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¡Qué bien me sentí, trabajando de rodillas bajo el caliente sol! Quizá creyeron que me estaban probando, viendo si un rey podía hacer el trabajo de un esclavo; pero si era así no. comprendían que algunos reyes disfrutan trabajando con sus manos. Era la estación de plantar la cebada. Habían arado ya la tierra en franjas de ocho surcos de anchura, y habían dejado caer su semilla a dos dedos de profundidad. Ahora yo recorrí los surcos, despejando el campo de terrones, nivelando la superficie con mis manos para que la cebada, cuando brotara, no tuviera que luchar contra colinas ni valles. Podéis decir que para esa tarea no se necesita una gran habilidad, y tendréis razón; sin embargo, disfruté con ella.

Después regresé a la casa comedor. Otro viejo —más viejo aún, arrugado y apergaminado— entró casi junto conmigo, y de nuevo mi corazón latió fuertemente ante su vista: ¿era éste finalmente Ziusudra? Pero uno de los otros lo saludó con el nombre de Hasidanum; era simplemente uno de los sacerdotes. Este viejo hizo una libación de aceite y encendió tres lámparas, y se arrodilló sobre ellas durante un tiempo murmurando plegarias en una voz demasiado débil y ligera para que pudiera oírlas. Luego salpicó sobre mí algo del aceite.

—Es para purificarte —susurró la muchacha Dabbatum a mi lado—. Aún llevas encima la polución del mundo.

Para la comida de la noche había de nuevo lentejas y fruta y unas gachas de cebolla y centeno. Bebimos leche de cabra. Allí no utilizaban la cerveza, ni el vino, y no comían carne. El trabajo de la tarde había despertado en mí el hambre, y también la sed, y lamenté la falta de carne y buena bebida. Pero no las utilizaban; no las probé de nuevo hasta que hube abandonado la isla.

Así transcurrieron varios días. No sabría decir cuántos. La isla del Ziusudra se halla en un tiempo fuera del tiempo. Trabajé de sol a sol, comí mis sencillas comidas, observé a los sacerdotes y sacerdotisas en sus devociones, aguardé a ver lo que iba a ocurrir a continuación. Creo que dejé de preocuparme de Mes-kiagnunna, de Inanna, de Ur, de Nippur, de la propia Uruk. Aquella gran calma de la isla volvió a mí, y esta vez permaneció.

Cada dos días iban al templo principal para sus ritos y ceremonias principales. Puesto que yo sólo era un novicio no podía tomar parte en ellos, pero me permitían arrodillarme junto a ellos mientras cantaban sus textos. El templo era un gran recinto de alto techo abovedado desprovisto de todo tipo de imágenes, con un brillante suelo de piedra negra y un techo rojo de vigas de cedro. Cuando entré por primera vez esperé que el patriarca estuviera allí, pero no estaba, lo cual me causó una aguda decepción. Pero había aprendido a dominar mi impaciencia: pensé que quizá no me admitieran en presencia del Ziusudra mientras pareciera demasiado ansioso de su bendición. Escuché sus rituales sin comprender al principio mucho de lo que se decía, puesto que el lenguaje que utilizaban era sorprendentemente arcaico. Era a todas luces el lenguaje de la Tierra, pero creo que lo debían pronunciar de la manera que lo hablaba la gente antes del Diluvio. Pero al cabo de un tiempo vi como encajaban las palabras y como diferían de las palabras que utilizamos hoy, y comprendí su significado, o parte de él. En esos rituales contaban la historia del Diluvio; pero lo que decían no se parecía en nada a la historia que había oído tantas veces del viejo arpista Ur-kununna.

Empezaba con la ira de los dioses, sí: el desagrado hacia el modo de proceder ruidoso, indolente y jactancioso de la humanidad. Y los dioses enviaron lluvia, también, semana tras semana: los ríos subieron de nivel, inundando sus orillas, derramándose por las llanuras, llenando las calles donde se asentaban las ciudades y cayendo como lobos sobre las bajas calles y las casas. La destrucción de la Tierra fue horrible, y la pérdida de vidas, grande.

Pero luego la historia empezaba a desviarse de la que conocía, del mismo modo que un sendero desconocido se desvía de un camino muy conocido; y me condujo a un lugar muy poco familiar. Oí el nombre de Ziusudra, y escuché atentamente. Y lo que oí fue esto:

—El sabio y compasivo Enki acudió a Ziusudra rey de Shuruppak y le dijo: “Levántate, oh rey, y aparta provisiones y bienes útiles de todas clases, y toma a toda tu gente y ve a las tierras altas; porque la devastación va a ser grande.” Ziusudra no vaciló, sino que obedeció de inmediato: apartó provisiones, apartó bienes útiles de todas clases, y lo cargó todo a lomos de sus animales de carga, y él y su gente partieron hacia las colinas, y allá permanecieron todos mientras las aguas del Diluvio arrasaban las tierras bajas. Y no volvieron a bajar hasta que la tormenta hubo cesado.

¿Qué era esto? ¿Dónde estaba el gran barco en el que Ziusudra había hecho subir a todos los miembros de su casa y los animales del campo, pareja tras pareja? ¿Y el viaje a través del mar que había cubierto toda la faz de la Tierra? ¿Y dónde estaba la paloma que había enviado volando, y la golondrina, y el cuervo? ¿Fábulas y leyendas, y nada más? ¿Era eso posible? La historia que contaban aquí no tenía nada de esto. Era un simple relato: una mala estación de lluvias, ríos turbulentos, un rey listo actuando rápido para mitigar el desastre para su ciudad. Cuanto más escuchaba, más vulgar me parecía la historia. Cuando bajó de las colinas, Shuruppak y todas las ciudades de la Tierra estaban en terribles condiciones, cubiertas de lodo, manchadas por el agua. Las granjas se habían convertido en pantanos, las cosechas y los animales se habían perdido, todo lo almacenado en los graneros era inservible. Había hambre en la Tierra; pero en Shuruppak las cosas no eran tan malas como en otras partes porque Ziusudra había conseguido escapar a lo peor de la tormenta. Eso era todo. Ningún mar tragándose a la Tierra, ningún barco de seis cubiertas, ninguna paloma, ni golondrina, ni cuervo. No podía creerlo. ¿Una historia tan simple? Los sacerdotes no suelen construir historias tan simples cuando las van contando de boca en boca. Pero lo que estos sacerdotes estaban diciendo era que no había habido ningún Diluvio que lo destruyera todo, sino sólo algunas lluvias fuertes y una época difícil.

Y si eso era así, ¿qué había del resto de la historia, la llegada de Enlil para hablar con Ziusudra y su esposa, y el gran dios tomándoles de la mano y diciendo: “Habéis sido mortales, pero ya no sois mortales. A partir de ahora seréis como dioses, y viviréis muy lejos de la humanidad, en la boca de los ríos, en la tierra dorada de Dilmun”…, eso también era una fábula? ¿Y había cruzado medio mundo detrás de una mera fábula? Ziusudra no existe, había dicho la tabernera Siduri. ¿Era cierto? ¿Había hecho espantosamente el estúpido emprendiendo aquella búsqueda? Gilgamesh, Gil-gamesh, ¿hacia dónde corres? Nunca encontrarás esa vida eterna que buscas.

Me sentí abrumado por la desesperación. Perdido en la confusión y la vergüenza.

Fue entonces cuando el viejo sacerdote Lu-Ninmarka apoyó una mano en mi hombro y dijo:

—Álzate, Gilgamesh, báñate, ponte una túnica limpia. El Ziusudra desea verte hoy.

Una vez hube hecho mis preparativos me llevó al templo principal. Descubrí que estaba extrañamente tranquilo; o quizá no fuera extraño. El conjuro de la isla estaba sobre mí. Entramos en la gran sala de las vigas de cedro y suelo de piedra negra y fuimos a su parte de atrás; Lu-Ninmarka apoyó su mano en un lugar en la pared, y éste giró hacia atrás como por arte de magia, revelando un pasadizo que se hundía en la oscuridad.

—Ven —dijo. No llevaba ni lámpara ni antorcha. Seguimos adelante, e inmediatamente capté una húmeda y pegajosa bruma que brotaba de la tierra, arrastrando un débil olor a sal. Es el agua del gran abismo, pensé, que trepa por las raíces de la isla y se descarga en este túnel. Lu-Ninmarka avanzaba confiado en la oscuridad, y yo me veía apurado para mantener su paso. No me permití tantear el camino con las manos sino que avancé con firmeza pese a que no podía ver nada. Ignoro lo lejos que fuimos ni hasta qué profundidad bajo la piel de la isla. Quizá sólo nos estuviéramos moviendo en círculos, dando vueltas y vueltas en torno a la gran habitación central, siguiendo los recodos de un enorme laberinto. Pero al cabo de un cierto tiempo nos detuvimos en la oscuridad. Frente a mí vi un débil resplandor ambarino, tan suave y difuso como los breves resplandores de luz que brotan de las luciérnagas que brillan en una noche de verano. Débil como era, sobresaltó mis ojos; pero un momento más tarde fui capaz de ver, en cierto modo. Estaba de pie en el umbral de una pequeña estancia redonda de paredes de piedra, iluminada por una única lámpara de aceite montada en una alta hornacina. El incienso chisporroteaba en un plato de porfirio colocado en el suelo;'y en el centro de la habitación, sentado erguido en un taburete de madera, estaba el hombre más viejo que haya visto nunca. Había creído que el sacerdote Hasi-danum era anciano; éste hubiera podido ser muy fácilmente el padre de Hasidanum. Sentí que el asombro se convertía en una especie de mano que aferraba mi garganta. Yo, que había caminado con los dioses y luchado con los demonios, me veía petrificado ante la visión del Ziusudra.