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—¡Gilgamesh es el más glorioso de los héroes! ¡Gilgamesh es el más grande entre los hombres!

¿Por qué no debía sentirme jactancioso? Inanna había liberado el Toro de los Cielos; y yo lo había matado…, Enkidu y yo lo habíamos hecho. ¿No tenía derecho a alardear de ello?

Hubo fiestas y celebraciones en palacio aquella noche. Cantamos y bailamos y bebimos hasta que ya no pudimos celebrar más, y entonces nos fuimos a la cama. Aquella noche el viento llamado el Tramposo empezó a soplar; y el aire se volvió suave y húmedo. Antes de que amaneciera cayó la primera lluvia, y el invierno llegó a Uruk.

Aquel día fue la cima de mi gloria. Aquel día fue el más alto de mi triunfo. Sentí que no había nada que no pudiera conseguir. Había aumentado las riquezas. de mi ciudad y la había convertido en la más preeminente de la Tierra; había matado a Huwawa; había matado al Toro de los Cielos; había traído la lluvia a Uruk; había sido un buen pastor para mi pueblo. Sin embargo, desde aquel día conocí pocas alegrías y mucha tristeza, lo cual supongo que es el precio que los dioses destinaron para mí a cambio de permitirme aquellos momentos de triunfo. Así es como funciona la vida: hay grandeza, y hay pesar, y aprendemos a su debido tiempo que la oscuridad sigue siempre a la luz, elijamos o no que ocurra de este modo.

Por la mañana Enkidu vino a mí, con aspecto cansado y sombrío, como si alguna gran oscuridad del alma lo hubiera visitado mientras dormía. Pregunté: —¿Por qué te muestras tan taciturno, hermano, cuando el toro yace muerto y las lluvias han venido a Uruk?

Se sentó a un lado de mi cama y suspiró y dijo:

—Amigo mío, ¿por qué están los grandes dioses en consejo? —No comprendí, pero continuó—: He tenido un sueño que pesa grandemente en mí, hermano. ¿Debo contártelo?

Había soñado que los dioses estaban sentados en su sala de consejos: allí estaba An, y Enlil, y el celeste Utu, y el sabio Enki. Y el Padre Cielo An dijo a Enliclass="underline" —Han matado al Toro de los Cielos, y han matado también a Huwawa. En consecuencia, uno de los dos tiene que morir: que sea el que arrancó los cedros de las montañas.

Entonces Enlil dijo:

—No, Gilgamesh no debe morir, porque es rey. Es Enkidu quien debe morir.

Ante esto, Utu alzó su voz para declarar: —Pidieron mi protección cuando fueron a matar a Huwawa, y yo se la concedí. Cuando mataron al Toro, me hicieron la ofrenda de su corazón. No han cometido mal. Enkidu es inocente: ¿por qué debería morir? Lo cual irritó a Enlil, que se volvió furioso hacia el celeste Utu y dijo:

—¡Hablas de ellos como si fueran tus camaradas! Pero se han cometido pecados; y Enkidu es el que debe morir.

Y así prosiguió la discusión hasta que Enkidu despertó.

Permanecí inmóvil durante un tiempo después que hubiera terminado su relato, y mantuve mi rostro como una máscara. ¡Qué terrible sueño! Me llenó de temor. No deseaba que Enkidu viera esas cosas. No deseaba enfrentarme yo tampoco a ese temor. El miedo proporciona a los sueños un poder que de otro modo no poseen. Decidí no permitir que aquel sueño adquiriera poder, barrerlo a un lado del mismo modo que uno aparta una caña seca. Finalmente dije:

—Creo que no deberías tomarte esto demasiado en serio, hermano. A menudo, el auténtico significado de un sueño es menos obvio de lo que parece. Enkidu miró desanimado al suelo. —Un sueño que augura la muerte es un sueño que augura la muerte —dijo hoscamente—. Todos los sabios estarán de acuerdo con eso. Ya soy un hombre muerto, Gilgamesh.

Pensé que aquello era una tontería, y así se lo dije. Le dije que no estaba muerto en tanto viviera, y que a mí me parecía muy lleno de vida. También le dije que es una locura tomar cualquier sueño tan literalmente que dejes que gobierne tu vida real. No pretenderé que creía enteramente en todo aquello, aunque lo dijera: sé tan bien como cualquiera que los sueños son susurrados en nuestras almas por los dioses durante la noche, y que a menudo llevan mensajes que hay que seguir. Pero no hallé nada en aquel sueño que Enkidu tuviera que evitar, y mucho que podía hacerle daño si meditaba demasiado en ello. Y así le animé a que echara de lado todos los lúgubres pensamientos y se dedicara a sus cosas como si no hubiera oído nada excepto el piar de los pájaros en su sueño, o el murmullo de los vientos.

Eso pareció alegrar su corazón. Su rostro se iluminó gradualmente, y asintió y dijo:

—Sí, quizá me he tomado eso demasiado en serio. —Demasiado en serio, Enkidu. —Sí. Sí. Es mi gran defecto. Pero tú siempre me has devuelto el buen sentido, viejo amigo. —Sonrió y apretó mi brazo. Luego se puso en pie, se acuclilló en posición de lucha y me hizo una seña—. Ven: ¿qué dices de un poco de deporte para aligerar el día? —¡Una estupenda idea! —respondí. Me eché a reír al verlo menos preocupado. Luchamos durante una hora, y luego nos bañamos; y luego ya fue el momento de asistir a la reunión de la asamblea. A mediodía había dejado a un lado el sueño de Enkidu, y creo que él también. Por un momento había oscurecido nuestras vidas; pero todo había pasado como una sombra sobre el suelo. O así al menos lo creía.

Unos días más tarde, como acción de gracias por la desaparición del Toro de los Cielos de la ciudad, decreté que efectuáramos el rito de purificación conocido como el Cierre de la Puerta. Eso era algo que no se había hecho en Uruk desde hacía tanto tiempo que ni siquiera los sacerdotes más ancianos recordaban sus detalles exactos. Puse a seis eruditos a trabajar en ello durante tres días, buscando en la biblioteca del Templo de An algún relato del rito, y lo mejor que pudieron encontrar fue una tablilla escrita de una forma tan antigua que apenas pudieron descifrar sus ideogramas.

—No importa —dije—. Pediré a Lugalbanda que nos guíe. El nos mostrará lo que hay que hacer. Quería asegurarme de que el pasadizo que baja desde Uruk al mundo interior quedara adecuadamente sellado, puesto que Inanna había amenazado con abrirlo como parte de la liberación del Toro de los Cielos. En su ira podía haber llegado a causar algún daño a la puerta, de modo que los espíritus malignos o quizá los fantasmas de los muertos fueran capaces de de franquearla y surgir a la ciudad. Así que debía asegurarme de que la puerta estaba firmemente cerrada, pensé, y dispuse un rito destinado a cumplir este objetivo. Extraje el procedimiento de los nebulosos recuerdos de los sacerdotes ancianos y lo escrito en aquella antigua tablilla y mi propio sentido común de lo que era más adecuado. Creo que era un rito idóneo. Sin embargo, si tuviera que volver a hacerlo, dejaría que la puerta del infierno quedara abierta durante un millar de años antes que permitir que lo que ocurrió aquel día cayera de nuevo sobre mí.