37
Me preparé para abandonar la pequeña isla. Siguiendo las órdenes del Ziusudra, me fue entregada una nueva y fina capa, y una banda para colocar en torno a mi cabeza, y me bañé hasta que estuve tan limpio como la nieve recién caída. El barquero Sursu-nabu me cruzó hasta Dilmun; allí arreglé las cosas para mi viaje de vuelta a casa. Me sentía de un humor sombrío, triste y melancólico, ¿y por qué no debería ser así? El Ziusudra lo había dicho claramente: había ido hasta tan lejos para tan poco. Sin embargo, no me sentía desconsolado por ello. Había jugado y había perdido, pero la apuesta había sido grande. Sólo un loco lloraría cuando le pide a sus dados lo imposible y éstos no se lo proporcionan.
Se acercaba ya el momento de mi partida cuando el viejo sacerdote Lu-Ninmarka acudió a mí y pronunció un pequeño discurso, diciendo:
—El Ziusudra lamenta profundamente que hayas tenido que soportar tantas dificultades y te hayas agotado tanto sin conseguir ninguna recompensa. A fin de consolarte ha decidido revelarte algo oculto, uno de los secretos de los dioses. Te lo ofrece como un regalo, para que lo lleves contigo de vuelta a tu país. —¿Y de qué se trata? —pregunté. —Ven conmigo.
En verdad me sentía tan desanimado que mi anhelo hacia cualquier regalo del Ziusudra era prácticamente nulo; sólo deseaba marcharme de aquel lugar y regresar lo más aprisa posible a Uruk. Pero sabía que no sería cortés ni educado rehusar. Así que acompañé al sacerdote a un lugar alejado de la isla, donde la tierra penetraba en el mar en una larga y estrecha punta con la forma de la hoja de un cuchillo. Al extremo de esa punta vi un gran montón de miles de grises conchas marinas de extraña forma, todas retorcidas y ásperas por un lado, suaves y resplandecientes por el otro. Cerca de ellas había el tipo de piedra que utilizan los buceadores como lastre cuando se sumergen en el mar, y algunas cuerdas para atarlas a sus piernas. —¿Te preguntas por qué te he traído aquí? —dijo Lu-Ninmarka. Sonrió. Creo que pretendía ser agradable, aunque para mí era como la sonrisa de una calavera, tan delgado y carente de carne era su anguloso rostro. Recogió una de las conchas grises, la sostuvo un momento en la palma de su mano, con el lado liso hacia abajo, y la arrojó al suelo. Luego señaló al mar. —Este es el lugar donde se encuentra la planta conocida como Rejuvenece: ahí, en el fondo del mar. Fruncí el ceño y dije: —¿Rejuvenece? ¿De qué planta se trata? Me miró sorprendido.
—¿No la conoces? Esa planta es la maravilla de las maravillas. De ella extraemos una medicina que cura la más implacable de las enfermedades: me refiero a la devastación de la edad. Es una medicina que restablece en el hombre su anterior fuerza, que borra las arrugas de su rostro, que hace que su pelo vuelva a crecer oscuro. Y la planta de la que procede vive en estas aguas. ¿Ves estas conchas? Son sus hojas. Nos sumergimos en busca de la planta, la sacamos a la superficie, extraemos su poder, y desechamos el resto. De su fruto hacemos la poción que nos preserva de la edad. Éste es el regalo de partida que te hace Ziusudra: se me ha permitido que te entregue el fruto de la planta Rejuvenece para que te la lleves contigo en tu viaje.
—¿Lo dices de veras? —pregunté, asombrado.
—Nunca bromearíamos contigo, Gilgamesh. El desconcierto y la admiración me silenciaron por un momento. Cuando pude hablar de nuevo dije con voz apenas audible:
—¿Cómo obtendré esta milagrosa materia? Lu-Ninmarka hizo un gesto con la mano hacia las piedras de los buceadores, las cuerdas, el mar. Indicó que debía despojarme de mis ropas y descender al interior de las aguas. Vacilé sólo un momento. El mar es el dominio de Enki, y yo nunca me he sentido muy atraído por ese dios. Sería una nueva experiencia para mí entrar en el mar. Bien, pensé, en mi travesía a Dilmun, Enki no me había hecho ningún mal; cuando niño me había sumergido a menudo en las aguas del río. ¿Qué tenía que temer allí? La planta Rejuvenece me aguardaba en aquellas aguas. Eché a un lado mi capa; até las pesadas piedras a mis pies; avancé torpemente hacia el borde del mar.
¡Qué clara era el agua, que cálida, qué suave! Lamía la rosada arena de la orilla y adquiría ella misma una tonalidad rosada. Miré hacia Lu-Ninmarka, que me animó a seguir adelante. Había que avanzar lentamente, con aquellas piedras. El agua era poco profunda; avancé chapoteando con el agua hasta las rodillas por un tiempo interminable. Pero finalmente llegué a un lugar donde el reborde hundido de la tierra cedía y dejaba paso ante mí a lo que parecían ser las fauces de un gran abismo. Miré de nuevo hacia atrás; de nuevo Lu-Ninmarka me señaló hacia delante. Llené mi pecho de aire y me arrojé de cabeza, y las piedras me arrastraron hacia abajo.
¡Ah, qué alegría era sumergirse en aquellas profundidades! Era como volar, sereno y sin esfuerzo, pero volar hacia abajo, un puro y dulce descenso. Me sentía absolutamente libre de cualquier temor. El color del mar se hacía más profundo a mi alrededor: ahora era de un intenso zafiro, atravesado por franjas de resplandeciente luz procedentes de arriba. Mientras descendía, los peces se me acercaron y me estudiaron con sus grandes ojos saltones. Eran de todos los colores, amarillos con franjas azules, escarlatas, azules, topacio, esmeralda, turquesa; eran de colores que jamás había visto antes, y de mezclas de colores que jamás hubiera creído que fuesen posibles. Hubiera podido tocarlos, tan cerca estaban. Danzaban a mi alrededor con una gracia inimaginable.
Abajo, abajo, abajo. Alcé mis brazos muy arriba por encima de mi cabeza y me dejé arrastrar libremente por el tirón del abismo. Mi pelo se abría en abanico alrededor de mi cabeza; una ristra de burbujas brotaba de mis labios; había un tremendo resonar en mi pecho. Mi corazón estaba alegre; el más absoluto de los deleites fluía a través de todo mi cuerpo. Era incapaz de decir cuánto tiempo hacía desde que había experimentado por última vez una alegría semejante. No desde que Enkidu se había ido de mi lado, por supuesto. ¡Ah, Enkidu, Enkidu, si hubieras podido estar aquí a mi lado mientras me abría camino hacia el abismo!
El agua era mucho más fría aquí. La brillante luz, muy arriba, era pálida, azul, remota, como la luz de la luna velada por pesadas nubes. De pronto sentí algo firme bajo mis pies: había alcanzado el suelo del reino sumergido. Suave arena debajo, oscuras y dentadas rocas delante. ¿Dónde estaba la planta? ¿Dónde estaba Rejuvenece? ¡Ah, aquí, aquí! Vi una multitud de ellas: pétreas hojas grises aferradas a las rocas. Toqué ligeramente varias de ellas, maravillado, pensando: ¿Es ésta la que producirá la magia? ¿Es ésta la que volverá hacia atrás los años? Arranqué una de las plantas. Me costó. La superficie exterior era retorcida y aristada, como si estuviera cubierta por pequeñas hojas afiladas, y pinchó mis manos como una rosa. Vi la nube carmesí de mi sangre ascender a lo largo de mis brazos. Pero tenía la planta de la vida y del aliento; la aferré fuerte; la alcé jubiloso, y hubiera lanzado un grito de triunfo si eso hubiera sido posible en aquel mundo silencioso. ¡La Rejuvenece! ¡Sí! Quizá no pudiera ser mía la vida eterna, pero al menos tendría alguna forma de escudarme contra el mordisco de los dientes del tiempo.
¡Sube ahora, Gilgamesh! ¡Vuelve a la superficie del mar! Mi búsqueda había terminado; y me di cuenta entonces por primera vez de que había agotado todo mi aliento.
Me liberé de las piedras que había atado a mis pies y ascendí en el agua como una flecha, dispersando a los asustados peces. El resplandor me envolvió. Salí como un estallido al aire y sentí el bendito calor del sol. Riendo, chapoteando, tambaleándome, salí del seno del mar y avancé hacia la orilla. En unos pocos momentos hube alcanzado un lugar donde el agua era lo bastante somera como para poder permanecer en pie; y avancé corriendo hasta que me hallé de nuevo en tierra firme.