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El barquero era un viejo flaco de pelo gris atado en un gran nudo detrás de su cabeza. Llevaba sólo una banda de andrajosa tela marrón en torno a sus caderas, y su piel estaba tan curtida como el cuero. Lo hallé en el puerto del poblado de pescadores, cargando cosas en un bote largo y estrecho, construido con cañas cubiertas de una espesa capa de pez. Cuando nos acercamos, saludó a Siduri amablemente pero sin calor, y apenas pareció reparar en mí.

La tabernera dijo:

—Te traigo un pasajero, Sursunabu. Es Gilgamesh de Uruk, que quiere hablar con Ziusudra.

—Dejemos que hable con Ziusudra, entonces. ¿Qué tiene que ver eso conmigo?

—Necesita pasaje hasta la isla.

Sursunabu se encogió de hombros y dijo:

—Dejemos que encuentre pasaje hasta la isla si es eso lo que quiere. Y luego dejemos que vea si Ziusudra quiere hablar con él.

—Muéstrale tu plata —me dijo Siduri.

Avancé unos pasos y dije:

—Puedo pagar bien por mi pasaje. El barquero me lanzó una inexpresiva mirada. —¿Para qué necesito tu metal? ¡Un hombre atrevido! Pero no había altanería en él. Era tan sólo indiferencia. No me había encontrado con nada así antes, y lo consideré un misterio. Sentí que la ira montaba en mí. —¿Por qué te niegas a mí? ¡Soy rey en Uruk! —Ve con cuidado, Sursunabu —dijo Siduri—. Se toma a mal las negativas. Su carácter es fiero, y siente un inmenso amor hacia sí mismo.

Me volví hacia ella, con la boca abierta. —¿Qué estás diciendo?

Sonrió. Pareció una sonrisa tierna, en absoluto burlona. Respondió:

—Sólo tú, entre toda la humanidad, te enfureces cuando consideras tu propia muerte. ¿Qué es eso sino amor hacia sí mismo, Gilgamesh? Lloras tu propia posibilidad de morir. Lloras más profundamente por ti mismo de lo que lo hayas hecho nunca por ese amigo tuyo que murió.

Me sentí desconcertado, tanto por la brutal sinceridad de sus palabras como por el pensamiento de que tal vez hubiera razón en ellas. La miré parpadeando; luché por replicar. Pero no pude hallar ninguna respuesta. Siguió:

—Tú mismo lo dijiste. Lloraste enormemente por tu Enkidu, pero fue el temor a la muerte, a tu propia muerte, lo que te arrojó de tu ciudad hacia las selvas y los páramos. ¿No es así? Y ahora corres a Ziusudra, pensando que te enseñará cómo escapar de la muerte. ¿Se ha amado más alguna vez un hombre a sí mismo? —La tabernera se echó a reír y miró al barquero—. ¡Vamos, Sursunabu, pon mejor cara a las cosas! Este hombre es rey en Uruk, y sueña con vivir eternamente. Llévalo a Ziusudra, te lo suplico. Deja que aprenda lo que tiene que aprender.

El barquero escupió y siguió cargando su bote. Aquello era demasiado, el desdén del barquero y el cortante filo de las palabras de Siduri. Mi ira desbordó. Hubo un fuego repentino en mi espíritu. Sentí un redoble en mi cabeza, mis manos temblaron. Avancé furioso hacia Sursunabu. Había una hilera de pequeñas columnas de piedra pulida en el suelo entre yo y el bote; las aparté furiosamente con el pie, arrojando algunas al agua, rompiendo otras, para poder llegar junto a Sursunabu. Lo sujeté por el hombro. Alzó la vista hacia mi, sin mostrar el menor miedo, aunque yo tenía dos veces su tamaño y podía partirle en dos tan fácilmente como había partido aquellas cosas de piedra. Ante aquella mirada carente de miedo mi ira retrocedió un poco, y lo solté, conteniendo la respiración, intentando enfriar el sofocante fuego que ardía en mi alma.

Tan humildemente como pude, dije: —Te lo suplico, barquero: llévame ante tu dueño. Te pagaré el precio que pidas, sea cual sea. —Ya te lo he dicho, no necesito tu metal. —Llévame de todos modos. Por amor a los dioses, cuyo hijo soy.

—¿Lo eres realmente? Entonces, ¿qué miedo tienes de la muerte?

Sentí que mi ira volvía ante aquellas palabras que me recordaban demasiadas cosas, pero la dominé de nuevo.

—¿Debo arrodillarme? ¿Debo suplicarte? ¿Es algo tan grande llevarme hasta tu isla?

Se echó a reír, una risa aguda y extraña.

—Ahora es una gran cosa, oh estúpido Gilgamesh. En tu ira has destruido las piedras sagradas que aseguran una travesía feliz: ¿no lo sabías? Nos hubieran protegido. Pero las has roto.

Me sentí profundamente avergonzado. Raras veces mi humillación ha sido tan grande. Mis mejillas se encendieron; me dejé caer de rodillas e intenté reunir de nuevo las pequeñas columnas de piedra. Pero había caído sobre ellas demasiado vigorosamente; estaban rotas en muchos trozos, y no podía decir cuántas había tirado al mar, pero eran más que unas pocas. Reuní torpemente las que quedaban. Con un gesto, Sursunabu me dijo que era inútil.

—Nos las arreglaremos sin ellas —dijo—. Los riesgos serán mayores. Pero si eres realmente el hijo de los dioses, quizá puedas pedirles que velen por nosotros durante la travesía.

—¡Entonces me llevarás!

—¿Por qué no? —dijo, encogiéndose una vez más de hombros.

Siduri se acercó a mí. Tomó mis manos entre las suyas, apretó sus suaves senos contra mi pecho. Dijo con suavidad:

—No pretendía burlarme de ti, Gilgamesh. Pero creo que había algo de verdad en mis palabras, por duras que fuesen.

—Es posible.

—Pese a las cosas que dije, espero que halles lo que buscas.

—Te lo agradezco, Siduri. Ese deseo, y todo lo demás.

—Pero si no consigues hallarlo, quizá decidas volver aquí. Siempre habrá un lugar para ti a mi lado, Gilgamesh.

—Hay muchos lugares peores donde ir —le dije—.

Pero no creo que vuelva.

—Entonces adiós, Gilgamesh.

—Adiós, Siduri.

Me abrazó, y ofreció una plegaria, hablándole a alguna diosa que no era ninguna de las diosas que yo conocía. Rezó para que yo hallara la paz, para que llegara pronto al final de mi peregrinaje. La única paz que podía ver para mí en aquellos momentos era la paz de la tumba, y esperé que Siduri no se refiriera a ésa; pero decidí aceptar su plegaria en su mejor significado, y le di las gracias por ella. Entonces el barquero me hizo una seña de aquella ruda manera suya. Subí al bote y tomé asiento a la proa, junto a unas balas de paja. Empujó la embarcación alejándola de la orilla, corriendo un corto trecho por el agua antes de saltar dentro, a mi lado.

Silenciosamente, pusimos rumbo a Dilmun. Los dioses nos protegieron, pese a que yo había destruido aquellas cosas de piedra, y nuestra travesía fue plácida, bajo un brillante cielo. Durante un tiempo nos balanceamos en aguas abiertas —ya no verdes aquí, sino azules, con el azul profundo de alta mar—, y no hubo tierra a la vista en ninguna parte, ni detrás de nosotros ni delante de nosotros. Eso me hizo sentirme intranquilo. Nunca antes había estado fuera de la vista de toda tierra. Sentí la presencia del gran abismo a todo mi alrededor. Creí poder mirar al agua y ver al poderoso señor de las profundidades, el gigante Enki, en su morada. Imaginé que podía distinguir los cuernos de su corona. Y en el calor del día sentí un estremecimiento, ese estremecimiento de frío que te sacude cuando te acercas demasiado a los grandes dioses. Pero le recé, diciendo: Soy Gilgamesh hijo de Lugalban-da, rey en Uruk, y busco lo que debo buscar: compadécete de mí hasta que lo encuentre, gran y sabio Enki. Mi plegaria se hundió en el abismo, y supongo que debió ser oída, porque cuando ya atardecía vi una oscura línea de palmeras en el horizonte, y las blancas murallas de piedra caliza de una gran ciudad resplandeciendo a la última luz del sol, con muchas embarcaciones varadas en la playa frente a ella.