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—Debemos hablar de estas cosas de nuevo, Gilgamesh. Te mandaré a buscar otro día. —E hizo el más pequeño de los gestos; fue una despedida. Sentí que una cortina invisible descendía entre nosotros. Aunque el Ziusudra seguía estando sentado allí delante de mí, sin moverse, no estaba allí. Lu-Ninmarka, que había aguardado todo el rato a mi lado, se adelantó y tocó mi codo. Me levanté; ofrecí un saludo; me fui.

36

Seguí a Lu-Ninmarka a través del oscuro laberinto hasta el mundo superior como alguien que camina en sueños. Trabajé en los campos y fui al templo para oírles contar y volver a contar su historia del Diluvio, y comí lentejas y bebí leche de cabra, y los días fluyeron uno tras otro. Me preguntaba vagamente acerca de los acontecimientos en el mundo más allá de las orillas de aquella isla, pero no pensaba en irme. Ocasionalmente veía las calles de Uruk en mi mente, o el rostro de mi esposa o mi hijo, o de algún hombre de la corte; pero parecían como escenas salidas de un sueño. En una ocasión imaginé que veía a Enkidu delante de mí, y le sonreí, pero no avanzó hacia mí. En otra ocasión Inanna se deslizó en mis sueños, radiante, magnífica, más hermosa de lo que nunca había parecido: al verla, no sentí odio hacia sus retorcidos planes, sólo un suave pesar de que tal belleza hubiera estado en su tiempo en mis manos y ya no pudiera volver a ser mía. Así transcurrieron los días. Uruk y todas sus preocupaciones se habían alejado de mí. Y en la madurez del tiempo me hallé de nuevo en aquel serpenteante corredor, descendiendo a la morada del Ziusudra. Estaba sentado como lo había estado la otra vez, firmemente erguido en su pequeño taburete de mimbre como si fuese un trono. Sentí su poder. Lo rodeaba como una pared. A su propia manera era un rey; era casi un dios. Me parecía como si viviese en algún plano más allá de mi comprensión; deseé instintivamente arrodillarme ante él en el momento en que llegué a su presencia. Creo que nunca he conocido a otro hombre que despertara tanta admiración en mí. Tan pronto como entré empezó a hablar; pero no pude entender lo que estaba diciendo. Las palabras brotaban de él como una columna de denso humo brota de un fuego de leña verde; y las palabras eran tan impenetrables como el humo, de modo que era incapaz de ver el significado a través del sonido. Su voz trazaba círculos y círculos en torno a mí. Hablaba el lenguaje de la Tierra, o así lo creí, y sus palabras eran tranquilas y seguras de sí mismas, como si estuviera presentándome alguna argumentación profundamente meditada; pero ninguna palabra llegaba hasta mí de una forma que pudiera comprender. Me arrodillé y miré. Luego, en medio del lodoso fluir empecé a percibir un destello de comprensión, del mismo modo que uno ve las chispas que ascienden dentro del humo. Estaba hablando, o así lo parecía, de la época en que los dioses habían enviado el Diluvio como castigo sobre la humanidad y él había conducido a su pueblo a las tierras altas para aguardar a que las aguas descendieran de nuevo. Pero no podía asegurarlo. Había momentos en que creía que podía estar hablando del diseño correcto de los carros, o de los lugares a los que uno va para hallar depósitos de sal gema en el desierto, o de otras cosas parecidas muy lejanas al cuadro del Diluvio. Me sentía perdido en la maraña de su discurso; me sentía también absolutamente desconcertado.

Y de pronto dijo, con una perfecta claridad: —No existe la muerte, si sólo cumplimos con las tareas que nos imponen los dioses. ¿Me comprendes? No existe la muerte.

Se volvió hacia mí, y pareció aguardar. —Y tu tarea fue hacer que la Tierra se recuperara cuando las aguas se retiraran; y por eso los dioses te libraron de la muerte. Entonces, ¿cuál es mi tarea, Ziusudra? Sabes que yo también puedo ser liberado de la muerte. —Sé eso.

—Pero el Diluvio no volverá. ¿Qué debo hacer? Construiría un barco como el tuyo, si fuera necesario. Pero no hay necesidad de ninguno.

—¿Crees que hubo un barco, Gilgamesh? ¿Crees que hubo un Diluvio?

A la débil y parpadeante luz de su pequeña lámpara, intenté, y fracasé, leer los misterios de su rostro. Su mente era demasiado ágil para mí; se alejaba de mi comprensión. Estaba perdiendo las esperanzas de que pudiera ayudarme a encontrar lo que buscaba. —He oído lo que dicen aquí en el templo —admití—. ¿Pero qué debo hacer con ello? En la Tierra cuentan una historia diferente.

—Créela como la contamos nosotros. Vinieron las lluvias; en Shuruppak el rey reunió a su gente, y separaron provisiones y las llevaron a las tierras altas, y permanecieron allí hasta que se agotó la furia de la tormenta. Entonces regresaron a la Tierra y reconstruyeron todo lo que había sido destruido. Eso es lo que ocurrió, hace tantos cientos de años. Todo lo demás es fábula.

—¿Incluida —dije— la parte donde Enlil vino a ti y te bendijo y te envió a Dilmun para vivir eternamente?

Agitó la cabeza.

—El rey de Shuruppak huyó a Dilmun desesperado. Vino aquí cuando vio que había sido una estupidez haber salvado a la humanidad, porque los viejos males aún seguían latiendo. Abandonó la Tierra; cedió su reino; buscó la virtud y la pureza en esta isla. Eso fue todo, Gilgamesh. Todo lo demás es fábula.

—La historia dice que los dioses te concedieron la vida eterna. ¿Fue eso también una fábula? Hay vida eterna aquí, o al menos lo parece.

—No existe la muerte —dijo el Ziusudra—. ¿No es eso lo que te he dicho? —Me lo has dicho, sí. Debemos cumplir con las tareas que los dioses decreten para nosotros, y entonces no habrá muerte. Pero te pregunto de nuevo: ¿Cuál es mi tarea, Ziusudra? ¿Cómo la reconoceré? ¿Qué secreto debo aprender?

—¿Por qué crees que hay un secreto?

—Tiene que haberlo. Has vivido tanto tiempo. Viste el Diluvio: eso fue hace diez vidas, o veinte; y sin embargo estás sentado aquí. A todo tu alrededor hay hombres y mujeres que parecen tan sin edad como tú. ¿Qué edad tiene Lu-Ninmarka? ¿Qué edad tiene Hasi-danum? —Miré al Ziusudra larga y ansiosamente. Mis manos temblaban, y sentía dentro de mí los inicios del aura del dios, el zumbar, el crujir y el silbar, todas aquellas extrañas cosas que vienen a mí en los momentos en que estoy más encerrado en mí mismo en la necesidad—. ¡Dime, padre, cómo puedo derrotar a la muerte! Los dioses en asamblea confirieron la vida sobre ti: ¿quién puede llamarlos en asamblea para mí?

—Tú eres el único que puede hacerlo —dijo el Ziusudra.

Apenas podía respirar.

—¿Cómo? ¿Cómo?

Respondió, de la manera más espontánea:

—Primero muéstrame que puedes dominar el sueño, y luego veremos la forma de dominar la muerte. Puedes matar leones, oh el más grande de los héroes; ¿puedes matar el sueño? Te invito a que lo intentes. Siéntate aquí a mi lado durante seis días y siete noches sin dormir; y entonces quizá puedas hallar la vida que buscas.

—¿Es ése el camino, entonces?

—Es el camino al camino.

El zumbido en mi alma disminuyó. Me sentí invadido por una nueva calma. Aceptaba guiarme, después de todo.

—Lo intentaré —dije.

La prueba era realmente dura: ¡seis días, siete noches! ¿Cómo podía un hombre mortal hacer algo así? Pero me sentía confiado. Era más que un mortal; así lo había creído desde mi niñez, con buenas razones. Había matado leones e incluso demonios; podía matar también al sueño. ¿No había transcurrido día tras día sin más que una hora o dos de sueño en las estaciones de la guerra? ¿No había caminado a través de selvas y páramos de noche y de día como si no necesitara el sueño? Lo haría. Estaba seguro de eso. Tenía la fuerza necesaria; tenía el celo. Me acuclillé cerca de él y fijé mis ojos en su liso, rosado y sereno rostro, y me dediqué a la tarea.

Y para mi vergüenza el sueño vino sobre mí en un momento, como un torbellino. Aunque no supe que dormía.