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Supongo que cualquier extranjero despertaría una cierta expectación en aquel soñoliento poblado. Pocos viajeros debían llegar hasta allí en busca de su esplendor. Los visitantes de cualquier tipo debían ser una rareza. Pero seguro que ocasionaría algunos comentarios el que un hombre de gigantesca estatura apareciera caminando por sus destartaladas calles, demacrado y con los ojos extraviados, vestido con la piel de un león y reclinándose en un enorme bastón puntiagudo. Los primeros en verme fueron algunos niños —huyeron a la carrera—, y luego unos cuantos chicos mayores, y después, uno a uno, los habitantes de la ciudad fueron apareciendo para mirarme y señalar. Les oí murmurar entre ellos. Hablaban una versión de ese mismo lenguaje que hablan las tribus del desierto, y que es hablado en muchos lugares fronterizos de la Tierra. Los giros que empleaban no eran muy parecidos a los que usa la gente del desierto cuando viene a vivir en las ciudades de la Tierra; pero podía comprenderles bastante bien. Algunos de ellos pensaban que yo era un demonio, y algunos un pirata naufragado, y algunos un bandido. Les dije:

—¿Hay algún lugar donde pueda comprar comida y bebida, y alquilar una cama para la noche?

Se echaron a reír a mis palabras: una risa nerviosa quizá, o tal vez sólo fuera que mi acento les sonaba tan bárbaro. Pero luego una mujer señaló hacia una retorcida y lodosa calle un poco más abajo y a un pequeño edificio de paredes blancas, más bonito y bien conservado que cualquier otro de las inmediaciones. La brisa me trajo el aroma de cerveza: una taberna de marineros, me di cuenta.

Fui hacia allá. Cuando me acercaba a su puerta, salió una mujer y me miró. Era alta y bien parecida, de ojos firmes y cuerpo fuerte: sus hombros casi eran tan anchos como los de un hombre. Me miró por un momento como si fuera un lobo que hubiera acudido hasta su puerta; y entonces, con gran fuerza, cerró la puerta en mis narices. Oí el correr de un cerrojo dentro.

—Espera, ¿qué es esto? —exclamé—. ¡Todo lo que busco es alojamiento para una noche!

—Aquí no lo encontrarás —dijo desde el otro lado.

—¿Es ésta la hospitalidad de este lugar? ¿Qué has visto que te ha asustado tanto? ¡Vamos, mujer, no voy a hacerte ningún daño!

Hubo un silencio. Luego dijo:

—Es tu rostro lo que asusta. Creo que es el rostro de un asesino.

—¿Un asesino? ¡No, mujer, no soy ningún asesino, sólo un viajero cansado! ¡Abre! ¡Abre! —Y en mi debilidad me sentí invadido por una terrible ira. Alcé el bastón y dije—: ¡Abre, o derribaré la puerta! ¡La echaré abajo! —Golpeé una vez, y otra, y oí crujir la madera. No me hubiera costado demasiado romperla. Golpeé una tercera vez, y oí de nuevo el cerrojo. La puerta se abrió y la mujer se plantó delante de mí, en absoluto asustada. Tenía la mandíbula encajada, los brazos cruzados al pecho. En sus ojos había una furia igual a la mía. Dijo secamente:

—¿Sabes cuál es el precio de una puerta nueva? ¿Con qué derecho la golpeas?

—Busco alojamiento, y esa gente de ahí arriba me ha dicho que esto es una taberna.

—Lo es. Pero no tengo obligación de dejar entrar a cualquier vagabundo holgazán que aparezca por aquí. —Cometes una injusticia conmigo, mujer. No soy ningún vagabundo holgazán.

—Entonces, ¿por qué tienes el rostro de uno? Le dije que eso era también una injusticia: había recorrido un largo camino, y el viaje había dejado sus huellas en mí, pero no era un vagabundo holgazán. Tomé algunas monedas de plata de la bolsa que llevaba a la cintura y se las mostré.

—Si no quieres dejarme dormir aquí esta noche, ¿al menos me darás una jarra de cerveza? —pregunté.

—Entra —dijo a regañadientes.

Entré. Cerró la puerta a mis espaldas. El lugar era fresco y oscuro; agradecí penetrar en él. Le tendí una de mis monedas de plata, pero la rechazó con un gesto y dijo mientras me traía la cerveza:

—Más tarde, más tarde. No soy tan codiciosa de tu plata como pareces pensar. ¿Quién eres, viajero? ¿De dónde vienes?

Pensé en inventarme un nombre; pero de pronto pareció no haber ninguna razón para nacerlo.

—Soy Gilgamesh —dije, y aguardé a que ella se echara a reír en mi cara, como haría cualquiera si dijese: “Soy Enlil”, o “Soy An el Padre Cielo”. Pero no se echó a reír. Me miró largo y rato, muy de cerca, con el ceño fruncido. Sentí su presencia, fuerte y cálida y buena. Al cabo de unos instantes dije—: ¿Has oído hablar de mí?

—Todo el mundo conoce el nombre de Gilgamesh.

—¿Y es Gilgamesh un asesino?

—Es rey en Uruk. Los reyes tienen sangre en las manos.

—Maté al demonio en el bosque, sí. Maté al Toro de los Cielos, cuando la diosa lo dejó suelto para que asolara mi ciudad. He tomado otras vidas cuando ha habido necesidad, pero siempre sólo cuando ha habido necesidad. Sin embargo, me cerraste tu puerta como si yo fuera un vulgar salteador de caminos. No soy eso.

—Ah, ¿pero eres Gilgamesh? ¡Me pides que crea algo muy grande, viajero!

—¿Por qué dudas de mí? —pregunté. Lentamente, dijo:

—Si eres en realidad Gilgamesh de Uruk, y por tu estatura y tu corpulencia y por cierta majestad que veo en tí supongo que podría ser cierto, ¿cómo es que tus mejillas están tan hundidas, y tu rostro tan torvo, y tus rasgos tan carcomidos por el calor y el frío y el viento? ¿Es ése el estilo de un rey? Y tus ropas son puros andrajos. ¿Visten de este modo los reyes? —He permanecido mucho tiempo en la selva —respondí—. En Elam, y al norte en la tierra llamada Uri, y en los desiertos, y cruzando la montaña conocida como monte Mashu, y en muchos otros lugares. Si parezco gastado por la intemperie y los elementos, hay buenas razones para ello. Pero soy Gilgamesh. Agitó la cabeza.

—Gilgamesh es un rey. Los reyes son los amos del mundo; viven en la alegría y la comodidad. Tú eres un hombre con aflicción en el vientre y dolor en el corazón. No es difícil ver eso.

—Soy Gilgamesh —dije. Y porque había calidez y fuerza en ella, le conté por qué había iniciado mi peregrinaje. Sobre una jarra de cerveza, y luego otra, le hablé de Enkidu, mi hermano, mi amigo al que tan profundamente había amado, él que había cazado el asno salvaje de las colinas, la pantera de la estepa. Le dije cómo habíamos vivido lado a lado, cómo habíamos cazado juntos y habíamos luchado juntos y nos habíamos divertido juntos, cómo habíamos realizado juntos grandes y numerosas hazañas; le dije cómo se había puesto enfermo, y cómo había muerto; le dije cómo le había llorado.

—Su muerte pesa enormemente en mí —le dije—. Fue la más dolorosa de las pérdidas. ¿Cómo puedo sentirme en paz? ¡Mi amigo, al que amaba, se ha convertido en arcilla!

—Tu amigo está muerto. Lo has llorado; ahora olvídalo. Nadie se apena como tú te apenas. —No lo comprendes.

—Entonces cuéntamelo —dijo, y me dio otra cerveza.

Di un largo sorbo del dulce y espumoso líquido antes de hablar.

—Su muerte despertó mi miedo ante mi propia muerte. Y así, temiendo a la muerte, vagué de tierra en tierra.

—Todos debemos morir, Gilgamesh.

—Eso he oído, una y otra vez; de la mujer-escorpión en la montaña, de Utu en las alturas, de ti ahora. ¿Ha de ser así? ¿Debo terminar yaciendo como Enkidu, para no volver a levantarme en toda la eternidad?

—Éste es el camino —dijo con calma.

Sentí ascender en mí una ardiente furia. ¡Cuántas veces había oído esto! Éste es él camino, éste es el camino, éste es el camino…, las palabras empezaban a sonar como el balido de las ovejas en mis oídos. ¿Acaso era yo el único que desdeñaba la soberanía de la muerte?