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Hubiera debido pensar que Inanna no iba a salir de las murallas de la ciudad. Le dije a Abisimti:

—Me siento igual de contento de encontrarte a tí. Me sorprendió, eso es todo…

—Ven. Quítate la ropa. Arrodíllate ante mí.

—¿Pero qué rito es el que tenemos que realizar?

—No debes preguntar. ¡Ven, Gilgamesh! Desnúdate. Arrodíllate.

Me sentía cauteloso pero extrañamente tranquilo. Quizá se tratara de un auténtico rito después de todo; quizás Inanna sólo deseara servir, y hubiera pensado en todo aquello para purificarme de Enlil sabía qué impureza antes de entrar en la ciudad. No podía creer que la gentil Abisimti formara parte de algún complot contra mí. Así que dejé a un lado mi espada y me despojé de mis ropas, y me arrodillé en la esterilla ante ella. Ambos estábamos desnudos, aunque ella llevaba el colgante y la serpiente viva en torno a su cintura, y yo llevaba la perla de la planta Rejuvenece colgando de una cuerda sobre mi pecho. Vi que ella la miraba. No podía tener ninguna idea de lo que era; pero sus cejas se juntaron por un momento.

—Dime qué debo hacer —indiqué.

—Esto es lo primero —dijo Abisimti.

Alcanzó algo a su lado y alzó con ambas manos un bol de alabastro de maravillosa finura y elegancia, tallado con los sagrados signos de la diosa. Lo tendió hacia mí, manteniéndolo entre los dos. Estaba lleno de oscuro vino. Así que debíamos derramar una libación, pensé, y luego quizá efectuáramos alguna especie de sacrificio —sacrificar la serpiente de Inanna, ¿era aquello posible?—, y después de eso supuse que pronunciaríamos un rito juntos; y finalmente, ella me arrastraría hacia el camastro y me haría penetrar en su cuerpo. En nuestra copulación yo expulsaría lo que fuera que debía ser purgado de mí antes de poder entrar en Uruk. Así imaginé que se desarrollarían las cosas.

Pero Abisimti tendió el bol hacia mí y dijo con un vago susurro:

—Toma esto, Gilgamesh. Bébelo hasta el fondo.

Depositó el bol en mis manos. Lo sostuve un momento, contemplando el vino, antes de llevarlo a mis labios.

Y noté algo extraño. Abisimti estaba temblando pese al gran calor del día. Todo su cuerpo estaba temblando. Sus hombros estaban extrañamente hundidos, sus pechos se agitaban como árboles en una tormenta, las comisuras de su boca se fruncían de una manera rara. Vi miedo en su rostro, y algo casi parecido a la vergüenza. Pero sus ojos resplandecían más y más brillantes; y tuve la impresión de que estaban fijos en mí como los ojos de una serpiente cuando se clavan en su impotente presa un momento antes de atacar. No puedo deciros por qué la vi de aquel modo, pero así fue. Estaba observando; estaba esperando. ¿Qué?

Dije, bruscamente suspicaz de nuevo:

—Si tenemos que tomar parte en este rito juntos, debemos compartirlo todo. Bebe tú primero; luego beberé yo.

Su cabeza se echó hacia atrás como si la hubiera abofeteado.

—¡Eso no es posible! —exclamó.

—¿Por qué?

—El vino… es para ti, Gilgamesh…

—Te lo ofrezco libremente. Compártelo conmigo, Abisimti.

—¡No me está permitido!

—Soy tu rey. Te lo ordeno.

Cruzó los brazos sobre sus pechos y los apretó contra su cuerpo. Estaba temblando. Sus ojos ya no estaban fijos en los míos. Dijo, tan suavemente que apenas pude oírla:

—No…, por favor, no… —Da sólo un sorbo, antes de que lo haga yo.

—No…, te lo suplico…

—¿Por qué tienes tanto miedo, Abisimti? ¿Es este vino algo tan sagrado que puede hacerte algún daño?

—Te lo suplico…, Gilgamesh…

Le tendí el bol, colocándolo prácticamente ante su rostro. Lo apartó a un lado; apretó fuertemente los labios, quizá temiendo que forzara su contenido en su boca. Entonces estuve seguro de la traición. Dejé el bol del vino a un lado y me incliné hacia delante, sujetándola por la muñeca.

—Creí que había amor entre nosotros, pero veo que tal vez estaba equivocado —dije con voz muy suave—. Ahora dime, Abisimti, por qué no quieres beber el vino conmigo, y dime la verdad.

No respondió.

—¡Dímelo!

—Mi señor…

—¡Dímelo!

Agitó la cabeza. Luego, con una fuerza que me sorprendió, liberó su brazo de mi presa y giró en redondo tan bruscamente que su serpiente se alarmó y se desenrolló de su cintura, deslizándose libre de ella. Un instante más tarde vi una daga de cobre en su mano. La había sacado de debajo de un almohadón que tenía al lado. Pensé que iba destinada a mí; pero fue hacia su propio pecho hacia donde la dirigió. Sujeté su brazo y mantuve la punta del arma lejos de su piel. Me costó un cierto esfuerzo, porque ella era casi presa de un ataque y su fuerza era casi increíble. Lentamente vencí; obligué a la daga a retroceder; luego la retiré de su mano y la arrojé al otro lado de la estancia. Inmediatamente ella se lanzó contra mí como una leona. Nuestros cuerpos se entrelazaron, resbaladizos por el sudor, en una feroz lucha. Clavó sus uñas en mí, me mordió, sollozó y chilló; y mientras luchábamos sus dedos se enredaron en la cuerda que sujetaba la perla de la planta Rejuvenece. Tiró de ella; sentí que la cuerda quemaba como fuego contra mi cuello cuan do se tensó; luego la cuerda se rompió, y la perla cayó de mi cuerpo y rodó por el suelo.

Cuando me di cuenta de lo que había ocurrido empujé a Abisimti a un lado y corrí desesperado tras la más preciosa de las joyas. Por un momento no pude ver dónde había caído. Luego capté su lustre reflejado a la débil luz del brasero. Estaba a una docena de pasos de mí. Pero la maldita serpiente de Inanna la había espiado también y —sólo los dioses saben por qué— estaba deslizándose rápidamente hacia ella. —¡No! —rugí, y salté hacia adelante. Pero era demasiado tarde. Antes de que estuviera a medio camino la serpiente había alcanzado la perla y la tomó en su boca, tan delicadamente como una gata tomaría a su gatito. Giró en redondo, enfrentándose a mí, para mostrarme su trofeo. Por un instante sus amarillos ojos brillaron con la más amarga de las burlas que haya presenciado nunca. Luego la serpiente alzó muy alta su cabeza y abrió sus mandíbulas, y la perla se deslizó por sus fauces. Si hubiera agarrado aquella serpiente la hubiera retorcido violentamente hasta obligarla a vomitar la piedra; pero ante mi horror la inmunda criatura se deslizó astutamente más allá de mi alcance y desapareció ondulante por debajo del faldón de la tienda. Avancé rápidamente sobre manos y rodillas tras ella, pero no tenía ninguna posibilidad de alcanzarla. Era la más sutil de las bestias. Hocicó delicadamente la arena y en un momento hubo desaparecido culebreando bajo tierra, esfumándose de mi vista. En su lugar sólo quedaron unas pocas escamas de su espejeante piel que se habían desprendido de su cuerpo en su escapatoria. En aquellos momentos ya debía estar mudando su antiguo yo, e iniciando la renovación de su cuerpo que estaba destinada a mí. Toda mi labor había sido en vano: había penado en lugares lejanos sólo para obtener el beneficio de una nueva vida para la serpiente. Para mí no había conseguido nada.

Permanecí abrumado unos momentos. Luego volví la vista hacia Abisimti. Mientras había estado luchando por recuperar la perla ella había tomado el bol de vino y había bebido un largo sorbo de éclass="underline" sus mejillas goteaban negro líquido. Se alzó en pie en un movimiento lleno de temor, y me miró con una pena y un dolor que estuvieron a punto de partir mi corazón. Cada músculo de su cuerpo se estremecía a un ritmo distinto: parecía una mujer poseída por un millar de demonios.

—Comprende…, yo no quería hacerlo… —dijo con una voz que era un denso y terrible gruñido.

Entonces el bol cayó de sus manos sin vida, y se derrumbó al suelo, virtualmente a mis pies.

Pensé que iba a volverme loco en aquel momento, o al menos iba a ser barrido a los temblores de un acceso. Pero una extraña calma me inundó, como si mi alma, golpeada con excesiva dureza, se hubiera protegido encerrándose en sí misma para hacerme invulnerable. No sufrí ningún acceso. Ni siquiera lloré. Bajé la vista y contemplé la oscura mancha del vino derramado en la arena, y calmadamente arrojé un poco de arena sobre él con mi pie hasta que quedó oculto. Luego me arrodillé y cerré los ojos de Abisimti, de la mujer que había sido enviada allí para matarme y que en cambio me había ofrecido su vida. No sentía ira hacia ella, sólo piedad y pesar: era una sacerdotisa, había jurado obedecer en todo a su diosa. Bien, su juramento a Inanna la había llevado ahora a la Casa del Polvo y la Oscuridad, donde yo también podría estar encaminándome en estos momentos, de no ser por aquella expresión de miedo y vergüenza que había detectado en el rostro de Abisimti mientras me tendía el vino envenenado. Ahora ella ya no estaba. Y la perla de la planta Rejuvenece había desaparecido también, entre un momento y el siguiente. Si-duri la tabernera había dicho la verdad: Nunca encontrarás esta vida eterna que buscas. Pero no importaba. Estaba cansado de perseguir un sueño. La burla de la serpiente me había dado mi respuesta: no iba a ser así, tenía que buscar alguna otra forma. Me vestí de nuevo y ceñí mi espada al cinto y salí de la tienda. La deslumbrante luz del sol me golpeó los ojos como un puño cuando emergí. Pero al cabo de uri momento pude ver. Las tres sacerdotisas de Inan-na estaban de pie ante mí, las bocas abiertas por la sorpresa: no creían volver a verme vivo.