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—Habéis sido mortales, pero ya no sois mortales. A partir de ahora seréis como dioses, y viviréis muy lejos de la humanidad, en la boca de los ríos, en la tierra dorada de Dilmun.

Así fueron recompensados Ziusudra y su esposa. Allá en la tierra de Dilmun viven ahora, eternos, sin morir, aquellos gracias a cuya perseverancia el mundo renació en los días en que Enlil envió el diluvio para barrer a la humanidad.

Ésa es la historia que oí del arpista Ur-kununna, cuando yo era un niño en el palacio de Lugalbanda.

30

Seguí vagando, en la miseria y la locura; pero ahora mi vagar tenía una finalidad, por triste y miserable que pareciera. No puedo decir cuántos meses anduve, ni a través de qué estepas y valles y llanuras. A veces el sol colgaba delante de mí como un enorme y furioso ojo de fuego blanco, enviando rielantes olas de calor que me cegaban mientras avanzaba hacia él; y a veces el sol era pálido y colgaba bajo en el horizonte a mis espaldas, o a mi izquierda. No puedo decir qué direcciones eran ésas. Encontré ríos y los vadeé; dudo que fueran ninguno de los Dos Ríos de la Tierra. Crucé pantanos y lugares donde la húmeda arena era como lodo a mis pies. Crucé dunas y extensiones áridas. Me abrí camino por entre espesuras de retorcidas cañas que me herían como vengativos enemigos. Me alimenté con la carne de liebres y jabalíes y castores y gacelas, y donde no hallaba nada de eso comía la carne de leones y chacales y lobos, y cuando no encontraba animales de ninguna clase comía raíces y nueces y bayas; y donde no había nada que comer, no comía nada, y eso no me importaba. La fuerza divina estaba en mí. La finalidad divina me envolvía.

A su debido tiempo llegué a una montaña que supe tenía que ser el llamado monte Mashu, que cada día monta guardia sobre el levante y el poniente del sol. Supe que tenía que ser el Mashu porque sus cimas gemelas alcanzaban la bóveda de los cielos y sus pechos descendían hasta las puertas del mundo inferior. Sólo hay una montaña como ésa en la tierra. Dicen que los nombres escorpión guardan su puerta, criaturas que son medio hombres y medio monstruos, con colas arqueadas de muchas articulaciones que contienen un veneno de picadura mortal. Tan temibles son los hombres escorpión, se dice, que el brillo de sus ojos es aterrador; de ellos brota un esplendor como el fuego en los riscos; sólo su mirada provoca la muerte. Quizá sea así. No vi hombres escorpión cuando inicié mi ascenso al Mashu. Aunque encontré algunas pobres y tristes criaturas que eran bastante monstruosas, pero en absoluto temibles, y es posible que la gente, oyendo hablar de ellas por segundas y terceras bocas, las hayan elevado a la categoría de aterradores monstruos. Sospecho que así ocurre a menudo con los relatos de los viajeros.

Pero no negaré que sentí un estremecimiento de temor cuando me encontré con la primera de esas criaturas mientras ascendía por el Mashu hasta el lugar llano que se extiende entre los dos picos. Debió haber estado espiándome durante algún tiempo antes de que lo divisara, desde un terreno elevado muy por encima de mí, con los brazos tranquilamente cruzados. ¡Por Enlil, era extraño de ver! Supongo que era más hombre que otra cosa, pero su piel era oscura y dura y como córnea allá donde era visible, muy parecida a la epidermis de alguna escurridiza criatura marina o, sí, como la dura quitina de un escorpión. Me detuve inmediatamente cuando lo vi, recordando lo que había oído de los guardianes de esta montaña y su mirada letal. Me cubrí rápidamente los ojos con la mano y bajé la vista. Mi corazón latió desanimado. En un lenguaje parecido al de la gente del desierto, la criatura-escorpión dijo:

—No tienes nada que temer de mí, extranjero. Recibimos muy pocos visitantes aquí: sería una lástima matarlos.

Aquellas palabras me tranquilizaron. Me calmé, y bajé el brazo, y miré sin temor a la criatura.

—¿Es ésta la montaña llamada Mashu? —pregunté.

—Lo es.

—Entonces estoy realmente lejos de mi hogar.

—¿Dónde está tu hogar, y por qué lo has abandonado?

—Soy de la ciudad de Uruk —respondí—, y mi nombre es Gilgamesh. Y he abandonado mi hogar porque busco algo que no puede ser hallado allí.

—¿Gilgamesh? ¿No es ése el nombre del rey, en Uruk?

—¿Cómo sabes eso, en estas retiradas montañas?

—Oh, amigo mío, todo el mundo conoce a, Gilgamesh el rey, que es dos partes dios y una parte mortal. ¿Hay en la tierra un hombre más feliz que él?

—Creo que tiene que haberlo —dije. Avancé lentamente subiendo el rocoso sendero hasta que me detuve al mismo nivel que la criatura-escorpión. Dije con suavidad—. Tienes que saber que soy Gilgamesh el rey. O lo era, porque he abandonado mi reino muy atrás. —Nos estudiamos el uno al otro, frente a frente, sin que ninguno de los dos supiera, supongo, qué hacer con su oponente. Mi terror hacia la criatura había desaparecido por completo, aunque lo extraño de su piel despertaba estremecimientos en mí. No sabría decir si el ser-escorpión era parte demonio, o simplemente alguien lastimosamente deformado de nacimiento: pero sus ojos, mirándome desde aquel horroroso rostro, eran unos ojos gentiles y tristes, y nunca he visto ningún demonio cuyos ojos fuesen gentiles y tristes.

Al cabo de un momento la criatura se dio la vuelta y me hizo señas de que le siguiera, y caminó lenta y torpemente rodeando una curva de la colina hacia una pequeña choza hecha de rocas planas y ramas retorcidas. Allí había un segundo ser-escorpión, una mujer más horrible aún que el primero, con una gruesa piel amarillenta que se alzaba en recortadas crestas y púas como una pesada armadura. ¿Había hallado de alguna forma el hombre-escorpión una compañera que compartiera su aflicción? ¿O era esta mujer su hermana, que había heredado su deformidad de la misma sangre? Nunca supe cuál de las dos cosas era cierta. Quizá fuera a la vez compañera y hermana: ¡quieran los dioses que esos dos no engendren una raza de su tipo sobre el mundo! Por horrible que fuera, sin embargo, era amable, y se puso inmediatamente a preparar una especie de té de agujas de árbol y nueces molidas y me lo ofreció. Ya era tarde, el aire era ligero, el día empezaba a ser fresco. Podían verse ya algunas estrellas contra el deprimente gris del cielo del atardecer.

La criatura-hombre dijo:

—Este vagabundo es Gilgamesh rey de Uruk, cuyo cuerpo es de la carne de los dioses.

—Ah —dijo ella sin mostrar la menor sorpresa, como si él le hubiera dicho: “es el cabrero Kish-udul” o “éste es el pescador Ur-shuhadak”. Vertió el té en una tosca jarra de arcilla negra y me la tendió—. Aunque sea un dios, deseará algo caliente para beber —se limitó a decir.

—No soy un dios —respondí—. Llevo sangre de dios en mí, pero soy mortal. —Ah —dijo ella. El otro dijo:

—Ha venido hasta aquí buscando algo, pero no me ha dicho de qué se trataba.

La mujer se alzó de hombros.

—No lo encontrará aquí, sea lo que sea. —Y dirigiéndose a mí—: Aquí no hay nada en absoluto. Éste es un lugar deprimente y vacío.

—Lo que busco se halla más allá de este lugar.

Se encogió de nuevo de hombros y bebió en silencio su té. Parecía que no le importaba por qué estaba yo allí, o qué buscaba. Bien, ¿por qué debía importarle? ¿Qué eran Gilgamesh y su dolor para ella? Vivía allí, en aquel terrible lugar, en aquel horrible cuerpo, v si un rey apenado y errante aparecía un frío atardecer gris en busca de misterios y fantasías, ¿qué tenía que ver eso con ella? La estudié atentamente por primera vez. Su rostro era todo pliegues y huecos, monstruoso y repelente. Pero vi que sus ojos eran suaves y cálidos dentro de aquel horrible cascarón, unos ojos tiernos, unos ojos de mujer. Era como si hubiera sido atacada y devorada completamente por algo espectral y extraño, y ahora mirara al exterior a través de aquella envoltura.