Su rostro era como una máscara: sus ojos eran blancos y sin vista, su boca una hendidura negra y vacía. Estaba totalmente desprovisto de pelo, incluso en las cejas. Sus mejillas eran blandas, su dará redonda. Los otros viejos de aquella isla eran delgados, flacos, como secados por el sol, ángulos por todas partes; pero el Ziusudra había pasado más allá de esa delgadez y era suave y rosado y lleno de carne como un bebé. Sus ojos ciegos fueron atraídos hacia mí. Sonrió y dijo, con una voz que era profunda y resonante, pero hueca en algún lugar en el fondo:
—Por fin estás aquí, Gilgamesh de Uruk. ¡Has tardado mucho tiempo en venir!
No pude decir una palabra. ¿Cómo podía hablarle a este hombre cuya frente había sido tocada por la mano de Enlil?
—Siéntate. Arrodíllate. Eres demasiado grande; cuando estás de pie te alzas como un muro ante mí. No comprendí cómo podía conocer mi estatura, cuando era incapaz de verme: quizá sus sacerdotes se lo habían dicho, o posiblemente captaba las diminutas fluctuaciones de las corrientes de aire en el pasadizo. O quizá disponía de la visión más allá de la visión; no lo sé. Eso último era lo más probable. Me arrodillé ante él. Asintió y sonrió con una lejana sonrisa. Tendió la mano para bendecirme, y tocó mi mejilla. Su contacto fue como un hormigueo; las yemas de sus dedos eran muy frías. Pensé que debían haber dejado huellas blancas en mi piel. —Retrocedes —dijo—. ¿Por qué?
Conseguí responder, en un susurro ronco y herrumbroso:
—Por nada, padre.
—¿Me tienes miedo?
—No…, ¡no!
—Pero hay un aura de miedo a tu alrededor. Me dicen que eres el más grande de los héroes, que tu fuerza no conoce límites, que todos los hombres te saludan como su dueño. ¿Qué es lo que temes, Gilgamesh?
Le miré en silencio. Mi abrumadora admiración estaba cediendo, pero aún me resultaba difícil hablar; así que miré. Estaba tan inmóvil como una piedra, excepto la expresión de su rostro. Pensé por un momento que tal vez fuera realmente una estatua, alguna ingeniosa construcción manejada con cuerdas por un sacerdote oculto en el suelo. Al cabo de un tiempo dije:
—Temo lo que todo hombre debe temer.
—¿Y qué es eso? —preguntó desde muy lejos.
—Tenía un amigo, y era mi otro yo; cayó enfermo y murió. La sombra de mi propia muerte cayó entonces sobre mí. Oscurece mi vida. No veo nada excepto esa sombra cada vez más larga, padre. Y me aterra.
—Ah, entonces, ¿el héroe teme morir?
No pude decir si estaba burlándose de mí.
—No de morir —dije—. Morir es sólo dolor, y conozco el dolor, y no le temo demasiado. El dolor termina. A lo que le temo es a la muerte. Temo ser arrojado a la Casa del Polvo y la Oscuridad, donde deberé morar por toda la eternidad.
—¿Donde ya no serás un rey, ni beberás aromáticos vinos en copas de alabastro? ¿Donde nadie cantará tu gloria, y carecerás de todo confort?
Aquello no era justo. —No —dije con sequedad—. ¿Piensas que el confort es tan importante para mí, yo que abandoné mi ciudad por mi propia voluntad para vagar por las selvas y los páramos? ¿Crees que necesito tanto el vino, o las ropas finas, o los arpistas para que canten mis hazañas? Me gustan esas cosas: ¿a quién no? Pero perderlas no es lo que temo.
—¿Qué temes, entonces?
—Perderme yo mismo. Vivir en esa vida de sombras que viene después de la muerte, donde ya no somos nada excepto tristes, polvorientas y vacías cosas agitando nuestras almas en el polvo. Dejar de percibir; dejar de explorar; dejar de viajar; dejar de esperar. Todas esas cosas son Gilgamesh. No habrá más Gilgamesh cuando vaya a ese deprimente lugar. He estado buscando toda mi vida, padre: no puedo soportar que esa búsqueda termine.
—Pero todas las cosas terminan.
—¿Lo hacen? —pregunté.
Me miró desde más cerca, como si estuviera contemplando mi alma con sus lechosos ojos sin vista, y dijo:
—Cuando construimos una casa, ¿esperamos que dure eternamente? Cuando firmamos un contrato, ¿pensamos que sus efectos van a ser para siempre? Cuando el río crece, ¿no retroceden después sus aguas? Nada es permanente. La libélula vive en un capullo cuando es joven; luego sale, y contempla el sol durante un cierto tiempo; y luego desaparece. Así le ocurre a la humanidad. Tanto el dueño como el sirviente tienen su pequeño momento, su oportunidad de contemplar el sol. Ése es el camino.
¡De nuevo aquellas palabras! Me desesperaban.
—¡Ése es el camino! —exclamé—. ¿Tú también me dices esto, padre?
—¿Puede ser de otro modo? Ha sido decretado el mismo destino para todos nosotros.
Antes de saber lo que estaba diciendo respondí:
—¿Incluso para ti, padre? Fue una observación estúpida e inoportuna, y mis mejillas ardieron mientras la pronunciaba. Pero él no se inmutó.
—Hablaremos de mí en alguna otra ocasión —dijo calmadamente el Ziusudra—. Hoy hablamos de ti. Creo esto de ti, Gilgamesh de Uruk: que no estás tan asustado de la muerte como furioso por tener que morir.
—Es lo mismo —dije—. Llámalo miedo, llámalo furia…, no veo ninguna diferencia. Lo que veo es que el mundo está lleno de alegría y maravilla, y no siento deseos de abandonarlo. Pero pronto deberé hacerlo.
—No pronto, Gilgamesh.
—¿Eh, acaso conoces el número de mis días?
—¿Yo? No, en absoluto: no te engañaré en este aspecto. Pero aún eres joven. Eres muy fuerte. Tienes muchos años por delante.
—Por muchos que puedan ser, son demasiado pocos. Porque su número es limitado y está establecido, padre.
—Lo cual te pone furioso.
—Lo cual me inquieta enormemente —dije.
—Y en tu inquietud has venido a mí.
—Lo he hecho.
—¿Has venido a buscar de mí la vida, o la sabiduría?
—No puedo ocultarte nada. He venido buscando la vida, padre. La sabiduría es otro asunto. Espero que el tiempo me la conceda; pero lo que necesito es tiempo.
—¿Y crees que viniendo aquí puedes conseguir más tiempo para ti?
—Así lo espero, sí.
—Entonces que los dioses te concedan todo lo que buscas —dijo el Ziusudra. Hubo un largo silencio. Su cabeza se hundió hacia delante sobre su pecho, y pareció sumirse en profundas vacilaciones: frunció el ceño, apretó los labios, suspiró. Sentí que le había cansado; no me atreví a hablar. El momento fue interminable. Vamos, pensé, mírame, dame tu bendición, enséñame el secreto de tu vida eterna. Pero siguió suspirando y frunciendo el ceño.
Luego alzó la cabeza y me miró con tal intensidad que no pude llegar a creer que era ciego. Sonrió. Dijo suavemente: