Por supuesto, hay otras y más claras fuentes de placer, y otras sensaciones más inmediatamente voluptuosas. También empecé muy pronto mi educación en esas materias.
Mi primera maestra fue una pequeña cabrera estrábica a la que encontré en la Calle del Escorpión un día de finales de invierno. Yo tendría diez u once años y ella, supongo, debía ser un poco mayor que eso, puesto que tenía pechos y pelos abajo. Me pidió que le diera la trencilla de oro que llevaba enrollada en mi pelo y yo le dije:
—¿Y tú qué me darás por ella? Y ella se echó a reír y dijo —Ven conmigo.
En un oscuro sótano, sobre un montón de vieja paja húmeda, pagó el precio de la trencilla, aunque lo que hicimos fue más forcejear que copular. Ni siquiera estoy seguro de que la penetrara realmente aquel día, tan novicio era en aquellos asuntos. Pero nos encontramos de nuevo otras dos o tres veces, y sé que lo que hicimos en esas otras ocasiones fue lo que realmente había que hacer. Nunca le pregunté su nombre ni le dije el mío. Olía a leche de cabra y a orina de cabra, y su rostro era áspero y su oscura piel toda manchada, y se agitaba y escurría en mis brazos como una resbaladiza criatura del río. Pero cuando la abrazaba me parecía tan hermosa como Inanna, y el placer que me dio me golpeó tan fuerte como el relámpago de Enlil. Así fui iniciado en el gran misterio, un poco antes de lo que se supone deben ocurrir estas cosas, y de una forma altamente irregular.
Hubo muchas otras después de esta. La ciudad estaba llena de muchachitas de rostro manchado dispuestas a irse por una hora con un joven y fornido príncipe, y supongo que debí probar la mitad de ellas. Luego descubrí que los mismos deleites, menos los crudos olores y las otras pequeñas inconveniencias, podía obtenerlos también de las muchachas de clase superior. Pocas me rechazaron, y supongo que aquellas que lo hicieron fue solamente por temor a ser descubiertas y castigadas. Por mi parte, nunca tenía bastante: sentía que cuando mi cuerpo se estremecía con ese éxtasis entraba en comunión directa con los dioses. Era como ser lanzado en línea recta al sagrado dominio. ¿Y no es ésa la verdad? El acto de engendrar es la forma de entrar en todo lo que es sagrado. Hasta que lo has hecho, moras fuera de los límites de la civilización; eres poco más que una bestia. El unir de carne y espíritu en ese acto es lo que más nos acerca a los dioses. Me descubrí pensando cada vez, en ese loco momento inmediatamente anterior al derramamiento de mi semilla, que la que tenía debajo no era una vulgar muchacha de Uruk, sino la orgullosa Inan-na en persona…, la diosa, no la sacerdotisa. Es un asunto sagrado.
Aparte esas altas consideraciones, debo añadir que muy pronto observé que el copular era una forma maravillosa de calmar mi espíritu. Porque por aquel entonces, y hasta muchos años después, herví a con turbulentos frenesíes interiores que apenas compren-día y contra los que no tenía defensa. Creo que mi ardiente lascivia brotaba no sólo de las pasiones normales de la carne sino de algo mucho más profundo y oscuro, que era la dolorosa soledad que me asaltaba como un lobo en la oscuridad. A menudo me creía el único ser vivo en un mundo de estremecedores fantasmas. Sin padre, sin hermanos, sin ningún auténtico amigo —separado de todos los demás por mi propia y extraña cualidad de semidiós que cualquier simple podía ver que me envolvía—, me hallaba hundido en una abrumadora vacuidad del alma. Me ardía y me helaba a la vez como una montaña de hielo contra mi piel. Así que buscaba en las mujeres y en las muchachas el único consuelo que podía encontrar. La satisfacción de mi pasión le daba al menos unas horas de respiro a mi agitado espíritu. Cuando me faltaba un mes para cumplir los doce años, uno de mis tíos, tras observar en los baños que mi cuerpo se había convertido en el de un hombre, me dijo:
—Esta tarde iremos al claustro del templo. Creo que ya ha llegado la hora para ti.
Sabía lo que quería decir. Y no tuve el valor de decirle que no había aguardado a la iniciación adecuada.
De modo que cuando el calor del mediodía hubo amainado un poco, nos pusimos nuestros faldellines de fino lino blanco, y él dibujó una estrecha franja roja cruzando mis hombros y cortó un mechón de mi pelo, y juntos fuimos al templo de Inanna. Cruzamos el patio de atrás y atravesamos un laberinto de habitaciones secundarias —talleres y almacenes para las herramientas y la biblioteca donde se apilaban las tablillas sagradas— y finalmente llegamos al claustro, donde las sacerdotisas del templo aguardaban para servir a los adoradores.
—Ahora te entregarás a la diosa —me dijo mi tío. Por un horrorizado momento me pregunté si habría arreglado las cosas para que entregara mi supuesta virginidad a la propia Inanna. Quizá, de hecho, el hijo de un rey mereciera tan encumbrada iniciadora. Por entonces me había vuelto un tanto fanfarrón, al menos en mis pensamientos internos, e imagino que hubiera podido hallar el valor necesario para copular con una diosa: pero abrazar a la suma sacerdotisa era algo completamente distinto. Aquel rostro de rasgos de halcón me intimidaba; eso y el pensamiento de su endurecida piel. Después de todo, era mayor que mi madre. Sin duda había sido la más soberbia de las mujeres en su época, pero ahora estaba envejeciendo y se decía que había dejado de menstruar, y yo mismo había visto, cuando apareció en el último festival de la cosecha, aceitada y enjoyada y prácticamente desnuda, que su antigua magnificencia había huido de ella. Pero mis temores eran absurdos. Inanna, fuera joven o vieja, se reservaba únicamente para el rey. La sacerdotisa que mi tío había elegido para mí era una jugosa muchacha de unos dieciséis años, con las mejillas pintadas de oro y una resplandeciente joya roja montada en el lado izquierdo de su nariz.
—Soy Abisimti —dijo, llevando sus manos primero a sus pechos, luego a sus caderas, en el sagrado signo de Inanna. Tras lo cual me condujo a su pequeña habitación, mientras mi tío salía a cumplimentar él también a una sacerdotisa.
La habitación de Abisimti contenía una cama, una palangana, una imagen de la diosa. Encendió las velas y realizó las libaciones y me llevó a la larga y estrecha cama. Nos arrodillamos a su lado y dijimos juntos las plegarias, ella muy solemnemente, tras lo que quemó en un brasero de cobre el mechón de mi pelo que había cortado mi tío. Luego me quitó las ropas y me bañó con un paño frío. Frunció el ceño a la vista de mi desnudez.
—¿Qué edad tienes? —preguntó.
—Dentro de un mes cumpliré los doce.
—¿Doce años? ¿Sólo doce? —Se echó a reír alegremente y dio unas palmadas—. ¡Entonces los dioses te han favorecido enormemente!
Yo no dije nada, me limité a mirar intensamente a través de su ligera túnica de lino debajo de la cual eran medio visibles los altos y redondos pechos.
—¡Estás muy ansioso! —exclamó—. ¡Es la primera vez que vas probar el gran misterio, y apenas puedes aguardar un momento más!