Una casi enseguida después de la otra, el Matemático percibe, cuando van llegando a la esquina, dos caras conocidas: la primera es la del propietario del quiosco de revistas que se despliega en la ochava; como el hombre está sentado en un banquito en medio de su mercadería y bien contra ella para ponerse al abrigo del sol que golpea por la transversal, su busto resalta contra el fondo chato de semanarios, de mensuales y de matutinos, contra fotos en colores de estrellas de cine en bikini, dirigentes políticos y sindicales, campeones de fútbol, fotos repetidas varias veces, del mismo modo que los titulares negros y regulares de los diarios o los personajes de historietas. A causa de su repetición, las imágenes, que forman un fondo oblongo, se vuelven casi abstractas, transformándose en una especie de guarda abigarrada que parece decorar el retrato en relieve del quiosquero, cuya mirada, perdida en el fondo de la calle, el Matemático no logra encontrar para intercambiar con él el saludo que ya tiene preparado. Pero alzando otra vez la cabeza, sus ojos se encuentran con la segunda cara conocida que, ésta sí, pasando al lado de Leto, le sonríe. Es únicamente una cara conocida, ni siquiera lo que podría llamarse, con mayor precisión, un conocido. Una cara conocida -o sea, ¿no?, una cara que ocupa un lugar intermedio entre lo familiar y lo desconocido, a la que no podría ponerle un nombre pero que, de tanto pasar una y otra vez por su campo visual, ha terminado imponiendo sus rasgos peculiares a la memoria del Matemático, así como la cara del Matemático ha terminado imprimiéndose en la memoria del otro, de modo que a partir de cierto momento, cuando se cruzan en la calle, en prueba de reconocimiento, se saludan. Es verdad que, durante las ráfagas de extrañeza, también las caras familiares se vuelven, de golpe, desconocidas, pero hay una graduación que, partiendo desde ellas, y pasando, por los conocidos primero, por las caras conocidas después, y después por las caras desconocidas y los desconocidos, que son el último bastión de la experiencia, acaba llegando al horizonte oscuro y viscoso de lo desconocido -lo desconocido, ¿no?, o sea lo que, más allá del don fugaz de lo empírico, es trasfondo y persistencia, y que tratan de hacer retroceder, sin resultado, esas señales vagas que se cruzan, como perdidas, en el día.
Manteniendo el paso idéntico, regular, Leto y el Matemático bajan de la vereda a la calle y empiezan a cruzarla. Un auto lento los intercepta y, como frena en la bocacalle, lo sortean por delante, los dos al mismo tiempo, sin detenerse ni variar el paso, sin ni siquiera mirarlo, como dos robots al que un dispositivo electrónico preprogramado hiciera esquivar automáticamente los obstáculos; y cuando están llegando a la vereda de enfrente, los dos pliegan, simultáneos, la pierna izquierda, y la elevan por encima del cordón.
Las siete cuadras siguientes
Estábamos en que Leto y el Matemático, una mañana, la del veintitrés de octubre de mil novecientos sesenta y uno habíamos dicho, un poco después de las diez, se habían encontrado en la calle principal, habían empezado a caminar juntos en dirección al Sur y el Matemático, a quien a su vez se lo había contado Botón en el puente superior de la balsa a Paraná, el sábado anterior, se había puesto a contarle a Leto la fiesta de cumpleaños de Jorge Washington Noriega, a finales de agosto, en la quinta de Basso en Colastiné, y en que, después de recorrer unas cuadras juntos, cruzaron la calle con paso idéntico y regular y, los dos al mismo tiempo, plegaron la pierna izquierda elevándola por encima del cordón, con la intención, inconsciente más que calculada, de apoyar la planta del pie en la próxima vereda, ¿no? Pues bien: apoyan nomás la planta. Y el Matemático piensa: "Si el tiempo fuese como esta calle, sería fácil volver atrás o recorrerlo en todos los sentidos, detenerse donde uno quisiera, como esta calle recta que tiene un principio y un fin, y en el que las cosas darían la impresión de estar alineadas, de ser rugosas y limpias como casas de fin de semana bien parejas en un barrio residencial". Pero dice:
– ¡Shht! Il terso conchertino dilestro armónico.
Un cocoliche inesperado desorienta a Leto, máxime que el Matemático se ha quedado inmóvil, reteniéndolo por el brazo y adoptando una pose teatral consistente en girar un poco la cabeza hacia él, sin verlo, ya que los ojos se han desplazado en sentido opuesto y, dejando de mirar lo exterior, se suman a una expectativa intensa y dulce concentrada en el índice de la mano izquierda, el cual, en el extremo del brazo elevado y ligeramente plegado, señala un punto hipotético del espacio que se extiende ante ellos y en el que el dedo, como la aguja de un detector de metales preciosos, trata de ubicar el nacimiento exacto de la música. De un modo casi simultáneo, Leto la oye a su vez, y su atraso de segundos respecto del Matemático parece provenir menos de causas sensoriales constitutivas, espaciales o acústicas, que de la distracción en que lo tienen sumido sus pensamientos. A pesar de su atraso, los dos localizan su origen al mismo tiempo: una casa de discos que se anuncia a sí misma propalando música hacia la calle, y que abre sus puertas en la vereda de enfrente. Los ruidos matinales de la calle principal, vehículos, pasos, voces, parecen una ganga sonora, indisciplinada y salvaje, en la que se engasta, organizada, la música, pero también, para el oído sutil y especulativo del Matemático, un contraste deliberado y aleatorio en el que la yuxtaposición de ruido bruto y sonido estructurado crea una dimensión sonora más rica y más compleja, una dimensión, decía, ¿no?, en la que el ruido puro, denunciando por contigüidad la naturaleza real de la música, asume un papel moral, como en esos grabados en los que la calavera demuestra, con su sola presencia, la cara verdadera de la doncella. Después de localizar la fuente musical, el dedo del Matemático se pliega y la mano comienza a efectuar en el aire ondulaciones rítmicas que la cabeza, moviéndose, acompaña, no sin que dejen de adherir también, los primeros entrecerrándose, la segunda insinuando una sonrisa arrobada, los ojos y la boca. Y cuando siguen caminando, el cuerpo entero del Matemático parece arrastrado, con discreción desde luego, por la atracción magnética de la música, ante la mirada un poco sorprendida de Leto, que no alcanza a distinguir, en esa especie de bacante moderada en que se ha convertido el Matemático, la pose del entusiasmo sincero. El arrobo del Matemático pasa, casi en el acto, como un momento de locura un poco histriónica, y aun cuando en realidad van acercándose a la fuente de la música, y la oyen por lo tanto con mayor nitidez, el Matemático recupera su actitud serena, indolente, y vuelve a ser el hombre atlético y medido, rubio, alto, todo vestido de blanco, incluso los mocasines, con la pipa apagada en la mano, realizando gestos precisos, estrictos, elegantes, que a esta altura de su vida ya ni siquiera necesita calcular, en fin, el Matemático, ¿no?, que, olvidándose del fondo de ruido y de música, le cuenta:
– Botón dice que Washington presentó al mosquito de la siguiente manera: ocho milímetros de vida palpitante.
Leto se lo representa, Botón, Washington, el mosquito. Según el Matemático, Washington, una noche del verano anterior, tuvo un encuentro casual con tres mosquitos, de cuyo comportamiento, según el Matemático, y siempre según Botón, extrajo una serie de consecuencias insospechadas, de un orden semejante, le había parecido (a Washington, ¿no?), a las que la distinguida asistencia acababa de extraer a propósito del caballo de Noca. El verano anterior, Washington se ocupaba de sus cuatro conferencias -Lugar, Linaje, Lengua, Lógica- sobre los indios Colastiné, de las que, por el momento, nadie conoce más que los títulos: sumergido en tratados de historia y de antropología, se vio obligado a trabajar de noche a causa del calor, terrible en enero y febrero. Leto, que ha ido un par de veces con Tomatis a lo de Washington en Rincón Norte, no tiene dificultad en imaginárselo sentado ante su mesa de trabajo, frente a la ventana que da al patio lateral en el que, protegidos por la sombra de eucaliptus y de paraísos se extienden, entre senderos de tierra arenosa, canteros de conejitos, de claveles, de margaritas y de malvones. Leto recuerda dos o tres laureles rosa, una glicina, un lapacho, un timbó y, bien al fondo del terreno, como un residuo del campo pretrabajado, cinco o seis aromos. En el patio trasero ha visto un huerto grande y bien cuidado, árboles frutales, un corral y hasta una conejera. Durante el sitio de Atenas, le ha oído decir a Washington, Epicuro y sus amigos se salvaron gracias a una economía de autoabatecimiento. Yo me defiendo como puedo del complot católico-liberal. En fin, la noche de verano, ¿no?, en medio del campo, después del día seco y polvoriento y de la fiebre del crepúsculo, la madrugada silenciosa pero no mucho más fresca, y el hombre en el umbral de la vejez que, protegido del exterior por las paredes blancas y por las telas metálicas lee, escribiendo de tanto en tanto notas rápidas y llenas de abreviaturas en un cuaderno. Ha pasado el día yendo y viniendo por la casa, esquivando los espacios soleados del huerto y del jardín, solo después que la hija se casó con un médico y se fue a vivir a Córdoba -se había separado de su segunda mujer en mil novecientos cincuenta-, habituado ya a la vida y a la muerte a causa de sus sesenta y cuatro años, no sin haber dejado atrás períodos de impotencia, de sopor y de locura, pero poseyendo todavía la fuerza suficiente como para mirar, sereno, la tarde de verano desde la sombra de los paraísos, y esperar la noche para ponerse a trabajar hasta la madrugada. Y su relato, según lo que queda del relato de Botón en el del Matemático, es más o menos así: una noche tranquila del último verano; son pasadas las doce. Después de una cena liviana, Washington, con una jarra de agua fría y un plato de ciruelas, se ha instalado en su estudio para leer, tomando notas de cuando en cuando, una edición facsimilar de la Relación de abandonado, del padre Quesada, que Marcos Rosemberg le ha traído de Madrid. Poco a poco, el hervor del día se ha mitigado, y el ronroneo interno que atraviesa, monótono, con su tren de apariciones, la parte iluminada de la mente, se ha ido entrecortando, gracias a la punta clara de su atención que, como el filo de un diamante, ha venido abriéndose paso para relegar, con ajustes sucesivos, los pliegues de lo oscuro. A partir de cierto momento, después de varios intentos trabajosos, los pliegues se retiran y las caras del diamante, emergiendo de la oscuridad, se concentran en la punta transparente que se estabiliza y se fija, para después alcanzar la perfección al desaparecer a su vez, diseminada en su propia transparencia, de modo tal que no únicamente el ronroneo, que es tiempo, carne y barbarie, sino también el libro y el lector desaparecen con ella, despejando un lugar en el -.que lo intemporal y lo inmaterial, no menos reales que la putrefacción y las horas, victoriosos, se despliegan. De tanto en tanto, la mano izquierda, independiente del resto del cuerpo, se desliza hasta el plato de ciruelas, recoge una y la lleva, sin error posible, a la boca que se entreabre para recibirla, triturarla con los dientes y escupir, después de unos momentos, en el hueco de la mano que se ha vuelto a elevar, el carozo casi sin rastro de pulpa, que la lengua y los dientes, por su propia cuenta, han separado con minucia y facilidad para reenviarlo después al exterior. El libro, que se mantiene apoyándose en otros apilados horizontalmente, oblicuo como una biblia sobre un atril, no manda más ruido que el que hacen los dedos del lector al aferrar, gracias al deslizamiento del índice previamente humedecido en la punta de la lengua y la presión del lugar, el ángulo inferior derecho para pasar a la página siguiente; y, sin embargo, un tumulto silencioso llena la cabeza de Washington. Espacio y tiempo, arremolinándose contra el lector inmóvil, son impotentes para disolver y hacer circular ese tumulto, y resbalan en los bordes inmateriales del cuerpo, sin poder penetrar en el núcleo inmaterial que es su corolario.