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—Tenéis un rey —dije—. No cometáis un error al respecto: tenéis un rey. Espero que no tengáis dos, a estas alturas.

Supongo que había una cierta ligereza en el tono de mi voz, pero ninguna en mi corazón. Sentía un gran peso dentro de mí, y mucho desconcierto. ¿Seguía siendo rey? ¿Lo merecía ser todavía? Los dioses me habían puesto al mando de Uruk y yo había desertado de mi puesto: eso no podía negarse. Y la culpa de todo ello, podía decir cualquiera, era completamente mía. ¿Pero puede culparse alguna vez a alguien de algo, cuando son los dioses quienes pulsan todas las cuerdas? ¿Acaso no eran los dioses quienes primero me habían enviado a Enkidu, y luego me lo habían arrebatado? ¿Y no eran pues los dioses quienes habían despertado en mí el dolor, el miedo a morir, que me había empujado a mi búsqueda de la vida? Sí. Sí. Sí. No creía que fuese culpa mía. Yo sólo había estado siguiendo los dictados de los dioses en todas las cosas. ¿Pero dónde estaba entonces la voluntad del orgulloso Gilgamesh? ¿Acaso no era otra cosa que el juguete de los remotos y despreocupados dioses superiores a quienes pertenece el mundo? El sirviente de los dioses, sí: no negaré eso. Todos somos sirvientes de los dioses, y es una locura pensar de otro modo. ¿Pero su juguete? ¿Algo que pueden manejar a su antojo?

Bien, no podía entretenerme con estas cuestiones. Las eché a un lado. Si ya no soy rey de Uruk, pensé, entonces dejemos que la diosa me lo diga. No su sacerdotisa, sino la propia diosa. Iré a la ciudad; buscaré allí mis respuestas.

Entonces sentí la intensa presencia de mi padre el héroe Lugalbanda dentro de mí. Hacía mucho que no la sentía. El gran rey llenó mi espíritu con su fuerza y me dio mucho confort. Supe por ello que no necesitaba sentir vergüenza por nada de lo que había hecho. Las cosas que había hecho eran las que los dioses habían decretado para mí, y eran cosas correctas y pertinentes. Mi dolor había sido necesario. Mi búsqueda había sido necesaria. Los dioses habían decidido otorgarme la sabiduría: yo había obedecido simplemente sus designios.

Ya no dudé de que seguía siendo rey. Envié de inmediato al más viejo de los mercaderes al palacio del gobernador de Eridu, a decirle que su señor Gilgamesh de Uruk había llegado a su ciudad y que aguardaba una bienvenida apropiada. Di instrucciones al más joven de los mercaderes para que tomara pasaje aquel mismo día a bordo del próximo barco que partiera hacia Uruk, a fin de poder llevar la noticia de que el rey volvía de sus viajes. Y envié al tercer hombre a buscarme vino y carne asada, y una ramera de altos pechos de dieciséis o diecisiete años; porque de pronto los jugos de la vida estaban recorriendo de nuevo mi cuerpo. En todo aquel oscuro período errante desde el momento de la muerte de Enkidu, me había vuelto un extraño para mí mismo. Tuve la sensación de como si me hubiera escindido en dos, y la parte que era Gilgamesh se había extraviado en alguna parte dejando tras de sí sólo un cascarón, y yo era ese cascarón. Pero ahora el vigor y las energías de la vida que eran Gilgamesh el rey habían vuelto a mí. Era de nuevo yo mismo. Era Gilgamesh, total y completo. De lo que di las gracias a Enlil el dueño, y a An el gran padre, y a Enki el dios del lugar donde me hallaba ahora; pero mi más cálido agradecimiento fue al dios Lugalbanda, de cuya semilla había brotado. Los grandes dioses están muy lejos, y nosotros sólo somos, en el mejor de los casos, meros granos de arena para ellos. Pero Lugalbanda estaba muy cerca de mí, entonces y siempre.

39

El gobernador en Eridu era entonces Shulutula hijo de Akurgal. Era un hombre bajo, gordo y de piel oscura con una gran y redonda nariz. Eridu no tiene reyes; el reino fue apartado de aquella ciudad hace mucho tiempo, antes del Diluvio. Pero aunque su rango era sólo de gobernador, Shulutula vivía como un rey, en un gran palacio formado por dos edificios gemelos rodeados por un enorme muro doble. Me recibió nervioso, pero su naturaleza era tranquila y tan pronto como se dio cuenta de que no estaba allí para desposeerle o para hacerle grandes peticiones de su tesoro, se sintió mucho más sosegado. Aquella noche ordenó una gran fiesta para mí y me cubrió de regalos, finas lanzas y algunas concubinas y una preciosa estatuilla hecha de alabastro de la longitud de mi brazo, con los ojos incrustados de lapislázuli y conchas.

Hablamos hasta bien entrada la noche. Sabía que yo había estado algún tiempo fuera de Uruk, pero no se atrevió a preguntar por qué, ni dónde había estado. Intenté obtener de él un relato de los acontecimientos más recientes en mi ciudad, pero no pudo o no quiso decirme mucho, sólo que había oído decir que la cosecha había sido pobre y que se habían producido algunas inundaciones a lo largo de los canales durante la estación de las aguas altas. Pero el centro de su preocupación, evidentemente, no era Uruk sino Ur. Esa poderosa ciudad, después de todo, estaba sólo a unas pocas leguas de Eridu; y Meskiagnunna había engullido ya a Kish y Nippur. ¿Cuál sería la próxima, si no Eridu?

—¿Cómo podemos dudarlo? —me dijo Shulutula—. Quiere reinar sobre toda la Tierra.

—Los dioses no han concedido el sumo reinado a Ur —dije.

Miró sombrío su copa de vino.

—¿Podemos estar seguros de eso?

—No es posible.

—Hubo una ocasión en que el reinado recayó en Eridu, ¿no? —dijo Shulutula—. Hace mucho, antes del Diluvio. Luego pasó a Badtibira, a Larak, a…

—Sí —corté, impaciente—. No hace falta que me lo digas, conozco los antiguos anales tan bien como tú.

Aunque evidentemente mi tono brusco lo alteró, no se dejó impresionar. Me gustó por aquello.

—Suplico tu indulgencia —fue todo lo que dijo, y luego, con sorprendente atrevimiento, continuó como si yo no hubiera comentado nada—:…a Sippar y a Shuruppak. Luego vino el Diluvio, y todo resultó destruido. Después del Diluvio, cuando el reinado de la tierra descendió de nuevo de los cielos, el lugar donde fue a residir fue Kish, ¿no?

—Exacto —dije.

—Meskiagnunna se ha hecho el amo de Kish; no puede decirse entonces que el reinado ha sido de Kish aUr?

Entonces vi a dónde quería ir.

Agité la cabeza.

—Es difícil —dije—. El reinado residió en Kish, sí. Pero olvidas algo. En los primeros años de mi reinado Agga de Kish acudió a Uruk para hacer la guerra, y fue derrotado y tomado cautivo. Resulta claro que el reinado pasó de Kish a Uruk en ese momento. Cuando el rey de Ur se apoderó de Kish, sólo se apoderó de algo vacío. El reinado había desaparecido de allí; había ido a Uruk. Donde reside ahora.

—Entonces, ¿mantienes que el rey de Uruk es el rey de toda la Tierra?

—Absolutamente —dije.

—¡Pero no ha habido rey en Uruk en todos esos meses pasados!

—Muy pronto habrá de nuevo rey en Uruk, Shulutula —le dije. Me incliné hacia delante hasta que casi pude tocar la enorme protuberancia de su nariz con la punta de la mía, y dije de una forma que no admitía equívocos—: Meskiagnunna puede quedarse con Kish si lo desea. Pero no le permitiré que conserve Nippur, porque es una ciudad sagrada y debe ser libre; y te digo esto: nunca tendrá Eridu tampoco. No tienes nada que temer. —Entonces me levanté; bostecé y me estiré; y vacié mi última copa de vino—. Ya es bastante festín para esta noche, creo. El sueño me reclama. Por la mañana visitaré los templos, y luego iniciaré mi viaje a casa. Necesitaré de ti un carro y una reata de asnos, y un auriga que conozca el camino del norte.

Pareció desconcertado.

—¿Piensas ir por tierra, majestad?

Asentí.

—Daré a mi pueblo más tiempo para preparar mi recibimiento.

—Entonces te proporcionaré una escolta de quinientos soldados para ti, y cualquier otra cosa que puedas…