La ceremonia se detuvo. Hubo un pesado silencio a mi alrededor.
Me miró con la más fría de las furias y dijo:
—¿Un funeral, Gilgamesh, sin solicitar el consentimiento de la diosa?
—Hoy hago lo que me place. Era mi amigo.
—De todos modos, Inanna sigue gobernando.
Mi mirada se clavó sin vacilar en sus ojos. Le devolví odio por odio, gelidez por gelidez. Con voz clara y comedida, dije:
—Enterraré a mi amigo sin la ayuda de Inanna.
Vuelve a tu templo.
—Hablo en nombre de la diosa en Uruk.
—Y yo soy rey en Uruk. Hablo por los dioses. —Alcé mi brazo e hice un amplio gesto que abarcaba a todos los reunidos a mi alrededor—. Mira, los sacerdotes de An y Enlil están aquí, y los sacerdotes de Enki; y los sacerdotes de Utu. Los dioses han dado su bendición al descanso de Enkidu. Si la diosa está ausente hoy, bien, eso no importa demasiado, creo. Me miró con ojos furiosos y durante un largo momento no habló, ni siquiera respiró. Pareció hincharse; pensé que iba a estallar. La furia en su rostro era abrumadora. Entonces dijo:
—¡Cuidado, Gilgamesh! Tu desafío va más allá de todos los límites. Ya has visto lo que puede hacer mi maldición: puede que no desee desafiar tu título de rey de Uruk. Pero lo haré si lo considero necesario, Gilgamesh. Lo haré si lo considero necesario. Respondí con voz muy baja:
—¡Cuidado tú también, sacerdotisa! Tu maldición puede ser peligrosa, pero también lo es mí espada. Te digo: retírate de aquí en este momento, o haré una libación a la sombra de Enkidu con tu sangre. Te digo: ante todo el mundo, Inanna, estoy dispuesto a abrir tu vientre.
Fue un terrible momento. ¿Había hablado nunca alguien de aquella forma a la sacerdotisa de la diosa? Me sentí invadido por una excitación que era casi embriaguez. Noté vértigo. Mi respiración se hizo ansiosa; mi corazón martilleó dentro de la jaula de mis costillas.
Me miró fijamente. —¿Estás loco?
Apoyé una mano en la empuñadura de mi espada. —Lo haré si lo considero necesario, Inanna. Lo haré si lo considero necesario. Ahora vete.
Creo que la hubiera matado allí mismo, delante de todo Uruk, si me hubiera desafiado en aquel momento. Creo que ella se dio cuenta también de que lo haría. Porque me lanzó una mirada final, como la fría y feroz mirada de esa serpiente cuyos ojos respiran veneno. Pero no cedí; no flaqueé; le devolví su mirada, fuego por fuego, gelidez por gelidez. Y finalmente se dio la vuelta y se marchó a grandes pasos, hacia su templo, seguida por sus mujeres.
Cuando desapareció de nuestra vista dejé que mis brazos colgaran flaccidos y mi respiración se volviera blanda, porque había permanecido tenso como un arco a punto de ser disparado. Cuando me hube calmado de nuevo me volví hacia el sacerdote que sostenía aún el cubo de agua y dije: —Adelante, sigamos.
Me tendió el agua, y la derramé sobre la tumba, y dije las palabras. Después me quité la banda que ceñía mi cabeza, y desgarré mis ropas, y rompí mis brazaletes y mi collar. Me dolía el cuerpo en veinte lugares distintos; había una presión contra mis ojos, y una pesadez en mi pecho, y la mano en mi garganta se había constreñido hasta que apenas podía respirar. Aquél era el final del rito: ahora el viaje de Enkidu a la oscuridad había sido completado, y yo no tenía forma de ocultarme de mi aflicción. Él se había ido. Yo estaba solo. El dolor brotó en mi interior como una fuente y me inundó. Me arrojé al suelo y lloré por Enkidu una última vez. Luego todo pasó. Me sentí más calmado; yací allí, inmóvil; al cabo de un momento me levanté, sin decir nada a nadie. Con mis propias manos sellé el pozo con ladrillos, y los demás sacerdotes lo cubrieron con tierra.
Regresé solo a palacio. Permanecí todo el día sentado en silencio en mi habitación más reservada, sin ver a nadie. Escuché con la esperanza de oír la risa de Enkidu resonar en torrentes por las estancias de palacio. Silencio. Escuché con la esperanza de oír el sonido de sus manos palmeando las puertas para avisarme. Silencio. Pensé en salir a cazar, y me imaginé a mí mismo volviéndome hacia él para tomar mi jabalina: no estaría a mi lado. Sentí un hambre de él que sabía que nunca iba a ser saciada. ¿Por qué, me pregunté, había sido afligido con una tal pérdida? ¿Porque era rey? ¿Porque mi vida había ido solamente de triunfo en triunfo, y los propios dioses estaban celosos de mí? Quizá Enkidu me había sido dado solamente para poder serme arrebatado luego; quizá todo era designio de los dioses, para dejarme probar la felicidad a fin de que pudiera saber luego cuál era el auténtico sabor de la pena.
Estaba solo. Bien, había estado solo antes. Pero, aquel día del entierro de mi amigo, me pareció que nunca había estado solo de la misma forma en que lo estaba ahora.
28
Dicen que con el tiempo todas las heridas se curan. Supongo que es así, de una forma u otra, aunque a menudo dejan cicatrices muy visibles en su lugar. Un día dio paso a otro, y aguardé a la aparición de las cicatrices que debían formarse en el lugar donde me había sido extirpado Enkidu. Vagué por los salones de mi palacio y no escuché su risa, y no vi su gran forma robusta fanfarroneando por las terrazas, y pensé que pronto terminaría acostumbrándome a su ausencia; pero eso no parecía producirse. Cada día, alguna pequeña cosa me recordaba que él ya no estaba allí.
No podía soportarlo. Tenía que alejarme de Uruk. Allá donde mirara en Uruk veía la sombra de Enkidu deslizándose por las calles. Oía los ecos de la voz de Enkidu en el parloteo de la multitud. No había ningún lugar donde pudiera ocultarme de su recuerdo. Creo que era una especie de locura: un dolor más allá de toda razón. Invadía hasta el último rincón de mi alma, y hacía que todo lo que hasta entonces me había importado careciera ahora de sentido. Al principio, lo que me roía y hacía que me dolieran las entrañas era sólo la pérdida de Enkidu, pero luego empecé a darme cuenta de que la auténtica fuente de mi dolor era mucho más profunda: no era tanto la muerte de Enkidu lo que me atormentaba, sino mi consciencia del hecho de la muerte en sí. Porque sabía que, con el tiempo, podría llegar incluso a reconciliarme con la partida de Enkidu: no era un estúpido tan grande como para pensar que una herida no iba a cicatrizarse nunca. ¿Pero cómo podía reconciliarme con la pérdida de mí mismo? A lo largo de mi vida me había enfrentado una y otra vez con esa cuestión, y la había arrojado lejos de mí; pero la muerte de Enkidu la planteaba una vez más, y esta vez no podía ser eludida. Llegará la muerte, Gilgamesh, incluso para ti. Eso es lo que vi en el aire ante mi rostro, la negra y burlona máscara de la muerte. Y el conocimiento de la inevitabilidad de esa muerte despojó a mi vida de toda alegría.
Como aquel día del funeral de mi padre Lugalban-da, hacía tanto tiempo, me sumí en un terror tan profundo a morir que apenas podía respirar. Me sentaba en mi gran trono, pensando: Enkidu ha muerto y en estos momentos debe estar recorriendo ese lugar de polvo, vestido como un pájaro en lúgubres plumas, comiendo arcilla fría. Y pronto yo deberé ir a ese mismo lugar oscuro. Hoy rey en un gran palacio, mañana una miserable criatura agitando sus alas en el polvo…, ¿era ése el destino que me aguardaba? Recordaba cómo, siendo niño, había prometido conquistar a la muerte: ¡Muerte, no eres digna de mí! Así había alardeado. Era demasiado orgulloso para morir; la muerte era una afrenta que no podía soportar, de modo que negaba a la muerte su poder sobre mí. ¿Pero podía hacer eso? La muerte había vencido a Enkidu; más allá de toda duda, la muerte vendría también en busca de Gilgamesh, a su debido tiempo. Y la certeza de eso anulaba toda fuerza en mí. Ya no deseaba seguir siendo rey. No deseaba realizar los sacrificios y derramar las libaciones y reparar los canales y conducir mis tropas a la guerra. ¿Por qué tomarse tantas molestias, cuando nuestras vidas son como las vidas de las pequeñas moscas verdes que zumban durante unas pocas horas al atardecer y luego mueren? ¿Qué sentido tiene luchar tanto? Se nos dan amigos, y luego los amigos nos son arrebatados: mejor no tener ningún amigo, pensé. Y, pensando de ese modo, llegué a ver todas las acciones humanas como carentes de valor o finalidad. Moscas, moscas, zumbantes moscas: no somos más que eso, me dije. La muerte es la gran broma que nos han hecho los dioses. ¿Qué sentido tiene ser rey? ¿Rey de las moscas? No sería más rey. Huiría de esta ciudad, y me adentraría en los páramos salvajes.