—¿Ofrecerte? ¿Qué estás diciendo? Sus ojos brillaban de una forma extraña, como soles de plata alzándose a medianoche.
—Cásate conmigo, Gilgamesh. Sé mi esposo. Me quedé absolutamente abrumado ante aquello. —¡Pero no es la estación adecuada, Inanna! —dije con voz entrecortada—. Todavía faltan algunos meses para el festival del nuevo año y…
—No estoy hablando ahora del Sagrado Matrimonio —dijo enérgicamente—. Hablo del matrimonio entre hombre y mujer, que viven bajo el mismo techo, y crían a sus hijos, y envejecen juntos a la manera de esposo y esposa. Si hubiera hablado en el lenguaje del pueblo de la luna no me hubiera sentido más desconcertado.
—Pero eso es imposible —exclamé, cuando hallé de nuevo el uso de mi lengua—. El rey…, la sacerdotisa…, nunca desde la fundación de la ciudad…, nunca en toda la historia de la Tierra…
—He hablado con la diosa. Ella da su consentimiento. Puede hacerse. Ya sé que es algo nuevo y extraño. Pero puede hacerse. —Avanzó un paso hacia mí, puso sus manos sobre mis manos—. Escúchame, Gilgamesh. Sé mi esposo, hazme la ofrenda de la semilla de tu cuerpo, no sólo una noche al año sino cada noche. Sé mi esposo y yo seré tu esposa. Escucha, te ofreceré espléndidos regalos: haré enjaezar para ti un carro de lapislázuli y oro, con ruedas de oro y cuernos de bronce. Dispondrás de demonios de las tormentas para tirar de él, en vez de muías. Nuestra morada estará llena de fragantes cedros, y cuando entres en ella el umbral te besará los pies. —Inanna…
No había forma de detenerla. Siguió hablando, como si salmodiara sumida en trance:
—¡Reyes y señores y príncipes se inclinarán ante ti! ¡Todo el producto de montañas y llanuras vendrá a ti como tributo! ¡Tus cabras parirán trillizos, tus ovejas mellizos! ¡El asno que cargue fardos para ti será más veloz que la más rápida de las muías; tus carros ganarán en todas las carreras; tus bueyes no tendrán rival, si sólo dejas que derrame sobre ti mis bendiciones, Gilgamesh!
—El pueblo no lo aceptará —dije mustiamente.
—¡El pueblo! ¡El pueblo! —Su rostro se endureció y oscureció; sus ojos se volvieron fríos—. ¡El pueblo no puede impedírnoslo! —Su presa sobre mi mano se hizo más fuerte: imaginé que podía sentir crujir mis huesos. Con un tono extraño dijo—: Los dioses están furiosos contigo, Gilgamesh, por la muerte de Huwawa. ¿No sabías esto? Quieren tomar venganza.
—No es así, Inanna. —Ah, ¿caminas tú con los dioses como yo camino con los dioses? Te diré una cosa: Enlil llora la muerte del guardián de su bosque. Te harán pagar con sangre esa muerte. Te harán llorar como ahora llora Enlil. Pero yo puedo protegerte de eso. Puedo interceder. ¡Entrégate a mí, Gilgamesh! ¡Tómame como tu esposa! Soy tu única esperanza de paz.
Sus palabras cayeron sobre mí como un helado torrente sin piedad. Deseé huir de ella; deseé enterrar mi cabeza en algún lugar blando y oscuro y dormir. Todo aquello era una locura. ¿Casarme con ella? No había ninguna forma de llevarlo a la práctica. Por un alocado momento pensé en lo que sería compartir su cama noche tras noche, sentir el fuego de su aliento contra mi mejilla, saborear la dulzura de su boca. Sí, por supuesto, ¿qué hombre rechazaría tales cosas? ¿Pero el matrimonio? ¿Con la sacerdotisa, con la diosa? Ella no podía casarse; yo no podía casarme con ella. Aunque la ciudad lo permitiera —y la ciudad no lo permitiría, la ciudad se alzaría al instante contra nosotros y arrojaría nuestros cadáveres a los lobos—, yo no podría soportarlo. Ir humildemente al templo con mis regalos nupciales, arrodillarme ante mi propia esposa porque también era la diosa, la Reina de los Cielos…, no, no, sería mi ruina. Yo soy el rey. El rey no debe arrodillarse. Agité la cabeza como para despejar la bruma que se estaba acumulando y espesando en mi espíritu. Empecé a comprender la verdad. Sus planes se me hicieron claros: una mezcla de codicia y lujuria y envidia. Su objetivo era arrastrarme hasta su trampa, hacerme caer. Si no podía romper el poder del rey de otra manera, lo rompería a través del matrimonio. Puesto que era una diosa, podría hacerme arrodillar ante ella como ningún hombre, y por supuesto ningún rey, se arrodilla jamás ante su esposa. La gente se reiría de mí en las calles. Los propios perros me ladrarían a mis talones. Pero no permitiría que me dominara de aquel modo. No dejaría que comprara mi esclavitud con su cuerpo. Y todas sus palabras sobre la ira de los dioses, que sólo ella podía alejar de mí…, no, eso no era más que una estúpida mentira dirigida a asustarme. No le permitiría que me amenazara tampoco.
Mientras todas esas cosas se aclaraban en mi mente, sentí que una ardiente rabia crecía en mí como el fuego en una montaña en pleno verano. Quizá fuera por el hecho de haber permanecido despierto toda la noche, quizá fuera por el vino, quizá fuera porque algún tenebroso demonio flotante del aire del amanecer había penetrado en mi espíritu; o quizá fuera simplemente porque estaba ahíto del arrogante orgullo surgido de mi victoria sobre Huwawa; pero me puse inmoderadamente furioso. Retiré bruscamente mi mano de las suyas y me erguí en toda mi altura ante ella y exclamé:
—¿Dices que tú eres mi única esperanza? ¿Qué esperanza me ofreces, excepto la esperanza del dolor y la humillación? ¿Qué podría esperar, si fuera tan estúpido como para aceptarte en matrimonio? Sólo me ofreces peligro y tormento. —Las palabras brotaban furiosas de mí. No quería ni podía detenerlas—. ¿Quién eres tú? Un brasero que lucha inútilmente contra el frío. Una puerta trasera qué no retiene ni el viento ni la lluvia. Una tela impermeabilizada que empapa a su portador. Unas sandalias que hacen tropezar a quien las lleva.
Me miró con la boca abierta, sorprendida, tan sorprendida como me había sentido yo cuando la oí hablar de matrimonio.
—¿Quién eres tú? —proseguí—. Una bota que aprieta los pies de quien la calza. Una piedra que cae de un parapeto. Una brea que mancha las manos, un palacio que se derrumba sobre sus moradores, un turbante que no cubre la cabeza. ¿Casarme contigo? ¿Casarme contigo? ¡Ah, Inanna, Inanna, qué estupidez, qué locura!
—Gilgamesh…
—¿Hay alguna esperanza para el hombre que cae en las redes de Inanna? El jardinero Ishullanu…, conozco esa historia. Vino a ti con cestos de dátiles, y tú le miraste y le sonreíste con esa sonrisa tuya, y dijiste: “Ishullanu, acércate a mí, déjame gozar de ti, tócame aquí y acaríciame ahí.” Y él retrocedió lleno de terror y dijo: “¿Qué quieres de mí? Sólo soy un jardinero. Me helarás como la escarcha hiela los brotes jóvenes.” Y cuando oíste esto lo transformaste en un topo y lo arrojaste de tu lado para que cavara túneles en la tierra.
—Gilgamesh —dijo, sorprendida—, ¡eso es sólo una historia de la diosa! ¡No fue obra mía, sino de la propia diosa, hace mucho tiempo!
—Es lo mismo. Tú eres la diosa, la diosa eres tú. Sus pecados son los tuyos. Sus crímenes son los tuyos. ¿Qué les ha ocurrido a los amantes de Inanna? ¿El pastor que acumulaba pasteles de harina para ti, y mataba a los tiernos infantes: te aburría, y le golpeaste y lo transformaste en un lobo, y ahora sus propios compañeros de horda lo apartan de su lado, y sus propios perros muerden sus ancas… —¡Una fábula, Gilgamesh, un cuento! —El león al que amaste: siete pozos cavaste para él, y siete más. El pájaro de muchos colores: rompiste su ala, y ahora permanece posado en el bosquecillo gimiendo: “¡Mi ala, mi ala!” El semental tan noble en la batalla: ordenaste el látigo y la espuela y la correa para él, y le hiciste galopar siete leguas, y ordenaste que bebiera agua lodosa…