Tendí mi mano hacia Lu-Ninmarka, mostrándole la cosa gris e irregular que sujetaba en ella. La sangre seguía brotando de los cortes que había causado en mi carne, y sentí la sal del mar que escocía en ellos; pero eso no importaba.
—¿Es ésta? —exclamé—. ¿Es ésta la correcta? —Déjame ver —murmuró—. Dame tu cuchillo. Lo tomó y deslizó diestramente la hoja entre las dos valvas pétreas. Con una fuerza que no creí que tuviera el viejo sacerdote abrió las dos valvas y las volvió del revés. Dentro vi algo extraño, una cosa carnosa y arrugada, pulsante, de color rosado, tan suave e intrincada y misteriosa como la parte más íntima de una mujer. Pero eso no preocupó a Lu-Ninmarka; rebuscó con los dedos entre los repliegues y, al cabo de un momento, lanzó una exclamación y extrajo algo redondo y liso y resplandeciente, la perla que es el fruto de la planta Rejuvenece. —Eso es lo que buscamos —dijo. Arrojó descuidadamente a un lado las valvas pétreas y la cosa rosada que contenían; un pájaro picó de inmediato para devorar aquella tierna carne. Pero Lu-Ninmarka mantuvo la perla protegida en la palma de su mano, acunándola como si fuese el más querido hijo de sus entrañas. A la cálida luz del sol pareció brillar con una radiación interior; y su color era intenso y espléndido, con un toque de azul mezclado en el cremoso rosa. La tocó ligeramente con la punta de un dedo, haciéndola rodar en su palma, pareciendo extraer de ello el máximo deleite. Luego, al cabo de un rato, la colocó en mi mano y dobló mis ensangrentados dedos a su alrededor.
—Ponía en tu bolsa —dijo—, y consérvala como lo harías con el más grande de tus tesoros. Llévala contigo a Uruk la de las grandes murallas, y guárdala en tu caja fuerte. Y cuando sientas que los años empiezan a pesar sobre ti, Gilgamesh, sácala, conviértela en un fino polvo, mézclala con un vino bueno y fuerte, y bébela de un solo sorbo. Eso es todo. Tus ojos se volverán nítidos de nuevo, tu aliento volverá en grandes inhalaciones, tu fuerza será otra vez la fuerza del matador de leones que fuiste antes. Éste es nuestro regalo para ti, Gilgamesh de Uruk.
Miré la perla con ojos muy abiertos.
—No hubiera podido pedir nada mejor.
—Ahora vamos. El barquero te espera.
38
Hosco y melancólico y silencioso como siempre, Sursunabu el barquero me llevó de vuelta por la tarde a la gran isla cercana. Una vez más me alojé en la ciudad principal de Dilmun por unos días, hasta que pude conseguir pasaje a bordo de un barco que se dirigía a la Tierra. Recorrí ociosamente las empinadas calles, pasé por delante de las tiendas de ladrillo y madera con sus amplias entradas donde los artesanos del oro y del cobre y de las piedras preciosas exhibían el producto de sus habilidades, y miré hacia la playa y sus barcos, y más allá hacia la amplia sábana azul del mar y la pequeña y arenosa isla. Pensé en el Ziu-sudra que no era Ziusudra, y en los sacerdotes y sacerdotisas que lo servían en los misterios de su culto, y en el auténtico relato que me habían contado de la llegada del Diluvio, tan diferente del que me habían contado en la Tierra; y pensé también en el pétreo fruto de la planta Rejuvenece guardado en una bolsita en torno a mi cuello y que ardía contra mi pecho como una esfera de llamas. Así que al fin mi búsqueda había terminado. Volvía a casa; y aunque no había encontrado lo que había venido a buscar, al menos había conseguido parte de ello, un medio de luchar contra el destino que tanto aborrecía.
Que así fuera. ¡Ahora, a Uruk!
Había un barco mercante de Meluhha en el puerto, que ya había terminado todos sus negocios en tierra. Partiría hacia el norte hasta Eridu y Ur para intercambiar sus mercancías con los productos de la Tierra; y luego, cuando estuviera cargado, se dirigiría de vuelta al Mar del Sol Naciente y partiría hacia el distante y misterioso lugar en el este de donde había venido. Supe esto de un mercader de Lagash que se alojaba en mi hostería.
Fui al puerto y me dirigí al dueño del barco de Meluhhan. Era un hombre bajo y de aspecto delicado con una piel tan negra como el ébano y acusados rasgos, delicados y orgullosos; comprendía bastante bien mi lenguaje, y dijo que me tomaría como pasajero. Le pedí que fijara su precio, y lo hizo: calculo que era la mitad de lo que valía su barco. Me miró con unos ojos como ónice pulido y sonrió. ¿Esperaba que regateara con él? ¿Cómo podía yo hacer algo así? Soy rey de Uruk; no puedo regatear. Quizá él supiera eso y se estuviera aprovechando de ello. O quizá pensara que yo no era más que un fornido estúpido, con más plata que inteligencia. Bien, era un precio alto; se llevó casi toda la plata que me quedaba. Pero eso no importaba demasiado. Había permanecido demasiado tiempo lejos de la Tierra; pagaría eso y más con el corazón alegre, con tal de que me llevara de vuelta a casa.
Partimos, pues. Un día, mientras el cielo era tan llano y ardiente como un yunque, los pequeños hombres de Meluhha, de piel oscura, izaron su vela y saltaron a sus remos, y pusimos rumbo al norte, a mar abierto.
La carga era maderas de varias clases de su tierra, que estaban almacenadas en grandes montones en cubiertas, y arcones que contenían lingotes de oro, peines y figurillas de marfil, cornalina y lapislázuli. El capitán dijo que había hecho aquel viaje cincuenta veces y que tenía intención de hacerlo otras cincuenta antes de morir. Le pedí que me hablara de los países que se extienden entre Meluhha y la Tierra. Deseaba conocer la forma de sus costas, el color del aire, el aroma de las flores, y un centenar de otras cosas; pero él se limitó a encogerse de hombros y dijo:
—¿A qué viene este interés? El mundo es igual en todas partes.
Sentí una gran piedad hacia él al oírle decir eso.
Entre aquellos meluhhanos me sentía como un coloso. Desde hace tiempo me he acostumbrado a dominar con mi estatura a los hombres de la Tierra, superándoles la cabeza y los hombros e incluso el pecho; pero en este viaje mis compañeros apenas me llegaban al estómago, e iban de un lado para otro a mi alrededor casi como si fuesen pequeños monos. ¡Por Enlil, yo debía parecerles algo monstruoso! Sin embargo no me mostraban ni miedo ni admiración; para ellos era simplemente una curiosidad bárbara, supongo, algo que contarían en sus relatos de marinos cuando llegaran a su tierra nataclass="underline"
—Creedlo si queréis, pero tuvimos un pasajero entre Dilmun y Eridu, ¡y su estatura era como la de un elefante! También era tan estúpido como un elefante, e igual de torpe…, cuidábamos mucho de permanecer fuera de su camino, ¡o de otro modo nos hubiera pisoteado sin darse cuenta de que estábamos allí!
En realidad, me hacían sentir como un patán, debido a lo pequeños y ágiles que eran; pero diré en mi defensa que el barco estaba construido para personas de un tamaño inferior al mío. No era culpa mía el que tuviera que ir constantemente semiagachado y con los brazos a los costados, apenas capaz de moverme sin chocar contra algo.
El sol era blanco y ardiente y el cielo sin nubes despiadado. Había poco viento; pero tan hábiles eran aquellos marinos que mantenían el barco en movimiento incluso con la más ligera de las brisas. Los observaba admirado. Trabajaban como si sólo tuvieran una mente; cada cual ejecutaba sus tareas sin necesidad de que nadie le mandara nada, rápido y silencioso bajo el bochornoso calor. Si me hubieran pedido que les ayudara en algo lo hubiera hecho, pero me dejaban de lado. ¿Sabían que yo era un rey? ¿Les importaba? Creo que eran una raza curiosa; pero trabajaban duro.
Al anochecer, cuando se reunían para su comida vespertina, me invitaban tímidamente a que me uniera a ellos. Cada noche comían un guiso de carne o de pescado de un sabor tan intenso que creí que iba a quemarme los labios, y una especie de gachas que sabían a leche cuajada. Después de comer cantaban: una música extraña, retorciendo y entrelazando sus voces para crear sorprendentes melodías que se agitaban como serpientes. Y así transcurrió el viaje. Me alegraba permanecer un tanto apartado de ellos, a solas conmigo mismo, porque me sentía cansado y tenía muchas cosas en que pensar. De tanto en tanto tocaba la perla de la planta Rejuvenece que colgaba de mi cuello; y pensaba a menudo en Uruk y en lo que allí me aguardaba.