26
Creo que fue al día siguiente que se inició la enfermedad de Enkidu. Se quejó de que su mano, la que se había herido mientras forzaba la puerta del bosque de cedros, estaba como helada. Una o dos horas más tarde habló de rigidez y dolor en aquel brazo. Luego dijo que tenía fiebre, y se metió en la cama.
—Es como lo vi en mi sueño —me dijo lúgubremente—. Los dioses se han reunido en consejo, y han decretado que soy yo quien debe morir, porque tú eres rey.
—No morirás —dije con amante rabia en mi voz—. ¡Nadie muere de dolor en el brazo! Debes habértelo herido de nuevo mientras reptabas por aquel horrible túnel. He mandado llamar a los sanadores: lo habrán arreglado todo antes de la caída de la noche.
Negó con la cabeza.
—Te digo que me estoy muriendo, Gilgamesh.
Me asustó y me enloqueció oírle decir aquello de una forma tan débil y resignada. Estaba cediendo ante quienquiera que fuese el demonio que lo había poseído, y eso no era propio de él.
—¡No lo permitiré! —exclamé—. ¡No dejaré que mueras! —Me arrodillé al lado de su cama. Estaba enrojecido, y su frente brillaba de sudor. Dije con urgencia—: Hermano, no puedo permitirme perderte. Te lo suplico: no vuelvas a hablar de morir. Los sanadores están de camino, y te pondrán bien de nuevo. Lo velé como una leona vela a su cachorro. Murmuró, gimió, sus ojos se velaron. Dijo que le dolía el corazón y que sentía punzadas en la boca, le molestaban los ojos, sus oídos zumbaban. Sentía como si su garganta le ahogara, los músculos de su cuello le dolían. Como también le dolían el pecho, los hombros, los riñones; sentía los dedos agarrotados, el estómago inflamado, las entrañas en fuego. Le dolían las manos, los pies, las rodillas. No había ninguna parte de su cuerpo que no le produjera trastornos. Permanecía tendido en la cama, temblando, aferrado por la muerte o por el temor a la muerte, y yo sentía ese temor también. Viéndole sumido en un terror mortal recordaba mi propia mortalidad, que me atormentaba como un cuchillo clavado en mi carne. Era el viejo enemigo, y aunque venía no a llamarme a mí sino a mi amigo, eso no impedía que despertara mi propio miedo hacia ella. Pero estaba decidido: no pensaba ceder ante mi muerte, y tampoco iba a permitirle que se llevara a Enkidu.
Hice todo lo que pareció útil. Quizá fuera la presencia del tambor en palacio lo que lo afligía, pensé, puesto que llevaba consigo algo del mundo inferior, No lo sabía, pero no estaba dispuesto a correr el riesgo. El tambor me resultaba ahora odioso. Ordené a los sacerdotes que lo llevaran fuera de las murallas de la ciudad y lo quemaran, utilizando tantos ritos como supieran para arrojar sus espíritus. Por mucho que lamentara su pérdida, no estaba dispuesto a mantenerlo conmigo si eso causaba la enfermedad de Enkidu. Así pues, el tambor fue quemado. Sin embargo, Enkidu no se recuperó.
Llegaron los sanadores, los más hábiles adivinos y exorcistas de la ciudad. El primero que lo vio fue el viejo Namennaduma, el sacerdote-barú real, el gran adivino. Su consulta fue larga; estudió a Enkidu durante varias horas, consultando los presagios a fin de poder efectuar un diagnóstico y una predicción preliminares. Luego me llamó a la habitación del enfermo y dijo:
—Está en gran peligro.
—Líbralo de él, o serás tú el que te hallarás en un peligro aún mayor —dije.
Namennaduma debía haber oído tales amenazas antes: mis duras palabras no parecieron inmutarle. Respondió tranquilamente:
—Lo trataremos. Pero necesitamos saber más. Esta noche consultaremos las estrellas, y mañana efectuaremos una adivinación a través del hígado de una oveja. Y luego podrá empezar el tratamiento.
—¿Por qué esperar tanto? ¡Haz la adivinación hoy!
—Hoy no es propicio —dijo el sacerdote-barú—. Es un momento desafortunado del mes, y la luna no es favorable.
No podía discutir aquello. Así que se marchó a estudiar las estrellas, y entró en la habitación el azú, el conocedor del agua, el hombre de las medicinas. Este doctor tocó con la mano el pecho y la mejilla de Enkidu, y asintió y frunció el ceño, y tomó unos polvos de su bolsa. Luego me dijo, como si yo fuera también una especie de azú:
—Le administraremos el polvo de anadishsha y las semillas molidas de duashbur, mezcladas con cerveza y agua. Eso enfriará su fiebre. Y para el dolor, la hez de vino seco y el aceite de pino, en una cataplasma. Y para ayudarle a dormir, polvo de semillas de ngmi, y un extracto de las raíces y tronco de arina, combinados con mirra y tomillo, en cerveza.
La esperanza hizo que se me cortara el aliento.
—¿Y se curará, entonces? —pregunté.
El conocedor del agua respondió con una cierta irritación:
—Sufrirá menos dolor, y su fiebre disminuirá. Curarle vendrá más tarde, si es que viene.
Aquella noche Enkidu sólo durmió un poco, y yo nada en absoluto. Por la mañana regresó Namennaduma. Su aire era lúgubre, pero se negó a hablar de lo que había visto en las estrellas, y cuando le ordené que me lo dijera se limitó a mirarme como si yo estuviera loco.
—No es una predicción sencilla —dijo, y se encogió de hombros—. Ahora debemos realizar la adivinación por el hígado.
Fue traída a la habitación una estatua del dios sanador Ninib, hijo de Enlil. Frente a ella estaba atada una pequeña oveja blanca, contemplé aquel pequeño animal de ojos tristes como si tuviera poder de vida y muerte sobre Enkidu. Namennaduma efectuó plegarias y purificaciones y libaciones, y mató la oveja. Luego, con bruscos y rápidos golpes, abrió su vientre y extrajo el humeante hígado, que examinó con la habilidad de sus sesenta años en aquel arte. Estudió la posición que tenía dentro del vientre de la oveja —“el palacio del hígado”, lo llamó—, y luego examinó el hígado en sí, sus lóbulos y venas, sus curvas e indentaciones, sus pequeñas proyecciones parecidas a dedos. Finalmente alzó la vista hacia mí y dijo:
—El shanu es doble, y también el niru. Eso es un mal presagio, rey.
—Encuentra otro mejor —dije.
—Mira esto, rey: hay una protuberancia carnosa al fondo del na.
Sentí que la cólera ascendía dentro de mí. —¿Sí? ¿Y qué?
Namennaduma se mostró intranquilo. Captó la agitación e intensificación de mi ira, y sabía lo que eso podía significar para él. Pero si había esperado asustarlo para hallar en él una respuesta que pudiera tranquilizarme, no tuve éxito. Respondió secamente:
—Eso significa que hay una maldición en el enfermo. Morirá.
Su voz cayó sobre mis oídos como mazos. Ahora estaba furioso. Hubo un resonar de truenos en mi cerebro. Estuve a punto de golpearle.
—¡Todos moriremos! —rugí—. ¡Pero no todavía, no tan pronto! ¡Una maldición para ti, por tus ominosos presagios! ¡Mira de nuevo, sacerdote-barú! ¡Encuentra la auténtica verdad!
—Entonces, ¿debo engañarte con las palabras que quieres oír?
Pronunció aquella contundente frase con un tono tan suave y tranquilo que noté que mi furia me abandonaba de inmediato: me di cuenta de que me hallaba en presencia de un hombre de fuerza y majestad, que no doblegaría la verdad de su arte ni siquiera aunque aquello le costara la vida. Conseguí dominarme y, cuando pude hablar de nuevo con voz normal, dije: —Lo que quiero es la verdad. No me gusta la verdad que me ofreces: pero al menos admiro la forma en que la dices. Eres un hombre de honor, Namennaduma.
—Soy un hombre viejo. Si te irrito y me matas, ¿qué significa eso para mí? Pero no mentiré para complacerte.
—¿Son todos los presagios malos? —pregunté, hablando suavemente, halagándole, casi suplicándole. —No son buenos. Pero es un hombre de inmensa fuerza. Eso aún puede salvarle, si seguimos los procedimientos correctos. No te prometo nada: pero hay una posibilidad. Es una posibilidad muy pequeña, rey. —Haz lo que puedas hacer. Sálvalo. El sacerdote-barú apoyó suavemente una mano sobre mi brazo.