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Luego el terrible paso quedó a mis espaldas. Cuando terminé el descenso del Mashu me hallé entrando en una alta y reseca altiplanicie donde sólo crecían pequeñas plantas espinosas: no era un hermoso lugar, pero al menos viajar por ella no ponía a prueba mis fuerzas. Necesité muchos días para cruzarla. Caminé con el paso rítmico y paciente de una mula o un buey en el yugo.

Pero a medida que avanzaba, las características de la región empezaron a cambiar lentamente. La luz empezó a ser menos dura; el suelo, que hasta entonces había sido rojizo y yermo, se volvió más oscuro y pareció más fértil. Un suave y cálido viento que arrastraba humedad llegó hasta mí procedente del sur. Crucé un valle tan estrecho que casi podía tocar sus dos lados con los hombros, y cuando, salí de él emergí a una brumosa región de suave aire y agradable luz solar, a cuyos valles caía un brillante y dulce rocío procedente de las colinas que había al frente.

¡Qué agradable sensación fue sentir el rocío envolverme y bañar mi reseca y polvorienta piel! Aquel lugar podía haber sido muy bien el jardín de los dioses. Había flores por todas partes, con una fragancia como no había conocido otra antes. La hierba era de un color verde pálido y acariciaba mis piernas. El aire resplandecía como si fuese plata. Vi la tierra extenderse ante mí como un gran abanico dorado, amplia y llana, con verdes colinas a su extremo y un resplandeciente mar en algún lado más allá. No podía decir cuánto me tomaría alcanzar aquel mar, pero supe que tenía que ir allí, y que hallaría la bendita tierra de Dilmun en su orilla más alejada.

Lleno aún de arañazos y envarado por el largo descenso, con los ojos enloquecidos, vestido sólo con una desgarrada y acartonada piel de león, caminé maravillado por aquel país de belleza. Tuve la impresión de que los frutos que colgaban densos de las parras eran frutos de cornalina, y que las hojas de las plantas eran de lapislázuli, con dulces y lujuriantes frutos anidados entre ellas. Mirara donde mirara creía ver joyas vivientes: ágata y coral, ónice, topacio.

Mientras caminaba en medio de aquel esplendor sentí que mis heridas empezaban a sanar. Estaba completamente cubierto por las supurantes mordeduras de los insectos y las heridas que había recibido de las rocas cortantes y deslizantes; mi pelo y barba eran sucias marañas llenas de pústulas; mi lengua estaba hinchada por la sed: pero empecé a sanar. Hallé una fresca laguna de pura agua azul, y bebí y me lavé, y descansé largo tiempo, escuchando el zumbar de las abejas, que nunca pensaron en picarme. Su sonido era como una música encantadora. Blancos pájaros con patas como zancos hacían una pausa en su búsqueda de alimento para mirarme, y casi parecía que me sonrieran.

Me sentía en paz. Había pasado mucho tiempo desde que había conocido algún tipo de paz; y no creo que haya conocido nunca paz como la que sentí allí en aquellos momentos. Había en aquella tierra una alegría y un silencio que me invitaban a descansar, mientras permanecía tendido al lado de aquella fresca laguna. No sentía ninguna necesidad urgente de seguir adelante, ni tampoco de volver a mi ciudad de Uruk: estaba contento allí donde estaba. Me pregunto ahora si alguna vez antes conocí una ocasión como aquella en que me sintiera satisfecho como estaba; pero no me hice esa pregunta entonces, no sentía la necesidad de ninguna respuesta. Un hombre realmente en paz no se hace preguntas de este tipo. Pero creo que la paz y la alegría no son nativas de mi espíritu; no estoy acostumbrado a pasar mi tiempo en su compañía. Porque mientras permanecía tendido allí pensé en Enki-du, que no había llegado a conocer nada de aquel maravilloso lugar.

—¿Lo ves, hermano? —sentí deseos de decirle—. ¡Los árboles tienen frutos como joyas, y los pájaros caminan sobre zancos, y el aire es tan dulce como un vino joven! ¿Has visto alguna vez un lugar tan hermoso, hermano? En todos tus vagabundeos por los bosques, ¿has visto alguna vez un lugar como éste?

Podía decirle aquello, pero él no me oiría, y una terrible tristeza me abrumó en medio de toda aquella alegría y paz. Me hubiera echado a llorar, pero me sentía más allá de todo llanto; y así no pude librarme de mi tristeza.

La desesperanza volvió a mi corazón. No pude hallar mi camino de regreso a aquel momento de paz. Este lugar era hermoso, sí, pero yo estaba solo, y nunca podría olvidar aquello; y cada aliento que exhalaba me acercaba un poco más a mi final. Así que me vi envuelto una vez más en pesar y consternación, que habían parecido convertirse en mi estado natural. Entonces, en mi pesar, alcé la vista hacia el sol y vi a Utu el dios brillante mirándome desde las alturas. Le envié media plegaria, sólo la más pequeña petición de un poco de solaz. Y creí oírle decir:

—¿Crees que hay alguna esperanza de ello? ¡Cuan lejos has viajado, Gilgamesh! ¿Y para qué? ¿Para qué? Nunca encontrarás la vida que buscas.

—Pretendo encontrarla, oh grande —le dije al dios. —¡Ah, Gilgamesh, Gilgamesh, qué ingenuo eres! Intenté mirar directamente al corazón del dios, pero no pude. Así que me volví y le miré brillando en el corazón de la laguna, y al dios de la laguna le dije: —¡Óyeme, Utu! ¿He caminado y penado por todos esos lugares salvajes para nada? ¿Estoy destinado simplemente a yacer en el corazón de la tierra y dormir durante todos los años por venir? ¡Haz que no sea así! ¡Libérame de esa larga oscuridad, Utu! ¡Permite que mis ojos continúen viendo el sol hasta que me haya llenado de él!

Creo que oyó mi plegaria. Pero no puedo decir qué respuesta me dio, porque no oí ninguna; y al cabo de un rato una nube cruzó el rostro del sol, y ya no sentí la presencia de Utu cerca de mí. Entonces me levanté y me envolví en mi raída piel de león, y me dispuse a seguir adelante. Porque, pese a toda la belleza de aquel lugar, no pude recuperar aquella sensación de alegría que por unos momentos había conocido allí. Pero la desesperación había huido también de mí. Me sentía tranquilo. Quizá no sintiera nada en absoluto. Eso no es la paz; pero es mejor que la desesperación.

Seguí adelante, sin sentir nada, sin pensar nada; y al cabo de algunos días más el aire me trajo un nuevo sabor, penetrante y extraño, como el sabor del metal en la lengua. Era el sabor de la sal; era el sabor del mar. Así pues, mi largo peregrinaje estaba tocando a su fin. Por aquel sabor de sal en el aire supe que debía estar acercándome a la orilla de la tierra que se extiende frente a la bendita isla de Dilmun, donde mora el eterno Ziusudra. De eso no tenía la menor duda.

32

Llegué a la ciudad que se extiende en la costa opuesta a Dilmun con el aspecto de un salvaje, como un segundo Enkidu. No es realmente una ciudad, supongo; no tiene ni una décima parte del tamaño de Uruk, ni siquiera es tan grande como Nippur o Shuruppak. Es sólo una pequeña ciudad costera, un poblado más bien; un lugar donde viven los pescadores, y aquellos que reparan las redes de los pescadores. Pero a mí me parecía una ciudad, porque había estado demasiado tiempo en las tierras salvajes.

En realidad era un lugar lamentable. Su calles estaban sin pavimentar, sus jardines eran escasos y mal cuidados, la sal del aire corroía los ladrillos de sus edificios. Vi lo que podía ser un templo; al menos estaba erigido sobre una pequeña plataforma. Pero era una estructura pequeña y destartalada, y no podría decir el nombre del dios al que estaba dedicado. Dudo que fuera ninguno de nuestros dioses. La gente del lugar era delgada y de piel oscura, e iba prácticamente desnuda excepto una banda de tela blanca en torno a su cintura. Hacían bien, porque el calor allí era como el de la Tierra en lo más profundo del verano; pero aún no estábamos en verano. Era una ciudad vulgar y chillona; pero para mí seguía siendo una ciudad. Entré en ella, buscando alojamiento y alguien que pudiera decirme dónde podía contratar una barca que me llevara hasta Dilmun.