Esa pequeña muerte, pensé, debía ser puesta en la cuenta de Inanna. ¿Es así como servía a su pueblo, matando a sus hijos inocentes con su furiosa bestia vengativa?
Enkidu había seguido corriendo, con el rostro hosco e intenso. Unos momentos más tarde salimos al gran espacio abierto conocido como la Plaza de Nin-gaclass="underline" y allí nos encontramos con el propio toro, saltando alocadamente como un ternero juguetón.
Era blanco —todos los toros del templo son blancos—, y era enorme, y sus ojos estaban ribeteados de rojo, y sus cuernos eran largos y afilados como lanzas, pero se curvaban de una forma extraña, casi como el armazón de una lira. Vi manchas de la sangre del niño en sus cascos y sus patas delanteras. Cuando nos acercamos olió nuestro sudor, y se detuvo y se volvió, y nos miró con unos ojos que resplandecían como tizones; y bufó y pateó el suelo, bajó la cabeza, y pareció a punto de cargar. Enkidu me miró, yo miré a Enkidu. Juntos habíamos matado elefantes y habíamos matado leones y habíamos matado lobos. Incluso habíamos matado un demonio que había brotado eructando del suelo como una columna de fuego. Pero nunca habíamos matado un toro, y éste era un toro que gozaba de su primer asomo de libertad después de una cautividad demasiado larga. Estaba lleno de energías, y además el poder de Padre Enlil estaba en él; porque yo no dudaba ni un momento que este toro era hoy el Toro de los Cielos, del mismo modo que en algunos momentos Inanna la sacerdotisa es Inanna la diosa, y el rey de Uruk es Dumuzi el dios de los campos. De modo que contuvimos el aliento y nos preparamos para resistir la embestida, sabiendo que no iba a ser un combate fácil.
Le hice un gesto con la mano. —Vamos, ven —dije en un susurro, haciendo que mi voz sonara seductora—. Ven aquí. Ven. Ven. Ven. Soy Gilgamesh: éste es Enkidu, mi hermano.
El toro pateó. El toro bufó. El toro alzó su gran cabeza y agitó su cornamenta. Y luego cargó, corriendo con gran gracia y majestad. Casi pareció flotar mientras avanzaba por sobre el desgastado pavimento de ladrillos de la Plaza de Ningal.
Enkidu, riendo, me gritó:
—¡Qué deporte va a ser éste, hermano! ¡Juégalo! ¡Juégalo a fondo, hermano! ¡No tenemos nada que temer!
Corrió hacia un lado, y yo hacia el otro. El toro se detuvo a media carga y giró sobre sí mismo y cargó de nuevo, y se detuvo una segunda vez y giró de nuevo y volvió a girar, pateando el polvo. Casi pareció fruncir el ceño mientras nosotros saltábamos hacia un lado y otro en torno a él, riendo, dándonos palmadas en los hombros el uno al otro. El toro arrojó su espuma contra nuestros rostros y nos azotó con la punta de su cola. Pero no pudo derribarnos; no pudo hacernos morder el polvo.
Cinco veces cargó el toro, y cinco veces lo eludimos, hasta que estuvo furioso y perplejo. Entonces cargó una vez más, fintando con inteligencia demoníaca y fintando de nuevo, cambiando de dirección tan fácilmente como uno de los muchachos danzarines del templo, persiguiéndonos primero en esa dirección, luego en esa otra. Se lanzó fieramente contra Enkidu con los cuernos bajados, y temí que mi hermano resultara corneado: pero no, cuando el toro estuvo cerca Enkidu adelantó los brazos y sujetó con las manos sus dos cuernos y dio un salto hacia arriba por encima de la cabeza del animal, girando sobre sí mismo en mitad del aire de modo que cuando aterrizó lo hizo a horcajadas sobre el lomo del toro, aferrando aún su cornamenta.
Entonces se inició un combate como creo que el mundo jamás vio antes. Enkidu, montado encima del Toro de los Cielos, forcejeaba con él sujetándolo por los cuernos, girando su cabeza hacia uno y otro lado. El toro, furioso, pateaba con sus patas traseras intentando arrojarlo de su lomo, sin conseguirlo. Yo permanecía inmóvil delante de ellos, contemplándolos con alegría y deleite. Tenía la impresión de que mi amigo debía haber recuperado ahora por completo la fuerza de su mano, porque la fuerza con que resistía tan gran energía era considerable; pero aunque no se hubiera recuperado por completo, sus fuerzas seguían siendo suficientes para mantener su presa. El toro no podía librarse de Enkidu. Rugió, pateó, arrojó flecos de espuma por todos lados, y Enkidu siguió aferrado a sus cuernos. Enkidu dedicó todas sus energía a quebrantar al toro, obligándole a debilitarse, haciendo que bajara su poderosa cabeza. Oí la resonante risa de Enkidu, y me regocijé; vi los enormes brazos de Enkidu hincharse con la tensión, y gocé con la vista. Observé cómo el toro empezaba a mostrarse hosco y abatido. Pero entonces el combate tomó un giro distinto. El toro, tras descansar “nos instantes, apeló a nuevas energías, saltó y se agitó y saltó y se agitó de nuevo, contorsionándose con renovada ferocidad para arrojar a Enkidu al suelo. Temí por él; pero Enkidu no mostró ningún miedo. Siguió aferrado, manteniéndose en su sitio, retorciendo la cabeza del animal primero a un lado, luego al otro; de nuevo forzó el hocico del toro hacia el suelo.
—¡Ahora, hermano! —exclamó—. ¡Golpea, golpea ahora! ¡Golpea con tu espada!
Era el momento. Corrí hacia delante y empuñé la espada con ambas manos, y me alcé en toda mi estatura, y dejé caer la espada. Golpeó entre las cerviz y las astas; penetró profundamente. El toro emitió un sonido como el sonido del mar cuando se hincha la marea, y una película cubrió la resplandeciente furia de sus ojos. Por un momento permaneció completamente inmóvil, y luego sus patas se convirtieron en agua bajo la masa de su cuerpo. Mientras caía, Enkidu saltó de costado, aterrizando a mi lado, y reímos y nos abrazamos y permanecimos al lado del agonizante toro hasta que estuvo muerto. Luego arrancamos su corazón e hicimos una ofrenda allí mismo a Utu el sol. Cuando terminamos miré a mi alrededor, y cuando miré hacia el oeste, hacia las murallas de la ciudad, vi figuras allí. Toqué el brazo de Enkidu brazo y señalé. —Es tu diosa —dijo.
Lo era, ciertamente. Inanna y sus doncellas estaban sobre la muralla. Debió contemplar la batalla con el toro; pude sentir el calor y la fuerza de su ira incluso a aquella distancia. Coloqué mis manos formando bocina ante mi boca y grité:
—¿Has visto, sacerdotisa? Hemos matado a tu toro: ¡creo que las lluvias vendrán pronto!
—Que la desgracia caiga sobre ti —respondió, con una voz que pareció surgida del infierno. Y a sus doncellas y a los demás que contemplaban la escena gritó—: ¡Desgracia sobre Gilgamesh! ¡Desgracia contra todo aquel que se atreva a despreciarme! ¡Desgracia al asesino del Toro de los Cielos! A lo que Enkidu respondió:
—¡Y desgracia para ti, graznante pájaro de mal agüero! ¡Mira, te hago mi ofrenda!
Osadamente, arrancó las partes íntimas del toro muerto y las arrojó con todas sus.fuerzas, de tal modo que el sangrante trozo de carne cayó en las murallas, casi a sus pies. Se rió con sus retumbantes carcajadas y exclamó:
—¡Ahí lo tienes, diosa! ¿No te apacigua eso? ¡Si pudiera ponerte las manos encima, te envolvería con las propias entrañas del toro!
Ante esta blasfemia nos maldijo de nuevo, a Enkidu y a mí; y las mujeres que estaban a su lado sobre la muralla, las sacerdotisas, las doncellas, los cortesanos del templo, los devotos de todas clases que habían acudido con ella para vernos destruidos por el toro que yacía ahora muerto a nuestros pies, lanzaron un gran lamento de consternación.
25
Ni siquiera permití que consiguiera el cadáver del toro para enterrarlo en los terrenos del templo: estaba dispuesto a negarle todo. Llamé a los carniceros e hice que su carne fuera cortada a tiras y repartida entre los perros de la ciudad, para mostrar mi desprecio hacia Inanna y su toro. Pero conservé los cuernos del toro para mí. Los entregué a mis artesanos y mis armeros, que quedaron maravillados por su longitud y su grosor. Ordené que fueran chapados con lapislázuli en un espesor de dos dedos, porque tenía intención de colgarlos en las paredes de palacio. Tan grandes eran que tenían una capacidad de seis medidas de aceite: los llené con el más fino de los ungüentos, y luego derramé éste en el santuario de Lugalbanda, en honor del dios mi padre que me había concedido este triunfo. Cuando todo esto estuvo hecho lavamos nuestras manos en las aguas del río y caminamos juntos por las calles de Uruk hasta palacio. La gente se arrastraba uno a uno de sus casas para vernos, y después de que saliera el primero los demás se animaron y salieron también, hasta que una gran multitud flanqueó nuestro paso. Allí estaban los héroes y los guerreros de Uruk, y muchachas tocando liras, y muchos más. La jactancia se apoderó de mí y les grité: —¿Quién es el más glorioso de los héroes! ¿Quién es el más grande entre los hombres? Y ellos respondieron: