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—¡Mirad —dijo uno—, el aceite se hunde y vuelve a subir de nuevo! —Y otro dijo—: Se mueve en dirección este. Se dispersa y cubre la taza. —No me molesté en preguntar qué significaban esos presagios. Estaba convencido del restablecimiento de Enkidu.

Realizaron el encantamiento de Eridu sobre él. Los sacerdotes modelaron una figura de Enkidu con masa de harina, y rociaron —sobre ella el agua del encantamiento: agua dadora de vida, agua que lo limpiaba todo. Mediante la plegaria y el ritual, traspasaron un demonio de él a un pote de agua, que rompieron, derramando al demonio en la chimenea. Extrajeron otro demonio con un trozo de cuerda, que ataron con varios nudos. Pelaron una cebolla, arrojando las pieles una a una en el fuego, demonio tras demonio. Hubo muchos otros conjuros parecidos.

Mientras tanto, el médico se dedicaba también a su trabajo, preparando sus pociones de casia y mirto y asafétida y tomillo, su rama de sauce e higuera y peral, su concha de tortuga de tierra y piel de serpiente en polvo, y todo lo demás. Tanto la sal como el azufre figuraban en sus pociones curativas, y la cerveza y el vino, y la miel, y la leche. Observé que los exorcistas miraban hoscamente al doctor mientras mezclaba sus medicinas, y él a ellos: sin duda había una cierta rivalidad entre ambas profesiones, y cada una de ellas debía pensar que ella era la única obradora de la curación. Pero yo sabía que una es inútil sin la otra. Las medicinas alivian el dolor y hacen que desaparezca la hinchazón y alivian la frente, pero a menos que los demonios sean extraídos también, ¿de qué sirven las pociones? Son los demonios quienes producen originalmente la enfermedad.

Porque sabía que la enfermedad de Enkidu había caído sobre él por decreto de los dioses, para castigarnos por nuestro orgullo de matar a Huwawa y destruir el Toro de los Cielos. Pensé que yo también debía tomar las medicinas. Quizá estuviera incubando la misma enfermedad que Enkidu, aunque yo me había salvado de sus efectos por orden divina; y quizás Enkidu no se viera libre de su aflicción hasta que yo también hubiera sido purificado. Así que, fuera cual fuera la poción que bebiera Enkidu, yo la engullí también, y el sabor de la mayor parte de ellas era horrible. Me atraganté y tosí y dominé mis náuseas, y las bebí todas, aunque a menudo me hicieron sentir atontado durante casi una hora después. ¿Conseguí algo con eso? ¿Quién sabe? Los caminos de los dioses se hallan más allá de nuestra comprensión. Los pensamientos de un dios son como aguas profundas: ¿quién puede medir su profundidad?

Algunos días las fuerzas de Enkidu parecían crecer. Algunos días parecía más débil. Durante tres días consecutivos yació con los ojos cerrados, gimiendo y sin atender a nada. Luego despertó y me llamó. Su aspecto era pálido y extraño. La fiebre había hecho estragos en su carne: tenía las mejillas hundidas, y la piel le colgaba flaccida sobre los huesos. Me miró. Sus ojos eran oscuras estrellas resplandecientes en las cavernas de su rostro. De pronto vi la inconfundible mano de la muerte descansando sobre sus hombros, y sentí deseos de llorar.

Me sentía del todo impotente. Yo el hijo del divino Lugalbanda, yo el rey, yo el héroe, yo el dios: pese a todo mi poder, impotente. Impotente.

—Esta noche he soñado, Gilgamesh —dijo. —Cuéntame.

Su voz era tranquila. Habló como si estuviéramos a doce leguas de distancia el uno del otro.

—Oí a los cielos gemir —dijo—, y oí a la tierra responder. Yo estaba solo, de pie, y ante mí había un ser horrible. Su rostro era tan negro como el del pájaro negro de las tormentas, y sus garras eran las garras de un águila. Me agarró y me aferró firmemente con sus uñas: me vi aplastado contra él, y me sentí sofocar. Entonces me cambió, hermano, convirtió mis brazos en alas cubiertas por plumas, como las de un pájaro. Me miró, y me soltó, dejándome caer hacia la Casa de la Oscuridad, hacia la morada de Ereshkigal la reina del infierno: siguiendo el camino del que no hay regreso, hacia la casa que nadie abandona. Me llevó a ese oscuro lugar donde los moradores permanecen en la oscuridad, y sólo disponen de polvo como pan y arcilla como carne. Le miré. No pude decir nada.

—Vi a los muertos. Van vestidos como pájaros, con alas por ropas. No ven la luz, moran en la oscuridad. Fui a la Casa del Polvo y vi a los reyes de la tierra, Gilgamesh, a los maestros, a los altos gobernantes, y todos estaban sin sus coronas. Atendían a los demonios como si fueran sus sirvientes, trayéndoles carne asada, sirviéndoles agua fresca. Vi a los sacerdotes y sacerdotisas, los videntes, los chantres, todos los sagrados: ¿cuánto bien les había hecho su santidad? Eran sirvientes. —Sus ojos eran duros y resplandecientes, como brillantes cuentas de obsidiana—. ¿Sabes a quién vi? Vi a Etana de Kish, que voló a los cielos: allí estaba, ¡allí abajo! Vi a dioses allí: tenían cuernos en sus coronas, cuando andaban iban precedidos por el trueno. Y vi a Ereshkigal la reina del infierno, y a su registrador Belit-seri, que se arrodillaba ante ella, llevando la cuenta de los muertos en una tablilla. Cuando me vio, ella alzó la cabeza y dijo: “¿Quién ha traído aquí a ése?” Entonces desperté, y me sentí como un hombre que vaga solo en medio de un terrible páramo, o como alguien que ha sido arrestado y condenado y cuyo corazón late de miedo. ¡Oh hermano, hermano, deja que algún dios llegue a tu puerta, y borre mi nombre, y escriba el suyo en su lugar; Yo era todo dolor, mi alma entera estaba llena de él, y creo que mi pecho también, mientras escuchaba todo aquello. Dije:

—Rezaré a los grandes dioses por ti. Es un horrible sueño.

—Moriré pronto, Gilgamesh. Volverás a estar solo de nuevo.

¿Qué podía decir? ¿Qué podía hacer? El pesar me atenazaba. Solo de nuevo, sí. No había olvidado esos días de desolación antes de la llegada de mi amigo y hermano. Solo de nuevo, como había estado antes.

Esas palabras eran como un ominoso presagio a toda mi alegría de los últimos tiempos. Me sentí helado, sin fuerzas.

—Qué extraño será para ti, hermano —dijo—. Viajarás hacia un lado y hacia otro, y llegará un momento en que te volverás para decirme: “Enkidu, ¿ves el elefante en la marisma?” “Enkidu, ¿debemos escalar las murallas de la ciudad?” Y yo no te responderé. No estaré a tu lado. Tendrás que hacer todas esas cosas sin mí.

Tenía la impresión de que una mano aferraba mi garganta.

—Será muy extraño, sí.

Se irguió un poco más, sentado en la cama, y volvió la cabeza hacia mí.

—Tus ojos parecen distintos hoy. ¿Estás llorando? No creo haberte visto llorar nunca antes, hermano. —Sonrió—. Ahora siento muy poco dolor.

Asentí. Sabía por qué. El pesar me abrumó como un peso de piedra.

Luego su sonrisa se borró de su rostro, y con una voz sombría y dura dijo:

—¿Sabes lo que más lamento, hermano, aparte de tener que dejarte solo? Lamento que por culpa de la maldición de la gran diosa deba morir de esta forma tan vergonzosa, en mi cama, yéndome lentamente. El hombre que cae en batalla muere una muerte feliz: pero yo debo morir en la vergüenza.

Eso no me importaba tanto como parecía importarle a él. Lo que me abrumaba en aquellos momentos no tenía nada ver con detalles tan delicados como la vergüenza y el orgullo. Aunque él seguía con vida, sufría ya su pérdida. No me importaba cómo o cuándo o de qué manera había sido infligida aquella pérdida.

—La muerte es la muerte, venga como venga —dije, encogiéndome de hombros.

—Me hubiera gustado que viniera de una forma distinta —dijo Enkidu.

No pude decir nada. La muerte lo había aferrado, y los dos lo sabíamos, y las palabras ya no podían alterar nada. El sacerdote-barú Namennaduma lo había sabido desde un principio, y había intentado decírmelo, pero en mi ceguera no había querido ver la verdad. La muerte había caído sobre Enkidu; y Gilgamesh el rey era impotente de hacer nada contra ella.