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Duró otros once días. Sus sufrimientos aumentaban a cada día que pasaba, hasta que apenas podía soportar el mirarle. Pero seguí a su lado hasta el final. Al amanecer del duodécimo día vi que su vida le abandonaba. Y en el último momento tuve la impresión, en la oscuridad, de que había como un débil halo rojizo a su alrededor; el halo se elevó y derivó y se alejó, y de nuevo todo fue oscuridad. Así supe que había muerto. Permanecí sentado en silencio, sintiendo la soledad caer de nuevo sobre mí. Al principio no lloré, aunque recuerdo haber pensado que el asno salvaje y la gacela deberían estar llorando en aquellos momentos. Todas las criaturas salvajes de la estepa tenían que estar llorando a Enkidu, pensé: incluso el oso, incluso la hiena, incluso la pantera. Los senderos del bosque que acostumbraba a recorrer debían estar llorando también. Los ríos, los torrentes, las colinas. Adelanté una mano y lo toqué. ¿Ya estaba enfriándose? No podía decirlo. Parecía estar simplemente durmiendo, pero sabía que no se trataba del sueño. Las fiebres que habían ardido en él habían dejado su huella en sus rasgos en aquellos doce días, demacrándole y hundiendo sus facciones; pero ahora parecía casi como había sido antes, tranquilo, el rostro relajado y finalmente en paz. Apoyé una mano sobre su corazón. No pude sentir su latir. Me levanté y lo cubrí con la sábana de lino, tiernamente, como lo haría el esposo con el velo de su esposa. Pero sabía que no era un velo, era un sudario. Y entonces lloré. Las lágrimas surgieron lentamente al principio, puesto que las lágrimas eran algo extraño en mí: emití un pequeño sonido ahogado, sentí un extraño calor en las comisuras de mis ojos, mis labios se fruncieron y se tensaron en una fina línea. Al cabo de un momento resultó más fácil. Algún dique se rompió en mi interior, y mi dolor brotó libre. Caminé de un lado para otro ante la cama, como una leona que se ha visto privada de sus cachorros. Me arranqué mechones de pelo, rasgué mis finas ropas y las arrojé de mí como si estuvieran sucias. Rugí, pateé, grité. Nadie se atrevió a acercárseme. Fui dejado a solas con mi terrible dolor. Permanecí al lado del cuerpo durante todo el día, y otro día más, y otro después de ése, hasta que vi que los sirvientes de Ereshkigal estaban reclamándole. Supe entonces que debía entregarlo para ser enterrado.

En consecuencia, me armé de todo mi valor. Había muchas cosas que debía hacer.

Primero, el ritual de la partida. Fui al gabinete donde se guardan todas esas cosas y tomé una tabla hecha de madera de elammaqu, sobre la que deposité un bol de lapislázuli y un bol de cornalina. Llené uno con cuajada, el otro con miel; y llevé la tabla a la terraza de Utu y la deposité a la luz del sol como una ofrenda. Dije las palabras adecuadas. Cuando pronuncié la gran lamentación, mi voz no flaqueó.

Luego llamé a los ancianos de Uruk a mi lado. Por supuesto, sabían lo que había ocurrido, y vinieron con los colores del duelo en sus brazos. Parecían sombríos, pero sólo era a causa de mi pérdida, no por ninguna pérdida propia: Enkidu no había significado nada para ellos. Eso me irritó un tanto, que no hubieran percibido en Enkidu las virtudes que yo había percibido. Pero sólo eran hombres: ¿cómo podían saber, cómo podían comprender nada? Se mostraron intranquilos al ver lo grande que era mi dolor: un dios morando entre ellos, o algo así. Probablemente yo había hecho mucho para alentar esa creencia. Pero ahora mis ojos estaban orlados de rojo y mi rostro pálido y abotagado. No podían comprender esa exhibición de humanidad en mí. Gilgamesh el rey, Gilgamesh el dios…, bien, sí, pero yo era también Gilgamesh el hombre. Había sufrido mucho en el espléndido aislamiento de mi reinado, aunque nadie a mi alrededor se había dado cuen-tra de la magnitud de mis sufrimientos; y luego había encontrado un amigo; y ahora ese amigo me había sido arrebatado por los demonios. En consecuencia, lloraba. ¿Qué otra cosa podían esperar?

Dije:

—Lloro por mi amigo Enkidu. Él era el hacha a mi costado, la daga en mi cinto, el escudo que sujetaba ante mí. Era mi hermano. La pérdida es grande. El dolor profundo.

—Todo Uruk llora a tu hermano —me dijeron—. Los guerreros lloran. El pueblo llora en las calles. Los labradores y los cosechadores lloran, Gilgamesh. —Pero sus palabras me sonaban huecas. Era la vieja historia: me estaban diciendo lo que creían que yo deseaba oír.

—Lo enterraremos como si fuera un rey —dije, para que comprendieran mejor lo que había sido Enkidu.

Parecieron sorprenderse ante aquello, quizá pensando que yo tenía en mente enviar con él al personal de mi casa, o incluso a algunos de los propios ancianos, para que hicieran compañía a Enkidu en la tumba. Pero yo no estaba pensando en aquello. Ahora comprendía la muerte mucho mejor que la había comprendido aquel día en que la casa de Lugalbanda descendió, uno a uno, bajo tierra hasta su tumba; no veía ningún mérito en hacer llorar a otros hermanos, y a hijos y esposas, en beneficio de Enkidu. Así que les dije que se limitaran a preparar una ceremonia de gran esplendor. Llamé a los más hábiles artesanos de la ciudad, los caldereros, los orfebres, los lapidarios. Les ordené que hicieran una estatua de mi amigo: el cuerpo de oro, el pecho de lapislázuli. E hice que los sepultureros cavaran un pozo en un lugar despejado al lado de la Plataforma Blanca y revistieran sus paredes con ladrillos de arcilla cocida. Reuní todas las armas de Enkidu y las pieles de los animales que había cazado, para que fueran enterradas con él; y también le proporcioné un rico tesoro para que fuera depositado a su lado, copas y anillos y vasos de alabastro y joyas y cosas así. Fui a cada templo, por turno, y pedí formalmente al sumo sacerdote que tomara parte en el entierro de Enkidu. El único templo que no visité fue el que había construido para la diosa. En verdad, era lógico y necesario que Inanna estuviera presente en el funeral de cualquier gran hombre de Uruk; pero no la quería allí. La consideraba responsable de la muerte de Enkidu: estaba seguro de que ella había atraído aquel fatal destino sobre él con sus maldiciones, en su ira por el hecho de que yo hubiera sobrepasado su poder en la ciudad. No podía permitir que ella asistiera al funeral del amigo que me había arrebatado; no iba a darle la posibilidad de vanagloriarse de la gran herida que me había infligido. Dejemos que permanezca acurrucada en el cubil de su templo, pensé. Nadie excepto sus doncellas la habían visto desde el día de la pérdida del Toro de los Cielos. Así era como yo prefería que fuese.

Pero no era como ella prefería que fuese. El día del funeral, abrí la marcha desde el palacio hasta el pozo de la tumba, llorando todo el camino, y permanecí de pie al lado de los sacerdotes y de mi madre mientras realizábamos los sacrificios de bueyes y cabras y derramábamos las libaciones de leche y miel. El cazador Ku-ninda estaba conmigo; la sagrada prostituta Abi-simti estaba conmigo también. Habían conocido a Enkidu desde mucho antes que yo, y le lloraban casi tan profundamente. Los ojos de Abisimti estaban enrojecidos por el llanto, sus ropas retorcidas; Ku-ninda, hosco y silencioso, permanecía de pie con los puños apretados y los labios fruncidos, reteniendo su intenso pesar. Ambos me habían ayudado en la preparación de los ritos. En el momento en que llegamos al punto del servicio en que es derramada la pura agua fría para refrescar al hombre muerto mientras se dirige a la Casa del Polvo y la Oscuridad, hubo una agitación a mis espaldas, y me volví y vi a Inanna en medio de un pequeño grupo de sus sacerdotisas.

Se parecía más a la reina de los infiernos que a la de los cielos. Su rostro estaba pintado de un blanco fantasmal, y sus párpados e incluso sus labios habían sido ennegrecidos con kohl. Llevaba una túnica completamente negra que caía recta desde sus hombros, y su único adorno era una daga de pulida piedra verde que colgaba entre sus pechos de una cuerda de paja entretejida pasada en torno a su cuello. Sus sacerdotisas iban vestidas de la misma forma.