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—¡En nombre de Inanna te pido que no vayas más allá!

Aquella era una osadía demasiado grande incluso para Inanna. Me quedé rígido y contuve el aliento mientras la rabia ascendía en mí; pero luego me forcé a tranquilizarme. Con voz calmada dije: —¿No me conoces, sacerdotisa? Sus ojos se encontraron fríamente con los míos. Capté una gran fuerza en ella, y un formidable poder. —Eres Gilgamesh hijo de Lugalbanda —dijo. —Exacto. Soy Gilgamesh rey de Uruk, que vuelve de su peregrinaje. ¿O piensas discutir eso?

Con la misma voz comedida dijo, como si no estuviera admitiendo nada:

—Eso es cierto. Eres el rey.

—Entonces, ¿por qué las mujeres de la diosa me hacen detener en este lugar fuera de las murallas? Entraré en mi ciudad. He estado fuera mucho tiempo; ansio verla de nuevo.

Éramos como dos espadachines, tanteándonos el uno al otro con cautelosos golpes.

—La diosa me pide que te comunique la alegría que siente ante tu regreso sano y salvo —respondió, sin el menor rastro de alegría en su tono—, y me requiere que te pida que acudas al lugar de purificación que hemos erigido fuera de las murallas. Abrí mucho los ojos. —¿Purificación? ¿Acaso vuelvo impuro? Dijo blandamente:

—La diosa ha seguido tu peregrinaje en sueños, oh rey. Sabe que espíritus oscuros se han infiltrado en tu alma; y desea limpiarte de su fuerza maligna antes de que entres en la ciudad. Su destino es servir, y éste es su servicio: tú ya lo sabes.. —Su amabilidad es excesiva.

—No es una cuestión de amabilidad, oh rey. Es una cuestión de salud para tu alma y seguridad para la ciudad, y de equilibrio divino y orden en el reino, que deben ser mantenidos. Por eso la diosa ha decretado esos ritos, movida por su gran bondad y amor.

Ah, pensé. ¡Su gran bondad y amor! Casi estuve a punto de estallar en carcajadas. Pero no lo hice; me controlé. Bien, me dije a mí mismo, jugaré a su juego hasta el final. Dije, de la forma más cortés y formaclass="underline" —La bondad de la diosa es sublime. Si mi alma corre algún riesgo, debe ser purificada. Condúceme al lugar de la purificación.

Mientras descendía del carro, Ninurta-mansum me miró, y le vi fruncir el ceño. No tenía por qué preocuparse de que se estuviera fraguando alguna traición contra mí: al fin y al cabo era un hombre de Shulutula, no mío. Sin embargo, estaba intentando advertirme. Me di cuenta de que era alguien que moriría de buen grado por mí, si era necesario. Le di una tranquilizadora palmada en el hombro y le dije que llevara a los asnos a pastar, pero que no se alejara demasiado de mí. Luego, a pie, seguí a las tres sacerdotisas de Inanna hacia los pabellones debajo de la muralla. Se había tomado a todas luces su tiempo en planear aquello. Lo que había construido ahí fuera era virtual-mente un recinto sagrado. Había cinco tiendas, una grande con los haces de cañas de Inanna clavados en la arena ante ella, y cuatro más pequeñas donde parecían haberse instalado todo tipo de utensilios sagrados: braseros, incensarios, imágenes y estandartes sagrados, y cosas así. Mientras me acercaba, las sacerdotisas empezaron a cantar, los músicos a golpear sus tambores y a soplar sus pífanos, las danzarinas del templo a girar y girar en torno mío con las manos cogidas. Miré hacia la tienda principal. La propia Inanna debía estar aguardándome en ella, pensé, y de pronto sentí la garganta seca y fieros retortijones en las entrañas. ¿Estaba asustado? No, no era exactamente miedo; era la sensación de una gran finalidad cerrándose sobre mí. ¿Cuánto tiempo hacía desde que nos habíamos visto por última vez cara a cara? ¿Qué transformaciones había realizado a mis espaldas en la ciudad desde entonces? Seguro que hoy pretendía desautorizarme de alguna manera, pero ¿cómo? ¿Cómo? ¿Y cómo podía yo defenderme? Desde mi infancia —cuando ella era también poco más que una niña—, mi destino se había visto profundamente entremezclado con aquella mujer de oscura alma; y parecía seguro que ahora me estaba aproximando, dentro de aquella gran tienda escarlata y negra que se alzaba ante mí en la llanura de Uruk, a la colisión definitiva de nuestros destinos.

Pero estaba equivocado una vez más. Las tres sacerdotisas alzaron la cortina de la tienda un poco y retrocedieron, indicándome que debía entrar. Entré, y me encontré en un lugar perfumado de ricas y lustrosas esterillas y hermosos tapices; y aguardándome en su centro, sentada sobre sus talones en un bajo camastro, había una mujer de voluptuosas formas cuyo cuerpo estaba desnudo excepto un resplandeciente pendiente de oro que colgaba entre sus pechos y la olivácea serpiente de la diosa con el grueso cuerpo enroscado como una cuerda en torno a su cintura, moviéndose con lentas y deslizantes pulsaciones. Pero no era Inanna. Era Abisimti, la sagrada cortesana, la que me había iniciado en los ritos de la hombría hacía tanto tiempo, la que había hecho lo mismo con Enkidu cuando todavía moraba en la salvaje estepa. Me había preparado para Inanna; la sorpresa y la impresión de hallar a una persona distinta en el lugar de Inanna me dejaron tan desconcertado que me tambaleé y me di cuenta de que iba a hundirme en mi acceso. Me vi a mí mismo al borde de un abismo. Oscilé; me agité; conseguí dominarme apelando hasta a mis últimas fuerzas.

Abisimti me miró. Sus ojos brillaban de una torma extraña; ardían en sus órbitas como esferas de resplandeciente cornalina. Con una voz que pareció llegarme desde algún mundo que no era este mundo, dijo:

—Te saludo, oh rey. ¡Te saludo, Gilgamesh! —Y me hizo señas de que me acercara a su lado.

40

Por un instante tuve doce años de nuevo y estaba yendo de nuevo con mi tío al claustro del templo para mi iniciación; me vi a mi mismo con mi faldellín de suave lino blanco, con la estrecha franja roja de renunciación a la inocencia pintada en mi hombro y un mechón de mi cabello en mi mano para entregárselo a la sacerdotisa. Y vi de nuevo a la hermosa Abisimti de dieciséis años de mi adolescencia, cuyos pechos eran redondos como granadas, cuyo largo pelo negro caía más allá de sus mejillas pintadas de dorado.

Ahora seguía siendo hermosa todavía. ¿Quién podía contar a los hombres que había abrazado en nombre de la diosa antes de que yo fuera a ella por primera vez, o a los hombres que había abrazado desde entonces? Pero el número de aquellos que la habían poseído podía ser tan grande como el número de los granos de arena en el desierto, y sin embargo no habían podido arrebatarle su belleza: sólo habían podido realzarla. Ya no era joven; sus pechos ya no eran tan redondos; y sin embargo seguía siendo hermosa. Me pregunté, sin embargo, por qué sus ojos parecían tan extraños, por qué su voz era tan poco familiar. Parecía casi aturdida. Debían haberle dado alguna poción, pensé: eso debía ser. ¿Pero por qué? ¿Por qué? —Esperaba hallar aquí a Inanna —dije.

Habló lentamente, como en un sueño:

—¿Te sientes disgustado? Ella no puede abandonar el templo. La verás más tarde, Gilgamesh.