruzó sus ojos y miró a un lado mientras decía:
—La ciudad prospera, oh Gilgamesh.
No era difícil captar la intranquilidad en él, la vacilación, la incomodidad. Dije:
—¿En verdad prospera?
—¿Puedo entrar contigo en la ciudad? —respondió nerviosamente.
Le invité a subir al carro. Miró a Enkidu, que iba a mi lado; pero yo me limité a encogerme de hombros, como diciendo: cualquier cosa que tengas que decirme puede ser oída por mi hermano. Cosa que Zabardi-bunug-ga comprendió sin necesidad que yo tuviera que decírsela. Subió al carro, y Enkidu dio la señal para que la procesión continuara a través de la gran puerta de la ciudad.
—¿Y bien? —dije—. ¿Hay problemas? Cuéntame.
—La diosa se agita inquieta —dijo Zabardi-bunugga en voz baja—. Creo que hay peligro, Gilgamesh.
—¿Cómo es eso?
—Medita mucho. Se inquieta. Cree que la has eclipsado, que la dominas. Dice que la ignoras, que no la consultas, que sigues tu propio camino hasta el punto de que ésta ya no es la ciudad de Inanna, sino que se ha convertido solamente en la ciudad de Gilgamesh.
—Soy el rey —dije—. Yo llevo la carga. —Creo que te recordará que eres rey por gracia de la diosa.
—Lo soy, y nunca lo olvido. Pero ella debe recordar también que no es la diosa, sino sólo la voz de la diosa. —Entonces me eché a reír—. ¿Crees que estoy blasfemando, Zabardi-bunugga? No. No. Ésta es la verdad: todos debemos recordarla. La diosa habla a través de ella; pero ella sólo es una sacerdotisa. Y yo llevo el peso de la ciudad cada día. —Cuando nos acercábamos a la puerta de la ciudad dije—: ¿Qué pruebas tienes de esa ira suya?
—Lo he sabido por mi padre, que dice que recibió su visita en el templo de An para consultar antiguas tablillas, escritas en tiempos de Enmerkar, los anales del reinado de tu abuelo, el registro de sus contactos con la sacerdotisa de su época. También ha estado en los archivos de los sacerdotes de Enlil. Y ha convocado varias veces la asamblea de ancianos para que se reunieran con ella mientras tú estabas fuera.