—Que haya alegría y danzas mientras yo hago esto. Da la orden: que los músicos empiecen a tocar.
Casi inmediatamente el aire se vio lleno con el sonido de trompetas y pífanos. Me incliné sobre mi tambor y empecé el lento y suave redoblar que tan bien conocía. Me sentí en presencia del gran misterio de misterios, que es la vida más allá de la vida que sólo los dioses pueden conocer. Toda consciencia del mundo sólido desapareció a mi alrededor. Sólo estábamos mi tambor y mi baqueta, y el firme y sutil ritmo de mi redoblar. Tomó posesión de mi alma. Se apoderó de mí, me alzó. Vi un aura que surgía del túnel y se alzaba como una llama, fría y azul. Había un zumbar en mis oídos, un ronroneo, un crujir. Sentí una agitación dentro de mi cuerpo, como si algo salvaje estuviera moviéndose en mi interior. Mi respiración se hizo más rápida; mi visión se ensombreció. Estaba desbordándome; un mar brotaba fuera de mí y me engullía.
Pero entonces, justo cuando el éxtasis total estaba a punto de ganarme, y me estaba preparando para desprenderme de mi cuerpo, se produjo un chillido a mis espaldas que hendió mi alma como un hacha hiende la madera, y me arrancó de mi trance; un chillido duro y áspero, penetrante y feroz, una y otra y otra vez.
—¡Utu! ¡Utu! ¡Utu!
¡Dioses, qué grito! El sonido ultra terreno me sobresaltó y me sacudió y me atontó. Me sentí entumecido y caí hacia delante, completamente insensible, como si hubiera sido golpeado entre los omoplatos. Enkidu me sujetó por los hombros y me sostuvo, o de otro modo hubiera caído dentro del túnel; pero mi tambor y mi baqueta resbalaron de mis insensibles manos. Contemplé con horror como desaparecían en la oscura boca del mundo inferior.
Inmediatamente, casi sin pensar, me lancé tras ellos. Pero Enkidu, sujetándome aún por los hombros, tiró bruscamente de mí hacia atrás y me arrojó hacia un lado como si fuera un saco de cebada.
—¡Tú no! —gritó furiosamente—. ¡Tú no debes ir a ese lugar, Gilgamesh! —Y antes de que yo pudiera decir o hacer algo descendió corriendo los escalones que conducían al interior de la tierra, y desapareció por completo de la vista en aquel pozo negro. Desconcertado, miré tras él. No podía hablar. A mi alrededor había un silencio abrumador: los músicos permanecían inmóviles, los danzarines también. Entre todo aquel silencio sólo sobresalía un único sonido, un sollozo ahogado que procedía de una niña de ocho o diez años que estaba tendida en el suelo, estremeciéndose, no muy lejos, sujeta por uno de los sacerdotes. Era ella la que había gritado de aquella forma tan terrible y había roto mi trance; vi que el redoblar de mi tambor debió crear en su alma lo mismo que había creado en la mía, pero de una manera aún más poderosa. El redoblar la había empujado no hacia un trance de éxtasis, sino a un terrible ataque, bajo cuya fuerza su mente había cedido. Sus convulsiones aún continuaban. Era algo terrible de ver.
¿Y Enkidu? ¿Dónde estaba Enkidu? Temblando, miré al túnel, y sólo vi negrura. Recuperé mi voz y llamé su nombre, o más bien lo croé, y no oí ninguna respuesta. Llamé de nuevo, más fuerte. Silencio. Silencio.
—¡Enkidu! —grité, y fue como un gran lamento de dolor y de pérdida. Estaba seguro de que había sido atrapado por los esbirros de Ereshkigal; quizá ya lo habían arrastrado al infierno—. ¡Espera! —exclamé—.
¡Voy tras de ti!
—No debes hacerlo —dijo secamente mi madre, y al pronto tres o cuatro hombres se situaron a mi lado, dispuestos a retenerme. Si hubieran intentado sujetarme les hubiera arrojado por encima de la muralla de la ciudad hasta el río. Pero no había necesidad de eso, porque en aquel mismo momento oí el sonido de una tos ahogada aproximándose en el túnel, y Enkidu surgió lentamente de él. Sujetaba mi tambor y mi baqueta con una mano.
Tenía un aspecto fantasmagórico. Era como alguien que regresara de entre los muertos. Todo color había desaparecido de su pieclass="underline" su rostro parecía blanqueado, tan pálido estaba. Su pelo y su barba estaban grises de polvo, y su blanca túnica terriblemente sucia. Grandes jirones de telarañas colgaban de todo su cuerpo, e incluso sobre su boca: estaba intentando limpiárselas en un hombro cuando emergió a la luz. Se detuvo allí un momento, parpadeando deslumbrado. Había una expresión tan salvaje, tan extraña en sus ojos, que apenas le reconocí como mi amigo. Aquellos que estaban cerca de mí retrocedieron unos pasos. Casi sentí la tentación de hacer lo mismo.
—Te he traído de vuelta tu tambor y tu baqueta, Gilgamesh —dijo con una voz que sonaba a escoria y ceniza—. Habían caído un largo trecho: estaban más allá de la segunda puerta. Pero avancé sobre manos y rodillas hasta que pude tocarlos en la oscuridad.
Le miré, abrumado.
—Fue una locura. No hubieras debido entrar en ese túnel.
—Pero habías dejado caer tu tambor —dijo, en aquel mismo extraño susurro. Se estremeció y se frotó de nuevo el rostro contra el hombro, y tosió y estornudó a causa del polvo—. Tenía que intentar traértelo de vuelta. Sé lo importante que es para ti.
—Pero los peligros… Los demonios…
Enkidu se encogió de hombros.
—Aquí está tu tambor, Gilgamesh. Aquí está tu baqueta.
Los tomé de sus manos. No parecían como antes; era como si hubieran perdido once o doce partes de su peso. Eran tan ligeros que creí que iban a flotar escapando de mi presa.
Enkidu asintió.
—Sí, ahora son diferentes —dijo—. Creo que la fuerza del dios debe haberlos abandonado. Es un terrible lugar ahí abajo. —Se estremeció una vez más—. No pude ver nada. Pero mientras me arrastraba sentí crujir de huesos bajo mi cuerpo. Huesos viejos y secos. Hay una alfombra de huesos en ese túnel, Gilgamesh. Gente que ha bajado por él antes que yo. Pero pienso que es posible que yo haya sido el primero en volver a salir de él. Algo flotaba en el aire entre nosotros como un velo. Esa cualidad extraña que había caído sobre él en aquel otro mundo separaba ahora su alma de la mía. Sentí que no podía alcanzarle; sentí casi como si ya no le conociera. Una sensación de pérdida irremediable ahogó mi alma. El Enkidu que había conocido se había desvanecido. Había estado en un lugar al que yo no me había atrevido a entrar, y había vuelto con un conocimiento que yo nunca sería capaz de comprender.
—Dime qué viste allí —murmuré—. ¿Había demonios?
—Ya te lo he dicho: estaba oscuro. No vi nada. Pero sentí su presencia. Los sentí a todo mi alrededor. —Hizo un gesto hacia la boca del túnel—. Debes cerrar ese pozo, hermano, y no volver a abrirlo nunca. Sella la puerta, y séllala de nuevo hasta siete veces.
Pensé que iba a estallar de ira, viéndolo así tan hecho añicos a causa de mi tambor. ¿Cómo hubiera podido evitar aquello? ¿Sujetando fuerte el tambor antes de que cayera en aquel agujero, sujetar a Enkidu para que no partiera corriendo tras él? Pero todo estaba grabado ya para siempre en el libro del tiempo. Dije amargamente:
—Lo sellaré, sí. ¡Pero ya es demasiado tarde, Enkidu! ¡Si no hubieras bajado ahí…!
Sonrió con una débil y pálida sonrisa. —Volvería a hacerlo de nuevo si fuera necesario. Pero espero que no sea necesario. —Entonces se acercó más a mí. Pude oler el seco olor del polvo y las telarañas que lo cubrían. Con una voz como una antorcha que se ha apagado dijo—: No vi nada mientras estaba en el submundo porque todo estaba negro allí. Pero hay una cosa que vi porque la vi con mi corazón y no con mis ojos, y fue yo mismo, Gilgamesh, mi propio cuerpo, que los gusanos estaban devorando como si fuera una vieja capa. Eran mis propios huesos sobre los que caminé en ese túnel. Y ahora estoy asustado, viejo amigo. Estoy muy asustado. —Apoyó ligeramente los brazos sobre mis hombros y me dio un polvoriento abrazo. Dijo con suavidad—: Lamento que tu tambor haya perdido su divina fuerza. Te lo hubiera traído de vuelta tal como estaba antes si hubiera podido. Tú lo sabes: te lo hubiera traído de vuelta tal como estaba antes.