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El hombre no está en la estación, Ha hecho bien en no venir, murmura Isabel, después de haber escrutado el andén y la entrada, ha hecho bien en no venir porque de todos modos no tenemos valijas y el tranvía nos deja a una cuadra. Leto que, después de tantos años, se ha hecho experto en el arte de simular que no ha oído nada, o de responder, de manera casi inaudible, con monosílabos imprecisos, a toda proposición irrazonable, o, como él las llama en su fuero interno, de doble fondo, proferida por Isabel, desvía la conversación a los huevos frescos, el ramo de flores, los chorizos con grasa, recién salidos de la chacra, con que los han obsequiado en el pueblo.

Bajan, lentos, del tranvía, dejando atrás las palmeras de la avenida para internarse en la cuadra oscura, arbolada, que los separa de la casa. Isabel no muestra, le parece a Leto, ningún apuro por llegar como si, mediante una prescindencia motriz, su cuerpo, a diferencia de sus razonamientos, estuviese tratando de expresar cosas más verdaderas. Dos veces, en una sola cuadra, se para unos minutos a conversar con vecinos que, sentados en sillones plegadizos en la vereda, a los costados de la puerta de calle, o, acodados en el marco de la ventana, han salido a gozar del fresco de la nochecita, mientras Leto, manteniéndose a distancia, cortés, con el canasto de huevos y chorizos con grasa en una mano y un cigarrillo sin encender en la otra, se pregunta si ella no está tratando de ganar tiempo para que él, que ella supone inocente de sus maniobras y libre de sus presentimientos, la aventaje y llegue primero a la casa -y todo eso a pesar de que, vistos desde el exterior, no son otra cosa que una madre con su hijo, un muchachón callado de unos veinte años, que vuelven respetables, nítidos y un poco cansados, de un fin de semana en el campo, gente del barrio, el marido, parece, es radiotécnico y se ocupa de televisión y se da poco con los vecinos, el muchacho estudia contabilidad, y ella bonita todavía a pesar de que anda por los cuarenta, los hombres más bien silenciosos y retraídos, en tanto que ella manifiesta tal vez, algunas veces, una tendencia a hablar un poco de más, como si no pudiese parar, o como si tratara de ocultar, de tapar, con palabras, grietas de un fondo oscuro que esas mismas palabras, contra la intención de quien las profiere, abriesen con sus aristas múltiples y secretas. Pero no cede. La espera, paciente, o un poco cruel, más bien, a cada dilación, y cuando llegan a la casa, que está oscura y silenciosa, desierta de vida humana, y pone la llave en la cerradura, y la hace girar, vuelve a sentir, al entreabrir la puerta, el rastro de la víbora, la presencia indefinible pero segura del escorpión, cuyos signos, debilitados en las últimas semanas, se han vuelto otra vez inequívocos y palpables. Cuando enciende la luz esa presencia lo atrae, lo chupa, lenta, hacia el dormitorio, y cuando ve al hombre tirado en el suelo, la cabeza destrozada por el balazo, el revólver todavía en la mano, el suelo, las paredes, los muebles, salpicados de sangre, de fragmentos de cerebro, de cabellos, de astillas de hueso, se dice, tranquilo y glaciaclass="underline" "Así que había sido esto". Patente: "esto" -es decir, los días, las noches, el tiempo, el ser, el mundo, la vida palpitante y gruesa, el hombre, en su tallercito de radioelectricista, los había desmontado, desarmado y separado en piezas sueltas, cablecitos de colores, alambres de cobre, tornillos dorados, dispersándolos sobre la mesa para examinarlos uno por uno, neutro y sin piedad, limitándose a realizar lo que él sin duda consideraba comprobaciones objetivas, y después, en horas lisas y minuciosas, había vuelto a armar el todo a su manera dándole la coherencia irrefutable de su delirio. Para obtener sus propósitos había debido componer una comedia, delimitando un escenario, el universo visible, y haciendo entrar en él a todos sus así llamados seres queridos, modificando a veces la trama para convencer a los más reticentes, como sucedía desde algunas semanas atrás con Leto, a causa de cuya desconfianza se había visto obligado a salir en apariencia de su "taller", transformando un poco su propio personaje y preparando, con el apoyo incondicional de Lopecito, al que se tragaba de un solo bocado, la supuesta semana de pesca en la isla para que Leto, pasando de la reticencia a la esperanza, cayera, al volver del pueblo el domingo a la noche, de unos peldaños más arriba. Dicho en forma breve, y por el hombre mismo, para sí mismo sin duda, y sin duda también sin palabras, más o menos así: Cuando yo digo bailen, todos tiene que bailar. No se aceptan objeciones.

Dos o tres días después, la autopsia revela que se ha pegado el tiro el viernes a eso de las dos de la tarde, o sea que, sonriente, los ha despedido en la estación, no sin antes recordarle que el miércoles cruzarán a la isla con Lopecito, se ha tomado, sonriendo todavía, el tranvía hasta el barrio, ha recorrido la cuadra que separa la parada de tranvías de la casa, a paso tranquilo y regular, y, sin duda sin dejar de sonreír, ha entrado en la casa, ha cruzado el vestíbulo, ha penetrado en el dormitorio, y sin vacilar ni perder la sonrisa fija y vindicativa, se ha pegado el balazo.

– Es lo que yo llamo un suicida insolente -le ha dicho César Rey, unos meses más tarde, en el bar Montecarlo, en la ciudad, mientras miran subir, a través de la ventana, el amanecer frío de otoño. Y Rey puede aseverarlo mejor que nadie, porque la víspera, precisamente, ha alquilado una pieza de hotel con la intención de cortarse las venas, pero en el momento de pasar al acto ha cambiado de idea de un modo brusco, y al salir del hotel se ha encontrado con Leto en el bar de la galería y han venido siguiendo la farra hasta el amanecer.

– El suicida insolente -dice Leto, sacudiendo la cabeza. Isabel y Lopecito han quedado como aturdidos por el acontecimiento -ellos que, en ausencia del director, ya no logran saber con exactitud qué papel interpretan en la comedia- pero Leto piensa de sí mismo que él ha sabido conservar la suficiente sangre fría como para no dejarse alcanzar por la descarga, aunque la sospecha de haber sido el blanco principal durante las últimas semanas podría ser, sin que él mismo se dé cuenta, la prueba de lo contrario.

"El suicida insolente", piensa, mirando con disimulo al Matemático, el vértice de cuyo entrecejo atestigua una reflexión laboriosa que, aunque Leto no pueda saberlo, e incluso ni siquiera le interese, es más o menos la siguiente: ¿dónde nace el instinto? ¿pertenece al individuo o a la especie? ¿hay continuidad de individuo a individuo? ¿el individuo ulterior retoma el instinto en el punto que lo ha dejado el anterior o reconstruye, a partir de cero, todo el proceso a la vez? ¿es sustancia, energía, reflejo? ¿qué es la noción de instinto? ¿cómo fue formulada por primera vez? ¿por quién? ¿dónde? ¿por oposición a qué? ¿qué cosa, en el ser viviente, no sería instinto? -y después, olvidándose de Noca, del caballo de Noca, del instinto, de las imágenes que ha construido gracias al relato de Botón en la balsa, el sábado anterior, en el puente superior, las imágenes del cumpleaños de Washington en la quinta de Basso al cual ni siquiera ha asistido pero del que ya tiene, hasta el fin de sus días, sus propios recuerdos, las otras preguntas, que martillean, continuas, en el fondo y que a veces pasan al primer plano, súbitas, y que nos acompañan, nos modelan, nos determinan, nos dan el ser, las viejas preguntas que empezaron a subir con el alba africana, que resonaban en Babilonia, que se escucharon en Tebas, en el Asia Menor, en las orillas del Río Amarillo, que cintilaban en la nieve escandinava, el soliloquio de Arabia, de Nueva Guinea, de Koenisgberg, del Matto Grosso y de Tenochtitlán, preguntas cuya respuesta es la exaltación, es la muerte, es el sufrimiento, es la locura, y que titilan en cada parpadeo, en cada latido, en cada presentimiento- ¿quién puso el huevo del mundo? ¿qué son lo interno y lo exterior? ¿qué son el nacimiento y la muerte? ¿hay un solo objeto o muchos? ¿qué es el yo? ¿qué son lo general y lo particular? ¿qué es la repetición? ¿qué estoy haciendo aquí?, es decir, ¿no?, el Matemático, o algún otro, en algún otro tiempo o lugar, otra vez, aunque haya un solo, un solo, que es siempre el mismo. Lugar, y sea siempre, como decíamos, de una vez y para siempre, la misma Vez.

Durante los veintisiete segundos, en números redondos, que le ha llevado al Matemático reconcentrarse, mudo, en sus pensamientos, y a Leto recordar, con imágenes rápidas, fragmentarias y sin orden cronológico lo que, como venía diciendo, decíamos nomás hace un momento, sus cuerpos progresan, ellos sí regulares, por la vereda estrecha, hacia el Sur. Ninguno de los dos advierte que, sin discontinuidad, y sin que sea posible, con nitidez, separar las dos dimensiones, van avanzando en el tiempo a medida que lo hacen en el espacio, como si cada paso que diesen los encaminara en direcciones opuestas, a menos que tiempo y espacio sean inseparables y el uno fuese inconcebible sin el otro, y ambos inconcebibles sin ellos dos, Leto y el Matemático, de modo tal que caminantes, calle y mañana, formasen un chorro espeso brotando apacible del surtidor del acaecer. Leto piensa (más o menos, ¿no?): "Que ella venga después de un año con la historia de la enfermedad incurable demuestra su imposibilidad de aceptar la transparencia con que nos hizo llegar su mensaje" -y podría agregarse una comparación: con medios desmesurados pero vitales para él, como esos físicos que construyen un túnel de varios kilómetros para propulsar por él una partícula infinitamente pequeña, porque del comportamiento de esa partícula depende la explicación de la materia y por ende del universo. Y el Matemático, caminando a su lado, piensa otra vez: "Instigado por", pero dice:

– Todos miraban en dirección a Washington, que no decía nada.

Siempre según Botón. Ahora bien, no decía nada, pero parecía, por la actitud reconcentrada y semisonriente, los ojos blancos, el humo del Gitane Filtre (Caporal) subiendo hacia su cara desde la mano elevada a la altura del diafragma más o menos, que estaba a punto de decir algo. Y en efecto, así era. Leto se lo imagina en la cabecera de la mesa, bajo el quincho iluminado, cerca de la parrilla, el quincho inesperado que debió encastrar con cierta precipitación entre naranjos, pomelos y mandarinos, en el patio oscuro, al final del invierno -Washington, la noche de sus sesenta y cinco años, bien abrigado en su camiseta de frisa y en su camisa de lana a cuadros, más el pulóver en V por el que sobresale el cuello abierto de la camisa, más el saco de lana y encima de los hombros tal vez un poncho o una chalina, el pelo blanco abundante y revuelto, la piel de la cara ya un poco colgante pero dura, gruesa, bien afeitada y saludable todavía, uno de esos viejos que, tal vez porque trabajan la quinta, o van de pesca, o andan mucho a caballo, o se sientan a leer el diario en el jardín durante las siestas de invierno, andan bronceados todo el año, Washington, digo, que mientras va armando, con una sonrisa cada vez más pronunciada en los ojos que se van elevando hacia sus interlocutores y cada vez más vaga en los labios, lo que está por decir, formando palabras, frases, gestos con ello, eleva a su vez, parsimonioso, el cigarrillo hacia los labios y entre chorros de humo que salen de su nariz y de su boca, empieza a hablar.