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—¿Estás loco? ¿Qué estás diciendo? ¡Ésos son viejos cuentos de arpistas, las historias de la diosa! Supongo que era una especie de locura. Pero no podía detenerme.

—¿Has mantenido alguna vez un poco de lealtad hacia alguno de tus amantes? ¿Y no me tratarás a mí del mismo modo que los trataste a ellos? —Abrió la boca para hablar, pero ningún sonido salió de su boca, y en su silencio dije—: ¿Qué hay de Dumuzi? ¡Háblame de él! Lo enviaste al infierno. —¿Por qué arrojas antiguas fábulas contra mi rostro? ¿Por qué sigues reprochándome cosas que no tienen nada que ver conmigo?

La ignoré. Estaba sumido en la locura.

—No Dumuzi el dios —dije—. Dumuzi el rey, que gobernó esta ciudad, y murió antes de que se cumplieran sus años. ¡Sí, háblame de Dumuzi! Dumuzi el dios, Dumuzi el rey, Inanna la diosa, Inanna la sacerdotisa…, todo es lo mismo. Hasta los niños conocen la historia. Ella lo atrapa y lo utiliza y consigue su triunfo sobre él. No harás lo mismo conmigo. —Entonces recobré el aliento y me sequé la frente, y con una voz completamente distinta dije, muy fríamente—: Esto es el palacio real. No tienes nada que hacer aquí. Vete. ¡Vete!

Buscó las palabras que debía decir y de nuevo no las encontró, sólo sonidos tartamudeantes e ininteligibles. Jadeó y se tambaleó y retrocedió, los ojos en fuego, el rostro llameante. En la puerta, se detuvo un momento y me lanzó una larga mirada petrificante. Luego dijo, con una voz calmada que parecía brotar de las profundidades del mundo inferior:

—Sufrirás, Gilgamesh. Te lo prometo. Sentirás dolor más allá de cualquier dolor que hayas podido imaginar. Eso promete la diosa. —Y se fue.

24

Ese año, al llegar el tiempo del festival del nuevo año, el calor del verano no disminuyó, el viento húmedo llamado el Tramposo no sopló del sur, y no hubo señales de lluvia en el cielo septentrional. Esas cosas me indujeron un gran miedo, pero guardé mi intranquilidad para mí mismo y no dije nada ni siquiera a Enkidu. Después de todo, había habido otros otoños secos en el pasado, y las lluvias siempre habían vuelto, más pronto o más tarde. En este año quizá fuera más tarde, pero acabarían por llegar. O eso creía: o esperaba. Pero mi temor era grande, porque sabía que Inanna era mi enemiga.

La noche de la ceremonia del Sagrado Matrimonio nos enfrentamos cara a cara por primera vez desde la visita que me había hecho a palacio, aquel día al amanecer. Pero cuando entré en la larga estancia del templo para ir a su encuentro, sus ojos eran como piedras pulidas, y me recibió con el silencio de una piedra, y cuando dije: “Te saludo, Inanna”, no respondió, como debía hacerlo Inanna, con las palabras: “Te saludo, esposo real, fuente de vida”. Sabía que sobre Uruk se extendía la condenación, una condenación impuesta por su mano.

No sabía qué hacer. Llevamos a cabo la representación en el pórtico del templo, realizamos los ritos de la cebada y de la miel, fuimos al dormitorio y nos detuvimos de pie ante el lecho de ébano incrustado con marfil y oro. Durante todo este tiempo ella no me dirigió ni una sola palabra, pero supe por sus ojos que su odio hacia mí no había cedido ni un ápice. Las sacerdotisas doncellas retiraron sus cuentas y sus cubrepechos, y soltaron el pasador del triángulo que cubría sus ingles, y la dejaron desnuda ante mí, y descubrieron mi cuerpo para ella, y se retiraron de la estancia. Estaba tan hermosa como siempre, pero seguía sin haber el resplandor del deseo en ella; sus pezones estaban blandos y hundidos, su piel no reflejaba el fuego interior. No era la Inanna que conocía desde hacía tanto, la mujer de inagotable pasión. Permaneció de pie al lado del lecho, con los brazos cruzados, y dijo:

—Puedes quedarte aquí o no, como quieras. Pero no me tendrás esta noche.

—Es la noche del Sagrado Matrimonio. Soy el dios. Tú eres la diosa.

—No permitiré que el rey de Uruk entre en mi cuerpo esta noche. La ira de Enlil cae sobre Uruk y su rey. El Toro de los Cielos será soltado.

—¿Destruirás a tu propio pueblo?

—Destruiré tu arrogancia —dijo—. Me he arrodillado ante Padre Enlil…, ¡yo, la diosa! Padre, le he dicho, suelta al Toro de los Cielos para que derribe a Gilgamesh en mi nombre, porque Gilgamesh se ha burlado de mí. Y le he dicho a Enlil que si él no hacía esto, derribaría la puerta del mundo inferior y haría saltar sus goznes y sus pasadores, abriría de par en par la puerta del infierno y alzaría a los muertos para que devoraran la comida de los vivos, y los huéspedes de la muerte en el mundo serían mayores que el número de los vivos. Ha cedido ante mí: dijo que soltaría el Toro.

—¿Por tu ira hacia mí, vas a derramar años de sequía sobre Uruk? ¡El pueblo morirá de hambre! —Hay grano en mis almacenes, Gilgamesh. El pueblo ha pagado sus diezmos a la diosa, y he almacenado el grano suficiente como para que dure siete años de malas cosechas. He reservado forraje para el ganado. Cuando golpee el hambre, Inanna estará preparada para ayudar a su pueblo. Pero tú ya habrás caído, Gilgamesh. Te habrán derribado de tu alto lugar, por atraer hacia ellos la ira de los dioses. —Su voz era muy calmada. Permanecía desnuda ante mí como si no significara nada revelarme su cuerpo, como si ella fuera sólo una estatua de sí misma o yo un eunuco. La miré, y no había nada que yo pudiera decir o hacer. Si la diosa no abrazaba al dios en el Sagrado Matrimonio no habría lluvia; ¿pero cómo podía forzarla? Sería peor si la forzaba. Dijo de nuevo—: Puedes quedarte o no, como quieras. —Pero yo no sentía ningún deseo de pasar la noche temblando en la fría tormenta de su ira. Recogí mis espléndidas ropas reales y me envolví en ellas y salí del templo, atenazado por el pesar y por el miedo.

En palacio encontré a Enkidu con tres concubinas, celebrando a su manera la noche del Sagrado Matrimonio. Ríos de oscuro vino corrían por el suelo, y trozos medio devorados de carne asada reposaban sobre la mesa. Sorprendido, dijo:

—¿Cómo estás de vuelta tan pronto, Gilgamesh? —Déjame, hermano. Ésta es una noche triste para Uruk.

No pareció oírme.

—¿Tan pronto has acabado con tu diosa? ¡Bien, entonces toma una o dos diosas de las mías! —Y se echó a reír, pero su risa murió al cabo de un momento, cuando vio la tormentosa palidez de mi rostro. Se liberó de las muchachas que tenía entrelazadas por todas partes, y avanzó hacia mí y apoyó sus manos en mis hombros, y dijo:

—¿Qué ocurre, hermano? ¡Cuéntame lo que ha pasado!

Se lo conté, y él dijo:

—Bien, si ese Toro suyo es soltado en la ciudad, todo lo que tenemos que hacer es atraparlo y volver a meterlo en su corral, ¿no? ¿No es así, Gilgamesh? ¿Cómo vamos a permitir que un toro salvaje corra libre por Uruk? —Y se echó a reír de nuevo, y me rodeó con sus brazos y me dio un abrazo de oso. Por primera vez aquella noche sentí que se elevaba mi corazón, y pensé: quizá podamos enfrentarnos a eso; quizá podamos combatirla con éxito, Enkidu y yo. Pero no hubo lluvia. Día tras día el cielo fue una lámina de brillante color azul desde donde nos miraba implacable el gran ojo de Utu. El viento abrasador era un cuchillo que hendía la tierra, arrastrando consigo el barro seco de las orillas de los ríos y la arena del desierto gris y amarillo que se extendía más allá. Sofocantes nubes de polvo caían sobre nosotros como sudarios. La cebada se agostaba en los campos. Las frondas de las palmeras se volvían negras con el polvo, y colgaban como las alas de lisiados pájaros. Llegó el trueno, y el relámpago, y terribles resplandores de luz cubrieron el suelo como un manto; pero las tormentas eran tormentas secas, y la lluvia seguía sin llegar. Enlil era nuestro enemigo. La gente se apiñaba en las calles y exclamaba: “¡Gilgamesh, Gilgamesh, ¿dónde está la lluvia”, ¿y qué podía decirles yo? ¿Qué podía decirles?

Luego, muy a lo lejos, hacia el este, la tierra se agitó y las colinas rugieron y hasta nosotros llegó un eructo de llamas y de gases ponzoñosos que hacían que el aliento de Huwawa fuera una suave brisa. Yo tenía un ejército de mil hombres en aquel territorio, registrando los lugares por donde los elamitas estaban descendiendo hacia nuestro dominio, y de esos mil hombres apenas la mitad regresaron a Uruk.