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Pero el otro sentía más curiosidad. —¿Qué es lo que buscas, Gilgamesh? —preguntó. —En Uruk —dije—, vino a mí un extranjero, Enki-du se llamaba, y entablamos una profunda amistad que nos unió con un lazo mucho más fuerte que cualquier dtro lazo que hubiera conocido nunca, más fuerte que el lazo que une por el amor a un hombre y una mujer. Era mi amigo. El y yo soportamos todo tipo de penalidades juntos, y nos amábamos profundamente. —¿Y luego murió?

—¿Tú también lo sabes? —pregunté, sorprendido. —No sé nada. Pero veo tu dolor envolverte como una nube negra.

—Lloré por él día y noche. Ni siquiera lo hubiera entregado para ser enterrado, hasta que vi que era preciso hacerlo. Quizá pensé que si lloraba lo suficiente, mi amigo volviera a la vida. Pero no lo hizo. Y desde que murió mi propia vida ha estado vacía. Desde que murió he vagado por los páramos como un cazador. No: como un loco. No veo nada que me aguarde excepto la muerte, y el conocimiento de esa muerte vacía mi vida de toda vida. La muerte es mi enemiga. —Miré fijamente a los ojos del hombre-escorpión—. ¡Quiero vencer a la muerte! —exclamé.

—Todos debemos morir —dijo la mujer con una voz baja y apagada—. La muerte nunca llega demasiado pronto. —¡Será para ti, quizá! —dije fieramente.

—Viene, lo queramos o no. Yo digo: mejor aceptarla que luchar con ella. Es una batalla que nadie puede ganar.

Agité la cabeza.

—Estás equivocada. ¿Cuánto tiempo hace que se produjo el Diluvio? ¡Ziusudra vive todavía!

—Por un favor especial de los dioses —dijo ella—. Él es el único. No volverá a ocurrir de nuevo.

Sus palabras fueron como agua fría en mi rostro.

—¿Estás segura? ¿Cómo puedes saberlo?

El hombre-escorpión apoyó una mano en mí. Tuve una impresión como de rugosa madera contra mi piel.

—Tranquilo, tranquilo, amigo. Te excitas demasiado; te dará fiebre. Si los dioses decidieron en una ocasión concederle ese don a Ziusudra, ¿qué significa eso para ti?

—Mucho —respondí—. Dime esto: ¿está muy lejos de aquí la tierra de Dilmun?

—A una distancia muy grande, creo. Debes ir más allá de la cresta de la montaña, y bajar por su lado difícil hasta el mar, y luego…

—¿Puedes mostrarme el camino? —Puedo decirte lo que sé. Pero lo que sé es que nadie ha alcanzado nunca Dilmun desde aquí, y nadie lo conseguirá. El otro lado de la montaña es terriblemente salvaje. Morirás de calor y sed. Caerás en barrancos. O serás devorado por las bestias. O te perderás en la oscuridad, y morirás de hambre.

—Sólo señálame el camino, y encontraré Dilmun. —¿Y entonces qué, Gilgamesh? —preguntó calmadamente el hombre-escorpión.

—Pienso buscar a Ziusudra —dije. Tengo preguntas que hacerle, acerca de la muerte, acerca de la vida. Ha vivido centenares de años, o quizá sean miles: debe conocer los secretos de todas las cosas. Me dirá cómo puede ser vencida la muerte.

Ambas criaturas me miraron, y sus ojos estaban llenos de compasión, como si yo fuera la monstruosidad y no ellos. Pero no dijeron nada. La mujer me ofreció más té. El hombre se levantó y cojeó hacia la parte de atrás de su choza y me trajo una especie de pan hecho de alguna semilla silvestre de la montaña. Sabía a arena horneada, pero lo comí entero. Al cabo de largo rato dijo:

—Por todo lo que he oído, y llevo viviendo aquí mucho tiempo, ningún hombre o mujer nacido ha cruzado la extensión salvaje que se extiende ante ti. Pero te aprecio, Gilgamesh. Por la mañana te llevaré hasta la cresta y te mostraré el camino; y quieran los dioses guiarte sano y salvo hacia el mar.

Sonaba como si le estuviera hablando a un niño que, contra toda razón, quiere seguir su camino. Había tristeza en su voz, y un poco de ira también, y resignación. Resultaba claro que creía que de todo aquello yo no iba a extraer más que desgracia. Bien, era razonable creer aquello; y él había visto lo que había más allá del paso de la montaña y yo no. No importaba. No temía la llegada de la desgracia, porque ya había venido con la desgracia a cuestas, y ahora estaba decidido a seguir adelante hasta la tierra que se extiende más allá de la desgracia. Para ello tenía que alcanzar Dilmun, y hablar con el anciano Ziusudra, y si debía hacer ese viaje en medio del pesar y el dolor, entre el peligro, el frío o el calor, suspirando o llorando, que así fuera. Aquella noche dormí en el suelo de la choza de las criaturas-escorpión, escuchando los secos y ásperos sonidos de su respiración. Cuando amaneció me dieron de comer, de nuevo té y tortas de arenosa harina, y cuando el sol se asomó por entre los picos de Mashu el hombre-escorpión dijo: —Ven. Te mostraré el camino. Subimos juntos a la cresta del paso. Desde allí miré a una cuenca de caídas y cuarteadas rocas del color de los ladrillos cocidos que se extendía hacia abajo hasta tan lejos como podía ver. A derecha e izquierda se extendía la selva: pequeños árboles de retorcidas ramas en las alturas, un denso y negro bosque al fondo. Parecía un lugar que hubiera sido abandonado de la presencia de todos los dioses.

—¿Hay animales salvajes? —pregunté. —Lagartos. Cabras de largos cuernos. Algunos leones, no muchos.

—¿Y hay demonios? —No me sorprendería.

—Me he enfrentado antes con ellos —dije—. Quizá prefieran no molestarme, puesto que saben que les traeré problemas si lo hacen.

—Quizá —dijo el hombre-escorpión. —¿Hay ríos? ¿Manantiales?

—Muy pocos, hasta que alcances el bosque bajo. Creo que tiene que haber agua allí, puesto que los árboles crecen tan densos.

—¿No has ido nunca hasta tan lejos?

—No —dijo—. Nunca. Nadie ha ido.

—Eso ya no será cierto mucho tiempo —dije, y me despedí de él dándole cálidamente las gracias por todas sus bondades. Asintió con la cabeza pero no me ofreció un abrazo. Estaba aún de pie en la cresta del paso mucho después de que yo hubiera iniciado mi descenso; debió ser horas más tarde cuando miré hacia arriba y vi su deforme y monstruosa silueta recortada contra el cielo. No dejó de observarme después de eso. Le vi dos veces más mientras seguía mi serpenteante descenso, y luego la cresta desapareció de mi vista.

31

Fue un viaje que trajo pocas alegrías y muchos desafíos. No lo recuerdo con afecto. Descendí durante días la cara sur de la montaña, y el calor era intenso: el sol, en su ascenso, me golpeaba como un gong que no podía ser silenciado. Las noches eran terriblemente frías, con aullantes vientos que cortaban como un cuchillo. Las rocas tenían bordes afilados y estaban sueltas, y cuando las pisaba resbalaban a menudo, enviando nubes de seco y rojo polvo a mi olfato. Dos veces me lastimé las piernas en el descenso; más de dos veces me corté en mis caídas; me sentía constantemente atormentado por la sed; y furiosas nubes de picantes insectos flotaban en torno a mi rostro durante todo el camino ladera abajo, buscando mis ojos. Para comer no tenía nada más que los lagartos que atrapaba mientras dormitaban al sol y los saltantes insectos de largas patas que abundaban por todas partes. Para conseguir agua masticaba las ramas de las raquíticas y retorcidas plantas, aunque su savia ardía en mi boca. Al menos no vi demonios. Vi algunos leones, tan melancólicos y cubiertos de polvo como yo mismo; pero se mantuvieron a distancia. A menudo me pregunté si viviría para ver el final del descenso, y más de una vez estuve convencido de que no lo conseguiría.

Sin embargo, a menudo ocurre que lo que uno considera absolutamente imposible resulta ser en realidad tan sólo extremadamente difícil, o incluso sólo incómodo. Aquél fue el caso. No pretenderé que fue un descenso fáciclass="underline" es posible que ningún otro hombre excepto yo hubiera podido conseguirlo, salvo Enkidu. Pero demostró ser posible. Diré solamente que no volvería a intentarlo de nuevo.