—He efectuado el rito —dije tranquilamente—. Ahora estoy limpio de todas las cosas impuras. Id a haceros cargo de la sacerdotisa Abisimti; necesitará que sean dichas las palabras.
La sacerdotisa que llevaba la voz cantante dijo, asombrada:
—Entonces, ¿has bebido el vino sagrado? —He hecho una libación a la diosa con él —respondí—. Y ahora entraré en la ciudad, y presentaré mis respetos a la diosa en persona. —Pero…, tú…
—Apártate —dije. Apoyé la mano en la empuñadura de mi espada—. Déjame pasar, o te partiré como si fueras un pato asado. Apártate, mujer. ¡Échate a un lado!
Cedió terreno como la oscuridad cede ante el sol matutino, retrocediendo lentamente pero sin acabar de desaparecer. Pasé junto a ella hacia el carro que aguardaba. Ninurta-mansum se me acercó, apoyó una mano en mi muñeca y apretó fuerte. Los ojos del auriga brillaban con lágrimas. Creo que no esperaba volver a verme vivo.
—Ya hemos terminado lo que teníamos que hacer aquí —le dije—. Entremos en Uruk.
Ninurta-mansum tomó las riendas. Rodeamos los brillantes pabellones y nos encaminarnos hacia la Puerta Alta. Vi gente en los parapetos, mirándome; y cuando el carro alcanzó el portal la puerta se abrió de par en par y fui admitido sin ningún desafío. Como era de ley: porque todos ellos sabían que yo era Gilgamesh el rey.
—¿Ves allí? —le dije a mi auriga—. ¿Donde se alza la Plataforma Blanca, al final de esta gran avenida? Allí está el templo de Inanna, el templo que construí con mis propias manos. Llévame hasta ese lugar.
Miles de ciudadanos de Uruk habían acudido a presenciar mi regreso a casa; pero parecían extrañamente asombrados y como atemorizados, y pocos pronunciaron mi nombre cuando pasé por su lado. Miraban; se volvían los unos a los otros y murmuraban; hacían signos sagrados, extraídos de su gran temor. Así que avanzamos por una silenciosa ciudad, recorriendo la amplia avenida hacia el recinto del templo. Al extremo de la Plataforma Blanca, Ninurta-mansum hizo detener el carro y bajé. Subí solo los soberbios escalones hasta el pórtico del inmenso templo que por amor a la diosa había construido en lugar del templo de mi abuelo el real Enmerkar. Algunos sacerdotes salieron y se detuvieron ante mí mientras me acercaba a la puerta del templo.
Uno de ellos dijo osadamente:
—¿Qué asuntos te traen aquí, oh Gilgamesh?
—Quiero ver a Inanna.
—El rey no puede entrar en el recinto de Inanna a menos que haya sido llamado. Es la costumbre. Tú lo sabes.
—La costumbre acaba de ser alterada —respondí—. Apártate.
—¡Está prohibido! ¡Es impropio!
—Échate a un lado —dije en voz muy baja. Fue suficiente. Se apartó.
Las estancias del templo eran oscuras y frías incluso en aquel caluroso día, tan gruesas eran sus paredes. Ardían lámparas, arrojando una suave luz sobre los coloreados adornos de arcilla cocida que había puesto a miles en aquellas paredes. Caminé rápido. Aquél era mi templo. Yo lo había diseñado y conocía todos sus caminos. Esperaba encontrar a Inanna en la gran estancia de la diosa, y allí estaba: de pie en el centro de la habitación, completamente vestida y con sus más finos cubrepechos y adornos, como si se hubiera preparado para alguna gran ceremonia. Llevaba un adorno que nunca antes había visto en ella: una máscara de resplandeciente oro batido que cubría todo su rostro excepto sus labios y barbilla, con sólo dos pequeñas rendijas para sus ojos.
—No deberías estar aquí, Gilgamesh —dijo fríamente.
—No, no debería estar. En este momento debería estar tendido, muerto, en una tienda ruera de las murallas. ¿No es así? —No dejé que la ira penetrara en mi voz—. Ahora están diciendo las palabras sobre Abi-simti. Ella bebió el vino por mí. Hizo lo que le ordenaste y me ofreció el bol, pero yo no bebí de él, así que fue ella quien bebió el vino, por su propia voluntad.
Inanna no dijo nada. Los labios bajo la máscara estaban firmemente apretados, hasta ser sólo una delgada línea.
—Me dijeron mientras estaba en Eridu —proseguí— que en mi ausencia me declaraste muerto, y solicitaste que fuera elegido un nuevo rey. ¿Fue así, Inanna?
—La ciudad debe tener un rey —dijo.
—La ciudad tiene uno.
—Huiste de la ciudad. Huiste a las selvas y los páramos como un loco. Aunque no estuvieras muerto, podías estarlo.
—Fui en busca de algo. Y ahora he regresado.
—¿Encontraste lo que buscabas?
—Sí —dije—. Y no. No importa. ¿Por qué llevas esta máscara, Inanna?
—No importa.
—Nunca te he visto enmascarada antes.
—Es una nueva costumbre —dijo.
—Ah. Veo que hay muchas nuevas costumbres.
—Incluida la costumbre de que el rey entre en este templo sin haber sido llamado.
—Y —dije— la costumbre de ofrecer al rey, a su regreso a la ciudad tras un viaje, un bol de vino que mata. —Avancé unos pasos hacia ella—. Quítate la máscara, Inanna. Déjame ver de nuevo tu rostro.
—No lo haré —dijo. —Quítate la máscara. Te lo ordeno.
—Déjame. No me quitaré la máscara.
Pero yo no podía hablar con aquella desconocida de rostro de metal. Era a la mujer de carne y hueso a la que quería ver de nuevo, a la traidora y hermosa mujer que había conocido hacía tanto tiempo, a la que había amado, a mi manera, como nunca había amado a otra mujer. Quería contemplar una vez más a aquella mujer.
Dije con suavidad:
—Quiero ver de nuevo el esplendor de tu rostro. Creo que no hay un rostro más hermoso en todo el mundo. ¿Sabías eso, Inanna? ¿Sabías lo hermosa que siempre me has parecido? —Me eché a reír—. ¿Recuerdas las noches que celebramos el rito del Sagrado Matrimonio juntos? Por supuesto. Por supuesto. ¿Cómo podrías olvidarlo? Ese año que fui el nuevo rey, y que yací toda la noche en tus brazos, y por la mañana llegó la lluvia. Lo recuerdo. Recuerdo aquellas veces, antes de que fueras Inanna, en que me llamaste a las profundas estancias debajo del antiguo templo. Entonces yo no era más que un muchacho asustado, y apenas me daba cuenta de la forma en que se jugaba conmigo. O aquella primera vez, cuando estaban pronunciando el rito de coronación de Dumuzi, y yo me puse a vagar por los corredores del templo y tú me encontraste. Tú también eras sólo una niña entonces, aunque ya tenías tus pechos. ¿Lo recuerdas? ¿Lo recuerdas? Ah, Inanna, llegó un momento en que empecé a comprender la forma en que jugabas conmigo. Pero ahora quiero ver tu rostro de nuevo. Retira la máscara.