La puerta es una de las estructuras más antiguas de Uruk, algunos dicen que incluso más antigua que la Plataforma Blanca, y que, por supuesto, fue construida por los propios dioses. La puerta se halla a ciento veinte pasos al este de la Plataforma Blanca. No es más que un anillo de ladrillos cocidos al horno desgastados por la intemperie, de una forma muy antigua, que rodean una recia puerta redonda de oxidado y descamado cobre que se apoya plana contra el suelo, como una trampilla. En el centro de esa puerta hay una anilla, hecha de algún metal negro que nadie puede identificar. Dos o tres hombres fuertes, tirando con todas sus energías de esa anilla, pueden alzar la puerta del suelo. Cuando la puerta es alzada revela un agujero negro que es la boca de un túnel, apenas más ancho que los hombros de una persona robusta, que se hunde bajo tierra. Si alguien desciende por él llega al cabo de poco tiempo a una segunda puerta que no es más que unas barras metálicas montadas desde el suelo hasta el techo del túnel como los barrotes de una jaula. En el extremo más alejado de ella el ángulo de descenso del túnel se hace mucho más pronunciado, y si uno estuviera lo suficientemente loco como para seguirlo llegaría finalmente a la primera de las siete paredes del propio submundo. Cada una de esas paredes tiene su puerta; el demonio Neti, guardián del mundo inferior, las vigila; y tras la séptima puerta está el cubil de Ereshkigal, la Reina del Infierno, la hermana de Inanna.
Hasta el aciago día que elegí para efectuar el rito del Cierre de la Puerta, nadie la había cruzado desde hacía miles de años. El último en hacerlo, por todo lo que sabía, fue la diosa Inanna, hacía mucho, cuando efectuó su infeliz descenso al infierno para desafiar el poder de Ereshkigal. Desde entonces el temido túnel había permanecido inviolado. Aunque alzamos la puerta del suelo una vez cada doce años para el rito conocido como la Apertura de la Puerta, en el que arrojamos libaciones dentro del túnel para propiciar a Ereshkigal y a sus hordas de demonios, nadie en su sano juicio avanzaría más de medio paso pasado su umbral.
Comenzamos el Cierre de la Puerta al mediodía exacto, cuando es medianoche exacta en el mundo inferior y supuse que lo más probable era que los demonios estuvieran descansando. El día era caluroso y brillante, aunque había llovido en las horas oscuras. Enkidu estaba a mi lado, y mi madre Ninsun justo detrás de mí; dispuestos en círculo a mi alrededor se hallaban los sumos sacerdotes de todos los templos de la ciudad y los altos miembros de la corte real. El único gran personaje de Uruk que no asistió era Inanna. Permanecía rumiando su ira tras las paredes del templo que había construido para ella. Más allá del círculo de dignatarios estaban los sacerdotes menores en número de dos docenas, y centenares de músicos dispuestos a hacer gran ruido con tambores y pífanos y trompetas si empezaban a salir espíritus por la puerta cuando la abriéramos. Y detrás de ellos estaban todos los ciudadanos de Uruk.
Hice una seña a Enkidu. Apoyó su mano izquierda en la anilla de la puerta, y yo mi derecha, y la alzamos. Aunque se decía que era una enorme tarea alzar aquella puerta, la levantamos del suelo tan fácilmente como si hubiera sido una pluma. Del pozo brotó el acre y enmohecido olor del aire rancio. Mis manos estaban frías. Mi rostro tenso y endurecido. Sentí el estremecimiento de la muerte brotar del mundo inferior. Miré hacia abajo, pero no vi nada excepto oscuridad más allá de los primeros pasos.
Mantuve un férreo control de mi espíritu. Hay algunos lugares que despiertan tanto temor que no nos atrevemos a pensar en el peligro; actuamos sin pensar, porque pensar es perderse. Así es como actué entonces. Di la señal, y empezamos la ceremonia.
El rito que había preparado empezaba con una ofrenda de aromáticas semillas de cebada, que arrojé yo mismo a la abertura. Si algunos seres oscuros acechaban justo en la entrada del túnel, quizá se pelearan por la posesión de la cebada y no emergieran aunque la puerta estuviese abierta. Luego los sacerdotes de Aggan y Enlil y Enki avanzaron y efectuaron libaciones de miel, leche, cerveza, vino y aceite. Eso nos aseguró la buena voluntad de los dioses superiores. Un niño pequeño, el hijo de un sacerdote, trajo una oveja blanca, y yo la sacrifiqué con un rápido y limpio corte de mi cuchillo en el altar sacrificial que Enkidu había erigido al borde del pasadizo. Una sangre sorprendentemente brillante brotó como una fuente y se deslizó por la blanca y esbelta garganta del animal, y la oveja se estremeció y suspiró y me miró con ojos tristes y murió. Eso pretendía ser un sacrificio al guardián Neti, a fin de que impidiera a los espíritus y demonios emerger a nuestro mundo. Tracé con la sangre una franja cruzando mi frente y otra bajando por mi mejilla izquierda como protección para mi persona.
Una vez hecho todo esto, los sacerdotes y yo nos arrodillamos al borde del túnel y entonamos conjuros de sellado, para tejer una banda de magia que cruzara la abertura como nuestra definitiva línea de defensa. Supe que ni la puerta inferior ni la puerta trampilla tenían ningún efecto real sobre un espíritu que estuviera decidido a salir. La puerta y la trampilla eran útiles sólo para impedir que los mortales se extraviaran en el submundo; pero era sólo gracias a los conjuros que los moradores de abajo podían ser obligados a permanecer allá donde pertenecían.
Estaba asustado. ¿Qué hombre no lo estaría, por valiente que pareciera a los ojos del mundo? El propio mundo inferior se abría ante mí. Oía las negras aguas de sus ocultos ríos lamiendo invisibles orillas. El acre y penetrante humo de sus mortíferos vapores ascendían y se enroscaban como hambrientas serpientes en torno a mí. Pero, pese al temor, también me sentía excitado, y lleno con una gran decisión y mucha osadía. Porque yo era Gilgamesh, que cuando era un niño había exclamado: ¡Muerte, te conquistaré! ¡Muerte, no eres digna de mí!
Así que tejimos nuestros conjuros. —Todos vosotros que queréis causarnos daños, seáis quienes seáis, cuyos corazones conciben nuestro infortunio, cuyas lenguas pronuncian injurias contra nosotros, cuyos labios nos envenenan, en cuyos pasos camina la muerte: ¡os rechazo! —exclamé—. rechazo vuestra boca, rechazo vuestra lengua, rechazo vuestros resplandecientes ojos, rechazo vuestros rápidos pies, rechazo vuestras agitadas rodillas, rechazo vuestras agobiadas manos. Por estos conjuros ato vuestras manos a vuestras espaldas. Seáis un fantasma insepulto, o un fantasma de quien nadie se preocupa, o un fantasma sin nadie que le haga ofrendas, o un fantasma que no tiene a nadie que vierta libaciones por él, o un fantasma que no posee descendientes, sea lo que sea lo que os obliga a vagar, os conjuro a que os quedéis ahí abajo. Por Ereshkigal y Gugalanna, por Nergal y Namtaru, os conjuro a que nunca crucéis estas puertas. Por el poder de Enlil que está en mí…, por An y Utu, por Enki y Nizanu, por Allatu, por Irkalla, por Belit-seri, por Apsu, Tiamat, Lahmu, Lahamu…
Ése fue el canto que entoné. Até a los seres de abajo con todos los nombres que podían considerar sagrados, excepto uno: no los até con el nombre de Inanna. Aunque ella era la diosa patrona de la ciudad, no quise atarles con su nombre. Sabía que una atadura así no serviría de mucho si la sacerdotisa de Inanna era mi enemiga.
Y puesto que no les até con el nombre de Inanna, no estaba seguro de que todos los demás conjuros tuvieran algún valor. De modo que traje conmigo a la ceremonia mi sagrado tambor, que el artesano Ur-nan-gar había hecho para mí de la madera del árbol hu-luppu. Tenía intención de tocarlo a mi manera especial, y me puse en trance frente a todo el pueblo de Uruk, algo que nunca antes había hecho; y entonces envié mi espíritu túnel abajo, me aventuré incluso hasta las puertas del submundo, porque cuando estaba en trance no había ninguna barrera para mí. De esa forma sería capaz de ver por mí mismo si nuestros conjuros habían sellado realmente el paso de aquellas terribles criaturas de humo negro y apestoso vapor. Dije a Enkidu: