Finalmente vi las queridas orillas de la oscura Tierra destacarse en el horizonte. Entramos en la amplia boca de los ríos gemelos y seguimos adelante, y adelante y adelante, hasta llegar al lugar donde los dos ríos se dividen. Y allí delante estaba el Idigna, abriéndose camino desde la derecha; y allí delante estaba también el Buranunu, nuestro gran río, procedente de la izquierda. Di las gracias a Enlil. Todavía no estaba en casa; pero el viento que llegaba a mi rostro era el viento que había soplado ayer sobre mi ciudad nativa, y eso sólo era suficiente para alegrarme.
Poco después atracamos en los muelles de la sagrada Eridu. Allí dije adiós al capitán meluhhano y bajé solo a tierra. No era prudente ir hasta más allá en aquel barco, porque el siguiente puerto de atraque sería Ur; y no habría ninguna forma de ocultarme allí bajo el disfraz de viajero solitario. En Ur sería reconocido. Si ponía el pie en aquel lugar sin un ejército a mis espaldas sabía que nunca volvería a ver Uruk de nuevo. También me conocían en Eridu. Apenas llevaba tres minutos fuera del barco cuando empecé a ver ojos que me miraban parpadeantes y dedos que me señalaban, y les oí susurrar con sorpresa y maravilla: “¡ Gilgamesh! ¡Gilgamesh!” Era de esperar. Había estado muchas veces en Eridu para los ritos de otoño que forman como una estela del Sagrado Matrimonio. Pero no estábamos en otoño, y yo llegaba sin ningún séquito. No era extraño que me señalaran y murmuraran.
Eridu es la ciudad más antigua del mundo. Decimos que fue la primera de las cinco ciudades que existieron antes del Diluvio. Quizá fuera así, aunque ya no tengo tanta fe en esas viejas historias como antes de mi visita al Ziusudra. Enki es el principal dios del lugar, el que tiene poder sobre las dulces aguas que fluyen por debajo de la tierra; su gran templo está aquí, y su morada principal se halla debajo de él, o así se dice. Creo que debe ser así: puedes cavar en cualquier lugar en el suelo de Eridu y descubrir agua fresca.
Eridu se halla algo apartada del Buranunu, pero está conectada al río mediante lagunas y buenos canales, es tan puerto fluvial como cualquiera de las otras ciudades del río. Su emplazamiento es difícil, sin embargo, porque el desierto se inicia inmediatamente al borde de la ciudad, y creo que algún día las dunas llegarán a cubrirla por completo. Ellos también deben creerlo así, porque han situado no sólo el templo sino toda la ciudad encima de una gran plataforma elevada. Hay mucha piedra en torno a Eridu, y los constructores de la ciudad han sabido usarla bien. La pared que sustenta la plataforma es una enorme estructura revestida de piedra caliza, y los escalones del templo son grandes losas de mármol. Es algo digno de ser envidiado, tener tanta piedra tan cerca de tu ciudad, y no verte obligado como nosotros a construir sólo a base de barro.
Los mercaderes de Uruk han mantenido desde hace mucho una casa comercial en Eridu, cerca del templo de Enki: un lugar que mantienen en común, donde pueden extenderse crédito los unos a los otros y hacer el balance de sus libros e intercambiar rumores acerca del mercado y hacer todas las demás cosas que hacen los mercaderes. Hacia allí me dirigí desde el muelle, avanzando sin preocuparme por entre una multitud cada vez mayor de murmuradores y señala-dores: “¡Gilgamesh! ¡Gilgamesh!”, durante todo el camino. Cuando entré en la gran estancia comercial descubrí a tres hombres de mi ciudad realizando su trabajo de escribas con estilos y tablillas; saltaron en pie apenas me vieron, jadeando y poniéndose pálidos como si el propio Enlil hubiera entrado entre ellos. Luego cayeron de rodillas y se pusieron a hacer frenéticamente los signos reales, moviendo los brazos y agitando las cabezas como locos frenéticos. Pasó un tiempo antes de que se calmaran lo suficiente como para hacerse entender.
—¡No estás muerto, majestad! —exclamaron. —Evidentemente no —dije—. ¿Quién hizo circular esa historia?
Se miraron inseguros entre sí. Finalmente el más viejo y de aspecto más despierto respondió:
—Se dijo en el templo, creo. Que te habías marchado de la ciudad para llorar a tu hermano Enkidu, y que habías sido devorado por los leones…
—No, que habías sido arrebatado por los demonios —intervino otro—. Por los demonios, sí, que cayeron sobre ti en un torbellino…
—El pájaro Imdugud fue visto encima de los tejados de la ciudad, chillando horribles presagios, durante cinco noches consecutivas… —declaró el tercero. —En los pastos fue hallado un ternero con dos cabezas…, fue sacrificado al Ubshukkinakku… —Y en el Santuario de los Destinos… —Sí, y hubo una bruma verde en torno a la luna, que…
—¡Alto! —interrumpí con un grito todos aquellos balbuceos—. Decidme esto: ¿en qué templo fui dado por muerto? —¡Oh, en el templo de la diosa, majestad! Sonreí. No era una sorpresa muy grande. —Ah —dije suavemente—. Ah. Entiendo: por supuesto. Fue la propia Inanna quien dio la triste noticia, ¿verdad?
Asintieron. Parecían más intranquilos a cada momento que pasaba.
Pensé en Inanna y en su odio hacia mí, y en su hambre de poder, y en cómo había echado fríamente al rey Dumuzi a un lado hacía mucho tiempo cuando había dejado de servir a sus necesidades; y supe que mi partida de Uruk debía haberle parecido como un regalo de los dioses; y me dije a mí mismo que había cometido la más estúpida de las estupideces al huir en mi locura y en mi dolor en busca de la vida eterna, cuando debía ocuparme de los deberes de esta vida. ¡Cómo debió reírse cuando le comunicaron la noticia de que me había marchado bruscamente de la ciudad! ¡Cómo debió gozar cuando transcurrieron los días y yo no regresé, y nadie sabía dónde estaba!
—¿Se mostró muy apenada? —pregunté—. ¿Se lamentó y rasgó sus vestiduras?
Asintieron de la manera más solemne. —Su dolor fue realmente grande, oh Gilgamesh. —¿E hicieron sonar los tambores por mí? ¿El tambor lilissu, los pequeños tambores balag? No respondieron. —¿Lo hicieron? ¿Lo hicieron?
—Sí. —Fue un ronco susurro—. Hicieron sonar los tambores por ti, oh Gilgamesh. Te lloraron enormemente.
Mi cabeza rugió. Tuve la sensación de que el acceso iba a apoderarse de mí. Sentí el zumbido en mi interior. Me acerqué a ellos, hasta que se echaron a temblar al verme tan próximo, y estaba temblando cuando les formulé la pregunta que más temía hacer: —Y decidme, ¿han elegido ya a otro rey en mi lugar?
De nuevo el intercambio de inquietas miradas. Aquellos indefensos mercaderes temblaban como hojas en una tormenta de otoño.
—¿Lo han hecho? —quise saber.
—No… Todavía no, oh Gilgamesh —dijo finalmente uno.
—Ah, ¿todavía no? ¿todavía no? Los presagios no resultan aún favorables, imagino.
—Dicen que la diosa ha exigido un nuevo rey, pero hasta ahora la asamblea ha elegido retener su consentimiento. Hay quienes creen que aún estás vivo…
—Evidentemente, lo estoy —dije.
—…y temen que los dioses se muestren disgustados, si es puesto demasiado apresuradamente un rey en tu lugar…
—Los dioses se mostrarán por supuesto disgustados —dije—. Y no sólo los dioses.
—…pero todo el mundo está de acuerdo en que se necesita un rey en Uruk; porque tú sabes, majestad, que Meskiagnunna de Ur está henchido de orgullo, y que ha puesto tanto Kish como Nippur bajo su mano, y que ahora mira hacia nuestra ciudad…, y que en estos meses de inquietud no hemos tenido un rey…, no hemos tenido un rey, majestad…