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Mis ojos estaban cerrados, mi respiración era pausada; como digo, había ocurrido en un momento. Creía que estaba despierto y que permanecía sentado mirando al Ziusudra; pero dormía, y soñaba. En mi sueño vi a Ziusudra y a su esposa, que era tan vieja como él; y él me señalaba y le decía a ella:

—¡Mira a este héroe, el hombre fuerte que busca la vida eterna! El sueño ha caído sobre él como un torbellino.

—Tócale —dijo ella—. Despiértale. Déjale regresar en paz a su tierra, a través de la puerta por la que la abandonamos.

—No —dijo Ziusudra en mi sueño—. Le dejaré dormir. Pero mientras duerme, esposa, hornea una hogaza de pan cada día, y deposítala aquí junto a su cabeza. Y haz una marca en la pared para llevar la cuenta de los días que duerme. Porque la humanidad es engañosa; y cuando despierte intentará engañarnos.

Así que ella horneó hogazas de pan e hizo marcas en la pared cada día, y yo soñé que seguía durmiendo, día tras día, pensando que estaba despierto. Ellos me observaban y sonreían ante mi insensatez; y luego, finalmente, Ziusudra me tocó y desperté. Pero esto estaba también en mi sueño.

—¿Por qué me has tocado? —pregunté. Y él respondió: —Para despertarte.

Le miré sorprendido, y le dije acaloradamente que no había dormido, que sólo había pasado un momento desde que me había acuclillado junto a él, y que mis ojos apenas se habían cerrado un momento desde aquel instante. Se echó a reír, y dijo gentilmente que su esposa había horneado una hogaza de pan cada día mientras yo dormía y que había depositado las hogazas a mi lado.

—¡Adelante, Gilgamesh: cuéntalas, y comprueba los días que has dormido!

Miré las hogazas. Había siete: la primera era como un ladrillo, la segunda estaba casi igual de pasada, la tercera estaba pastosa. La cuarta tenía toda la corteza blanca a causa del moho; la quinta estaba cubierta de moho también. Sólo la sexta hogaza estaba aún fresca. Vi la séptima cocerse sobre los carbones. Me mostró las marcas en las paredes, y había siete, una para cada día. Así supe que había caído dormido pese a mí mismo, y comprendí que había fracasado en mi comprensión. No era digno. Nunca sería capaz de hallar mi destino a lo largo del sendero a la vida eterna. La desesperación se apoderó de mí. Sentí que la muerte llegaba sobre mí como un ladrón en la noche, entrando en mi dormitorio, aferrando mis miembros con su fría presa. Y lancé un gran gemido y desperté; porque todo aquello seguía estando en mi sueño.

Miré al Ziusudra y me llevé la mano a la cabeza como para librarla de un sudario. Me sentía perdido en mis confusiones. Dormir creyendo que estaba despierto, y soñar, y despertar dentro de mi sueño, y luego despertar realmente, y seguir sin saber si había soñado o había estado despierto incluso entonces… ¡Oh, me sentía perdido, perdido!

Apreté las puntas de mis dedos contra mis ojos, inseguro.

—¿Estoy despierto? —pregunté.

—Creo que sí.

—¿Pero he dormido?

—Has dormido, sí. —¿He dormido mucho?

Se alzó de hombros.

—Quizás una hora. Quizás un día. —Lo hizo sonar como si para él lo uno mera lo mismo que lo otro.

—He soñado que dormía seis días y siete noches, y tú y tu esposa me observabais, y cada día ella horneaba una hogaza de pan; y luego tú me despertabas y yo negaba que hubiera dormido, pero vi las siete hogazas ante mí. Y cuando las vi sentí que la muerte se apoderaba de mí, y grité.

—Te oí gritar —dijo el Ziusudra—. Fue hace un momento, justo antes de que despertaras.

—Así que ahora estoy despierto —dije, aún inseguro.

—Estás despierto, Gilgamesh. Pero primero dormiste. No fuiste consciente de ello: pero el sueño se apoderó de ti en el primer momento de tu prueba.

—Entonces he fracasado —dije con voz hueca—. Estoy condenado a morir. No hay esperanza para mí. Allá donde ponga el pie, allá encontraré la muerte…, ¡incluso aquí!

Sonrió con una sonrisa tierna y cariñosa, como la que uno dirigiría a un bebé.

—¿Crees que nuestros misterios pueden salvarte de la muerte? Ni siquiera pueden salvarme a mí. ¿Entiendes eso? Estos ritos que observamos: ni siquiera pueden salvarme a mí.

—Ésa es la historia que cuentan, que tú estás exento de morir.

—Es la historia, sí. Pero no es la historia que contamos nosotros aquí. ¿Cuándo he dicho yo que estaba exento de morir? Dime cuándo he pronunciado esas palabras, Gilgamesh.

Le miré, asombrado.

—No existe la muerte, dijiste. Sólo cumple con tu tarea, y no habrá muerte. Tú dijiste eso.

—Lo dije. Pero no supiste captar el significado.

—Tomé el significado que creí que había aquí.

—Sí, lo hiciste. Fue el significado fácil; era el significado que esperabas encontrar; pero no era el auténtico significado. —De nuevo la tierna sonrisa, tan triste, tan cariñosa. Gentilmente, dijo—: Aquí hemos hecho nuestro pacto con la muerte. Conocemos sus caminos, y ella conoce los nuestros; y tenemos nuestros misterios, y nuestros misterios nos defienden por un tiempo de la muerte. Pero sólo por un tiempo. ¡Pobre Gilgamesh, has venido hasta tan lejos para tan poco! La comprensión me invadió. Sentí que se me erizaba la piel; me estremecí con el frío de la percepción a medida que la verdad se manifestaba por sí misma. Contuve bruscamente el aliento. Había una pregunta que debía formular ahora; pero no sabía si me atrevería a formularla, y no creía que tuviera una respuesta para ella. De todos modos, al cabo de un momento dije: —Dime esto. Tú eres el Ziusudra: ¿pero eres Ziusudra de Shuruppak?

Respondió sin la menor vacilación. Y lo que me dijo fue lo que ya había empezado a comprender.

—Ziusudra de Shuruppak lleva muerto mucho tiempo —dijo.

—¿El que condujo a su pueblo a las tierras altas cuando llegaron las lluvias?

—Muerto hace mucho tiempo.

—¿Y el Ziusudra que vino después de él?

—Muerto también. No te diré cuántos de ese nombre se han sentado en esta estancia; pero no soy el tercero, ni el cuarto, ni siquiera el quinto. Morimos, y otro ocupa el lugar y el título; y así continuamos en la observancia de nuestros misterios. Soy muy viejo, pero no permaneceré sentado aquí para siempre. Quizá Lu-Ninmarka sea el Ziusudra que me sustituya, o quizás algún otro. Quizás incluso tú, Gilgamesh.

—No —dije—. No seré yo, creo.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Regresaré a Uruk. Volveré a ocupar mi trono. Viviré mis días en el número que me haya sido asignado.

—Sabes que puedes quedarte con nosotros si quieres, y tomar parte en nuestros ritos, y recibir entrenamiento en nuestras habilidades.

—Y aprender de ti cómo mantener la muerte a raya…, aunque no vencerla por completo. Porque eso es imposible.

—Sí.

—Pero si me entrego a ti, nunca podré abandonar esta isla. ¿No es así?

—No desearás abandonarla, si te conviertes en uno de nosotros.

—¿De qué forma será esto distinto a la muerte? —pregunté—. Perderé todo el mundo, y sólo tendré una pequeña isla arenosa a cambio de ello. Vivir en una pequeña habitación, y trabajar en esos campos, y rezar plegarias por la noche, y comer sólo ciertos alimentos…, vivir como un prisionero en una isla tan pequeña que puedo recorrerla de orilla a orilla en una o dos horas…

—No serás un prisionero. Si te quedas, dispondrás de todo tu libre albedrío.

—No es ésa la vida que quiero para mí, padre.

—No —dijo—, no creo que lo sea.

—Te agradezco la oferta.

—Que no será retirada en ningún momento. Puedes acudir a nosotros siempre que quieras, Gilgamesh, si así lo decides. Pero no creo que sea eso lo que decidirás. —Sonrió de nuevo, y tendió su mano; y como había hecho la primera vez, tocó mi rostro con las yemas de sus dedos como bendición. Su mano era muy fría. Su contacto producía un hormigueo. Cuando Lu-Ninmarka me condujo de nuevo a la superficie, seguía sintiendo los lugares donde me había tocado como huellas blancas contra mi piel.